De las muchas diferencias entre países desarrollados y en desarrollo que desnudó la pandemia, una de las principales se relaciona con el mundo del trabajo: en nuestros países los trabajadores asalariados formales son minoría. Y, mientras que los asalariados informales son una anomalía que debería ser corregida con una mejor supervisión, o con menores impuestos laborales y costos administrativos, los trabajadores independientes son una población precarizada excluida casi por definición –tanto en relación a los beneficios laborales como a las políticas de emergencia, todas ellas ligadas al empleo.
Pongamos esto en perspectiva: mientras que en los países de la OCDE solo el 15% de los ocupados son cuentapropistas, los independientes representan el 25% del empleo total en Argentina, el 28% en Chile y Uruguay, el 28%, el 30% en Brasil y México, y más del 50% en Perú y Colombia. Y, a diferencia de los asalariados, los independientes trabajan a destajo: no cobran nada si se enferman, si se van de vacaciones, si trabajan en el hogar o si pierden el trabajo.
Que los beneficios laborales estén vinculados al empleo tiene un sentido histórico, ya que son el producto de luchas sindicales (como la que se homenajea hoy en el Día de los Trabajadores) ganadas por y para los trabajadores asalariados, sin extensiones a los de afuera. Pero si algo dejó en evidencia la cuarentena es la dualidad de nuestro mercado laboral; en particular, la precarización del cuentapropista que, privado de toda protección, profundiza los costos sociales y distributivos de la crisis. Si hay una asignatura laboral pendiente para el día después de la pandemia es la introducción de un nuevo régimen para el trabajador independiente.
Un modelo natural para atacar este problema es el de Austria. Allí, los empleadores contribuyen un porcentaje del sueldo bruto a una cuenta a nombre del trabajador y esos fondos están disponibles (y reemplazan la indemnización) ante un despido. Al terminar la relación laboral, si el trabajador consigue un nuevo empleo, esta cuenta “portable” se transfiere a un nuevo empleador para evitar el uso anticipado de los fondos. El sistema, denominado de “mochila” austriaca, es similar al fondo de desempleo de la industria de la construcción en la Argentina. La única diferencia: en Austria lo tienen todos los trabajadores; desde 2008, también los independientes.
¿Cómo funcionaría? El trabajador independiente registra una cuenta de ahorro a su nombre donde, por cada pago que recibe, el empleador transfiere una suma proporcional. Las reglas de retiro podrían emular el modelo austríaco: el dinero se retiraría sólo después de una cantidad de años de aporte, y sólo si los ingresos registrados del trabajador caen por debajo de un umbral mínimo.
Puestos a imaginar un nuevo régimen, por qué no ser ambiciosos: la contribución podría ser mayor al magro 1,53% de los austriacos (e incluso más alto que el 12% de la construcción en la Argentina) para incluir proporcional por vacaciones, enfermedad, maternidad, formación profesional. Y, dado que la contribución estaría destinada a asegurar un piso de ingresos, sería natural definir categorías (por ejemplo, según el promedio móvil de 12 meses de ingresos, como en el caso del monotributo) y aplicar tasas de contribución decrecientes en cada uno de esos tramos –o establecer un máximo de aporte mensual, como en el caso de un asalariado.
La desigualdad entre asalariados e independientes quedó en flagrante evidencia en la pandemia, pero hace rato que merece una respuesta de política. El futuro del trabajo empieza por estas reformas. Hoy es el momento ideal para pensar la post-pandemia. Porque las expectativas del día después determinarán cómo respondemos individualmente a la emergencia. Y porque los desafíos serán inmensos: la crisis destruirá empleo, aumentará la pobreza y la desigualdad, y nos dejará en niveles de ingreso per cápita de hace 15 años. Puestos a reconstruir de las cenizas, construyamos algo mejor.
Nota publicada originalmente en el periódico Clarín.