Quería escribir sobre el proyecto de ley que presentó el gobierno la semana pasada que modifica la Subvención Escolar Preferencial (SEP), entregando mayor autonomía a los establecimientos educacionales y reduciendo de forma significativa la burocracia. Es un buen proyecto y, sin embargo, ha pasado totalmente desapercibido. Pero lo que sucedió este viernes es de tal gravedad que no referirse a ello sería frívolo.
Durante la semana pasada se asomaba el narcotráfico como uno de los principales problemas del país. ¡Qué equivocados estábamos! El viernes quedó claro que nuestro principal problema no es ni los narcotraficantes, ni los inmigrantes, sino el deterioro profundo de nuestra amistad cívica, que supone una degradación de la comprensión del ser humano.
¿Es lícito incendiar edificios, estaciones de Metro, facultades universitarias, como una forma de manifestación política? ¿Es la violencia el camino para resolver los conflictos en democracia? ¿Son estas manifestaciones producto de un sentir nihilista; de la angustia que provoca la ausencia de sentido? No nos equivoquemos. Estos grupos radicalizados que destruyeron parte de nuestra ciudad no son nihilistas, no carecen de sentido. Por el contrario, son grupos llenos de sentido, que buscan imponerlo como verdad absoluta a través de la violencia. En otras palabras, son fascistas, que aprovechan el descontento de otros para sus propios fines políticos.
¿Qué pasó? No tengo respuesta. Algunos ven en la tesis del malestar la respuesta, pero no se sostiene del todo. ¿Se nos olvidó que fue la derecha la que ganó las elecciones? No solo eso, fue el candidato de la Nueva Mayoría el que pasó a segunda vuelta y no el del Frente Amplio. Esta tesis supondría que los actos vandálicos fueron resultado de acciones espontáneas de ciudadanos indignados. Pero, ¿en verdad creen que los ciudadanos salen con bombas a manifestar su frustración? Detrás de estos actos hay planificación y organización.
Es importante distinguir la frustración de la gente con los actos de violencia. Lo que pasó el viernes está en sintonía con lo que ha venido sucediendo en Chile en el último tiempo, aunque a otra escala, a saber, el uso de la violencia como lucha política. Pasemos revista a algunos acontecimientos. Destrozos, incendios y ataques a directores y docentes en el Instituto Nacional. Estatuto del Centro de Alumnos de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile que impide que candidatos que no compartan la ideología de la actual directiva (anticapitalista, antiimperialista y antiespecista) puedan postularse como candidatos al centro de alumnos y restringe la libertad de asociación al interior de la facultad. Un estatuto fascista, que es tolerado por una universidad que se supone es pública, inclusiva y laica. Agresión reiterada a una alumna por sus ideas políticas en la Universidad de Chile. Agresiones físicas a un político de extrema derecha por parte de académicos de la Universidad Arturo Prat, cuya agresión es respaldada públicamente por parte de los académicos de dicha universidad. Ninguno de estos actos, ni todos juntos, son comparables con lo sucedido este viernes; tampoco quiero insinuar que están relacionados, pero son un síntoma de lo mismo.
Más allá de los grupos radicalizados, me preocupa la pasividad de los ciudadanos ante la violencia y el doble estándar oportunista de los políticos que legitiman la violencia dependiendo de donde venga. Es desolador ver cómo la violencia y su legitimación socavan los fundamentos de la democracia.