Veo en el noticiero de TVN a dos mujeres de mediana edad sentadas junto a un gran contenedor de basura que les da algo de sombra. Ambas visten una especie de uniforme raído. Permanecen allí en el medio de un eriazo en una población de Puente Alto en donde una turba saqueó y quemó los supermercados que existían. La periodista explica que durante años los vecinos no contaban con grandes comercios, ni menos con servicios habituales en otros barrios de la ciudad -cajeros automáticos, centros de pago, comisarías- y que el sólo hecho que se instalaran esos supermercados les cambió la vida. Los vecinos tenían dónde comprar sin gastar dinero en viajes al centro de la comuna, y los pequeños almacenes familiares podían abastecerse fácilmente. Ahora no hay nada. La reportera conversa con las mujeres que miran el paisaje insolado, las veredas sin árboles y las casas dispuestas como cajas de cartón arrojadas sobre suelo desnudo. Una de ellas, aparentemente la más vivaz, habla. Cuenta que trabajaba en uno de los supermercados cuidando autos, que gracias a eso tenía ingresos diarios en efectivo. La reportera le pregunta el monto mensual que ganaba, “cincuenta mil pesos”, le responde la mujer. Enseguida la periodista sutilmente intenta que le aclare si esa era una porción importante de sus ingresos. La mujer le responde que de eso vivía, que no era una fracción del total, que eso era todo. Luego hace una pausa y, como para matizar la rudeza con que la vida la ha tratado, muestra una botella de Coca-cola que alguien le regaló para pasar el calor.
Leo en una crónica del The Clinic la historia de José Miguel Uribe, el joven baleado por una patrulla militar en Curicó. Uribe tenía 25 años y trabajaba como obrero de la construcción. El 21 de octubre en la tarde se unió a una manifestación en el extremo sur de la Alameda Manso de Velasco, una zona que conecta con la carretera. En la ciudad no se había declarado estado de emergencia y Uribe iba desarmado. Todo transcurría sin contratiempos hasta que apareció una patrulla militar escoltada por dos autos, apunta el artículo. En ese momento comenzó una balacera, Uribe cayó herido y fue trasladado al hospital de emergencia de Curicó, una ciudad que desde 2010 no cuenta con un centro hospitalario real. Allí murió. Horas más tarde un soldado se inculparía, aunque existen versiones, revela el artículo, que afirman que el militar procesado no es el verdadero responsable del disparo fatal. El padre de José Miguel Uribe fue a recoger el cuerpo de su hijo a la mañana siguiente. En ese momento declaró a la prensa que “esto pasó porque a alguien se le ocurrió decir que estamos en guerra”.
Es viernes. Ha pasado una semana del inicio del estallido que remece a Chile y acudo a un encuentro del Centro de Conflicto y Cohesión Social. Uno de los convocados es un dirigente vecinal de Renca que cuenta que en su comuna hay personas muertas y desaparecidas. Agrega que muchos habitantes piden más vigilancia militar, porque tienen miedo a que ocurran más saqueos. Luego de escuchar a los expositores -economistas, investigadores sociales- les agradece la invitación y comenta que no es habitual que convoquen a personas como él a ese tipo de reuniones en las que, justamente, todos suelen hablar de las vidas que llevan personas como él. Pienso entonces en que gran parte de los discursos sobre la pobreza y la desigualdad imperantes en Chile tienen la impronta de la beneficencia, estableciendo una relación de caridad en donde debería existir en trato de justicia. Los pobres no tienen voz, pero sí muchos intérpretes.
Esta semana ha durado tres décadas. Ha sido un alarido extenso que aún no se calma y que muchos han tratado de explicar como se haría con los prodigios de un animal fantástico, una criatura mitológica que irrumpe en la realidad, alterándola, poniéndola bajo interrogantes que nadie jamás hubiese querido formular. Un dragón que revolotea, arroja llamaradas, altera las ideas preconcebidas, los resultados de los algoritmos, las encuestas de satisfacción vital y la descripción de nuestro país como un conjunto de promedios y rankings de informes internacionales ¿De dónde salió está bestia? ¿Cómo fue que su furia llegó hasta nosotros? El alarido ha inquietado a los expertos y crispado los nervios de los salones en donde, hasta anteayer, todo era satisfacción y comodidad. Había cosas que no podían pasar aquí, era la convicción. Un modelo, un oasis, eso éramos. Ahora nos repetimos a nosotros mismos que hemos perdido la normalidad en la que vivíamos, aunque en el fondo sepamos que parte importante de esa normalidad no era más que una fantasía levantada sobre un pozo de negación; una fiesta ruidosa en mitad de la noche que nos distraía de las llamaradas silenciosas que se esparcían alrededor, arrasando muros y cimientos, cercándonos hasta alcanzarnos. Un incendio que terminó dejándonos al descampado, vulnerables, sorteando balaceras, a la espera de una pequeña certeza, esperando que la noche termine para volver a vernos las caras y convencernos que tal vez ahora sí aparezca un camino que nos lleve hacia algún sitio seguro.