La saga de la deuda se acerca a su recta final. El gobierno prepara una oferta para los bonistas con el doble objetivo de que ser sostenible en el largo plazo, y evitar un default desordenado y un proceso judicial costoso. En este contexto, es una dupla improbable. Si un acuerdo definitivo sobre la deuda era improbable el año pasado –en parte debido a que los problemas de Argentina es menos el cociente de deuda neta que el crecimiento negativo y el déficit fiscal crónico–, en el contexto incierto de la crisis del coronavirus luce casi imposible.
Desde el principio, la nueva administración favoreció evitar un default de la deuda externa (aproximadamente USD 66 mil millones, o 15% del PIB), en el entendimiento de que las negociaciones con los bonistas podrían ser largas y desagradables, sobre todo si un default abre la puerta a los fondos buitres y desencadena la aceleración de los bonos –en algunos casos, como el bono Century, con consecuencias fiscales ruinosas. Mientras tanto, el sector privado podría perder el acceso al crédito externo y abortar un repunte de la inversión que es condición necesaria para restablecer el crecimiento después de una década de caída.
Sin embargo, en los últimos meses, el gobierno adoptó una postura más dura hacia los acreedores y desarrolló modelos de sostenibilidad de deuda que asumieron implícitamente un problema de solvencia –por oposición al problema de liquidez con el que la mayoría de los observadores privados y oficiales acordaban en 2019– con la necesidad de un haircut profundo. Poco después, el FMI entró en juego con proyecciones macroeconómicas de sesgo pesimista, en un informe –preparado a pedido del gobierno– en el que defendían un recorte significativo de la deuda nominal de entre 55 y 85 mil millones de dólares en la próxima década.
El escenario que presentó el FMI –a diferencia de lo que ha sido visión histórica– argumenta que la Argentina no puede mejorar el resultado primario, ni adoptar políticas que mejoren el crecimiento de mediano plazo. Esto puede, en parte, ser un reflejo de las propias prioridades del Fondo: reducir las pérdidas y cobrar primero –a costa de una agresiva reestructuración de la deuda privada. No sería la primera vez que el FMI desempeñe el papel de juez y parte interesada en una negociación de deuda argentina.
Mientras que el gobierno utiliza el informe del FMI para respaldar una oferta agresiva, muchos tenedores de bonos hacen una evaluación diferente: muchos de ellos parecen dispuestos a aceptar una combinación de recortes de cupones y capital y una extensión de plazos, pero están lejos de la posición del gobierno.
La crisis del coronavirus puede complicar aún más esta negociación. El deterioro de la situación económica siembre dudas sobre la posible compresión de los spreads el día después del acuerdo –el exit yield del 10% usado en simulaciones previas a la crisis, hoy suena inverosímil. Esto perjudica el valor de cualquier oferta del gobierno, ya que aumenta la pérdida en valor presente neto asociada a una extensión plazos.
La crisis del coronavirus aumenta las chances de un default por otra razón: la incertidumbre vigente hace que cualquier escenario macroeconómico sea en el mejor de los casos una construcción frágil y especulativa. El gobierno, los acreedores y el FMI pueden pasarse un mes intercambiando planillas sin una base sólida para juzgar las proyecciones o evaluar el espacio fiscal.
Por último, pero no menos importante, los inversores que están hoy inmersos en cómo limitar las pérdidas sufridas en todos los mercados pueden estar menos dispuestos a analizar en profundidad una oferta argentina difícil de evaluar. A los precios actuales, con un riesgo a la baja limitado, algunos de ellos pueden inclinarse a probar suerte en la corte, conspirando contra las mayorías necesarias para una restructuración exitosa.
Sin embargo, del lado positivo, la crisis del coronavirus proporciona un argumento natural para un aplazamiento. A estas alturas, lo ideal sería esperar a que la crisis se supere gradualmente antes de iniciar negociaciones en serio, pero el gobierno no puede seguir pagando el servicio de la deuda con reservas por mucho tiempo más –y esta crisis será larga.
Una alternativa viable para evitar un incumplimiento sería negociar un acuerdo de «standstill«: más precisamente, un reperfilamiento del servicio de la deuda con vistas a una nueva renegociación –por ejemplo, en 2022– en un mundo y una economía más estables y con una mejor idea de lo que país puede permitirse ofrecer. Bajo esta propuesta, la Argentina solicitaría posponer cualquier pago de capital que venza en los próximos dos años y negociaría una combinación de recortes y capitalización de cupones como una solución provisional para transitar la emergencia sin caer en default.
Esta estrategia podría combinarse con la reanudación del acuerdo suspendido de Stand By con el FMI, bajo objetivos fiscales mucho más indulgentes –en línea con los problemas de sostenibilidad que el mismo Fondo acaba de reconocer en sus últimos informes, y que empeorarán drásticamente con la crisis– lo que daría el acceso a los 13 mil millones de dólares restantes del programa –parte de los cuales podría usarse para un pago inicial que hiciera más atractiva la oferta de standstill.
Es cierto que lo que recomendamos aquí es una respuesta de corto plazo a un problema de largo plazo. Pero, incluso si uno piensa que una restructuración de deuda exitosa sea la respuesta definitiva a los problemas externos de larga data de la Argentina, hay que reconocer que este no es el mejor momento y que, como solución de compromiso, una postergación es mejor que una derrota digna.