Los chilenos son “secos” para la tele. De acuerdo con los datos del CNTV, entre los 5 millones que encendieron el aparato durante 2019, el promedio de consumo televisivo alcanzó las 5 horas y 28 minutos al día. Y la pandemia generó un boom para la industria. Se estima que el tiempo diario frente a la pantalla chica aumentó más de 60 minutos en 2020. Si con jardín y colegio (cuando no estaban tomados), antes los niños chilenos veían más de 2 horas de TV al día, imagine la explosión del consumo entre los menores de edad. Tendencia que no hay que celebrar.
La violencia en la televisión, y en los medios en general, responde a las fuerzas del mercado. Los canales ofrecen contenidos que se alinean con lo que las personas demandan. Racionalidad, incentivos, auspiciadores e incluso subsidios del Estado hacen el resto. Es un comercio que hay que estudiar.
Primero, ¿por qué demandamos violencia? La evolución nos ha moldeado y el proceso no ha sido pacífico. Nuestro cerebro, entonces, asila demonios internos y los medios desde siempre lo han sabido. Tanto Shakespeare como Chuck Jones (el creador del Correcaminos) los aprovecharon. Guerras, violaciones, asesinatos y suicidios colman la obra del inglés. Y, por favor, después de tanto ataque improductivo en contra de la veloz ave, ¿no me diga que no terminó sintiendo compasión por el ingenioso y esforzado Coyote? Ese es su villano saboreando un asado de correcaminos.
Y como en todo mercado dinámico, la oferta evoluciona. Por ejemplo, si el televidente ha sido saturado de sangre y balas, rápidamente nace un producto más sofisticado. De hecho, esto se detecta en la parrilla de algunos canales locales. El marketing de la violencia parece girar hacia justicieros tipo Robin Hood. Glamorosos delincuentes disfrazados de superhéroes, pero con presupuesto criollo. Algo como lo que el académico y periodista George Gerber denominó “violencia feliz”, pero con consecuencias. Robos, asaltos, estafas con un tilde de comedia. ¿Y el respeto por las leyes? Nada. Ese es el drama.
Ahora, si dicho contenido es consumido por adultos informados que distinguen ficción de realidad, el equilibrio no incomoda. El problema es que en este caso existen fallas de mercado. Estudios internacionales indican que hombres y mujeres de 18 a 34 son los mayores demandantes de violencia en pantalla (Hamilton, 1998). Lo que preocupa es que el mismo grupo, pero ahora como padres o madres, están a cargo de la crianza en períodos críticos de sus retoños. Esto da origen a una externalidad. Horas de televisión diseñadas para satisfacer precarios instintos de progenitores son consumidas de carambola por infantiles clientes.
¿El daño? Existe amplia evidencia del impacto negativo de la violencia en medios de comunicación en niños y jóvenes. En el corto plazo puede generar mayor agresión y en el largo incluso desensibilización emocional. ¿Alguna coincidencia con la sociedad chilena actual? Y eso que falta evaluar el futuro perjuicio sobre los miles de menores que han pasado la pandemia frente a la divina oferta de la TV local. (El Mercurio)