La evolución de la temperatura global y la inminencia de tragedias ambientales ha hecho que las discusiones acerca de la política ambiental cobren mayor importancia. Con el Acuerdo de París y los Objetivos de Desarrollo Sostenible, han surgido esfuerzos de cooperación internacional dirigidos a promover el cumplimiento de compromisos ambientales. Paralelamente, desde la academia varios autores han señalado la importancia de estudiar los efectos directos e indirectos de perseguir una transición energética, una política socialmente compleja pero necesaria.
A pesar de la contundencia de los argumentos en pro de implementar medidas de política ambiental, las urgencias de costo plazo y los costos de esta política impiden o, en el mejor de los casos, retrasan medidas urgentes de mitigación.
En general, en las discusiones acerca del problema ambiental se plantean dilemas que sugieren la necesidad de escoger el menor de los males o plantean una tensión entre lo urgente y lo importante. No obstante, en algunos casos es posible diseñar políticas integrales que ayudan a resolver los aparentes dilemas. Hace un par de meses, en estas páginas, Juan Camilo Cárdenas señalaba la dificultad de implementar política ambiental en un entorno de deterioro en la sostenibilidad de la deuda pública y planteaba una propuesta para atacar los dos problemas de manera conjunta. En estas líneas me refiero a otro aparente dilema: los efectos distributivos de la transición energética.
La experiencia de los chalecos amarillos en Francia ilustra el problema distributivo asociado a la política ambiental y la oposición social que puede surgir en contra de medidas de política ambiental. Este movimiento (mouvement des gilets jaunes) nace en Francia en octubre de 2018 y se extiende, con menos fuerza, a países vecinos como Bélgica, Países Bajos, Alemania, Italia, y España. Inicialmente, la movilización surge en rechazo al alza del impuesto sobre el carbono y su fortaleza y poder de convocatoria terminan por bloquear cualquier aumento en el impuesto al carbono.
En este orden de ideas, hay dos dimensiones de la transición energética que requieren análisis: (i) un problema de bienestar donde hay son ganadores y perdedores, (ii) un problema de construcción de consensos para que las medidas ambientales gocen de viabilidad política y legitimidad.
En una tesis de maestría de la Universidad de los Andes, María Alejandra Torres, analiza este problema desde una aproximación teórica. Para este propósito, construye un modelo con dos sectores productivos; uno usa tecnologías limpias y el otro usa tecnologías sucias; y dos tipos de trabajadores: calificados y no calificados. También incluye cambio tecnológico en los dos sectores y estudia los incentivos para invertir en nuevas tecnologías.
Desde la perspectiva de la teoría económica, una transición energética puede entenderse como un proceso innovador de destrucción creativa, donde la consolidación del sector de energías limpias desplaza al sector de los combustibles fósiles. Una vez que los costos fijos de la transición sean cubiertos, este proceso puede producir mayores tasas de crecimiento. No obstante, en el corto plazo el efecto más visible es el marchitamiento de un sector económico. Este marchitamiento tiene efectos negativos sobre los trabajadores y emprendedores de este sector. En otras palabras, los efectos de la transición no son homogéneos, hay un problema distributivo que puede traducirse en una oposición políticas a las medidas que estimulan la transición energética.
El cambio tecnológico tiene una inercia sectorial pues la rentabilidad de la inversión en nuevas tecnologías es creciente en el tamaño del sector. Tanto la energía sucia como la limpia se utilizan como insumos para producir un bien de consumo final pero los dos tipos de energía son sustitutos.
Por lado de los consumidores hay una estructura de generaciones traslapadas donde los padres escogen la educación de sus hijos y, por esa via, determinan si estos serán trabajadores calificados o no calificados. Se supone que hay restricciones al crédito, de manera que hay un equilibrio en el cual los hijos de trabajadores calificados son trabajadores calificados y los hijos de trabajadores no calificados son no calificados.
El modelo tiene dos resultados principales. Primero, una transición completa sin intervención del gobierno no es posible pues la innovación es más costosa en el sector limpio. Como consecuencia de la dependencia del sector sucio hay una catástrofe ambiental. Para evitarla se necesita una política que garantice la transición, incentivando la inversión en el sector limpio. El segundo resultado es que con la transición hay un aumento en la demanda laboral para el sector limpio y una expulsión de trabajadores del sector sucio. Dado hay habilidades específicas por sector, el tránsito de un sector a otro es costoso. Además, el costo de movilidad es relativamente más alto para hogares de ingresos bajos pues tienen menores ingresos. Esto genera a un efecto distributivo donde la brecha de ingresos puede aumentar en el corto plazo. En estas circunstancias, la respuesta deseable es una segunda medida de política para mitigar el costo de transición y compensar a los hogares perjudicados.
En estas circunstancias. Las políticas que estimulan la transición energética, como la imposición de un impuesto al carbono, deben acompañarse de medidas que faciliten la movilidad laboral y la adaptación de las capacidades de los trabajadores al sector limpio. Una política distributiva de corte generalista también puede mitigar los efectos nocivos que recaen sobre algunos individuos y aumentar el apoyo a la política climática.