Hacia el crecimiento inclusivo en una de las regiones más desiguales del mundo

 

El escaso crecimiento económico y la alta desigualdad son las maldiciones gemelas de América Latina. Pero es posible un crecimiento inclusivo que luche contra esas maldiciones abarcando a todos, incluidas las poblaciones marginadas y vulnerables. Para conseguirlo hace falta acometer las políticas correctas.

Sabemos, por supuesto, que es más fácil decirlo que hacerlo. El crecimiento económico y la inclusión son complementarios. Así que poner todo el peso en una sola área es probablemente una receta para el fracaso. Por ejemplo, centrarse en la inclusión e ignorar el crecimiento económico general puede dar lugar a una base impositiva más baja, lo que va a dificultar la prestación de servicios públicos de alta calidad, servicios de los que a menudo se benefician las personas marginadas a las que queremos alcanzar. Del mismo modo, el crecimiento puede no ser suficiente. Con demasiada frecuencia, los grupos económicos obtienen enormes beneficios a medida mientras que los más desfavorecidos salen perdiendo en el proceso. El trozo de la tarta se agranda en promedio, pero sólo a costa de un importante malestar político.

La primera década del siglo XXI fue, en muchos sentidos, la mejor década para América Latina y el Caribe de la historia reciente. En términos reales, el crecimiento económico per cápita en la década de 2000 fue del 1,86% anual en promedio, en comparación con las menores tasas de crecimiento de la década de 1990 (1,36% per cápita anual) y, especialmente, con la Década Perdida de los 1980, cuando el crecimiento promedio per cápita fue negativo (-0,77%). Notablemente, los años 2000 no sólo fueron un período de alto crecimiento general, sino que este crecimiento también fue muy favorable para los pobres. Entre 2002 y 2011, más de 50 millones de latinoamericanos salieron de la pobreza y la desigualdad disminuyó rápidamente, de 0,55 en 2000 a 0,50 en 2010 (según el coeficiente de Gini). Este crecimiento inclusivo es notable en una región que durante mucho tiempo había sido la más desigual de todas las regiones del mundo.

Las claves de este crecimiento inclusivo se hallan en una combinación de buenas políticas y buena suerte. La buena suerte vino del extranjero: el pujante crecimiento de China generó una fuerte demanda de materias primas, lo que incrementó los precios de los bienes comúnmente exportados por los países latinoamericanos. Entretanto, las buenas políticas se desarrollaron al menos en dos frentes. A nivel macroeconómico, los gobiernos mostraron mucha más responsabilidad fiscal y monetaria. A nivel micro, se aseguraron de no dejar atrás a los pobres. Implementaron programas redistributivos, en particular transferencias monetarias condicionadas y pensiones no contributivas, para ayudar a los más vulnerables a cosechar los beneficios de la expansión.

El crecimiento inclusivo operó fundamentalmente a través de la evolución del mercado laboral. En particular, la gran mayoría de los países experimentaron una notable reducción de la desigualdad salarial. Según un estudio reciente, la rápida disminución de la desigualdad salarial entre 2002 y 2012 fue el resultado de una combinación de dos grandes fuerzas: la expansión de la educación y la disminución de los rendimientos de las calificaciones, y los cambios en la demanda interna agregada alimentados por el auge de los precios de las materias primas que favoreció a los trabajadores no calificados. En algunos países, los rápidos aumentos del salario mínimo y la rápida tendencia a la formalización del empleo también desempeñaron un papel de apoyo.

Estos logros sociales, sin embargo, tuvieron un lado oscuro, pues los aumentos superiores a la media de los ingresos de los pobres no se debieron al aumento de la productividad. Incluso durante esta década de fuerte crecimiento, los países de América Latina y el Caribe continuaron perdiendo terreno en la productividad total de los factores y la productividad del factor trabajo en relación con muchos otros países, como la India, China y los Estados Unidos.

Desde que el auge de las materias primas llegó a su fin en 2009, las tasas de crecimiento han sido sustancialmente inferiores: un promedio del 0,64% per cápita anual desde 2010. Con un crecimiento limitado, el espacio para el aumento del salario mínimo también ha disminuido. La pobreza y la desigualdad han dejado de disminuir en muchos países y, en algunos, incluso han empezado a aumentar.

Un pesimista podría inclinarse a estar de acuerdo con el famoso dicho de William Faulkner de que “el pasado nunca está muerto, ni siquiera es pasado”, tanto en el caso de los individuos como en el de los países, incluidos los de nuestra región. Sin embargo, hay dos fuerzas que, al menos parcialmente, frenan el retroceso de las conquistas sociales. La expansión de la educación, aunque se ha centrado en el acceso y a menudo ha descuidado la calidad, continúa. Y, debido a que el desempleo sigue relativamente bajo en muchos países, los salarios mínimos y la rigidez de los salarios a la baja protegen parcialmente los salarios de los trabajadores no calificados.

Eso no significa que podamos ser complacientes. No olvidemos que, a pesar de los recientes avances, América Latina sigue siendo muy desigual. La agenda del crecimiento inclusivo tiene que proteger lo que se ha logrado e impulsar la actividad económica para reducir aún más la desigualdad. Para ello, esta agenda debería bascular sobre tres pilares: (i) acceso a programas que aseguren que los niños pobres, y los niños marginados de otras maneras, no comiencen la escuela ya en desventaja, (ii) la provisión de educación de alta calidad a los niños, y habilidades técnicas a los jóvenes, para que puedan tener éxito y ser productivos en el mercado laboral, y (iii) reformas del mercado laboral y de productos para crear un mercado laboral que funcione eficientemente, cree puestos de trabajo, recompense las destrezas y provea de empleos de alta calidad a todos.

Como ha demostrado en su pasado más reciente, América Latina puede lograr un crecimiento inclusivo. El crecimiento y la inclusión no son objetivos contrapuestos, sino que se refuerzan mutuamente, y mientras la región mantenga sus prioridades en orden, podrá seguir avanzando por el camino del progreso.

Segundo autor: Norbert Schady es el Asesor Económico Principal del Sector Social del Banco Interamericano de Desarrollo (BID).

Tercer autor: Joana Silva es economista sénior de la Oficina del Economista Jefe para América Latina y el Caribe del Banco Mundial.  Desde que se incorporó al Banco en 2007 como joven profesional, Joana ha publicado varios libros y artículos sobre una amplia gama de temas relacionados con el desarrollo económico, incluyendo economía laboral, educación y habilidades, redes de seguridad social, pobreza, desigualdad, economía política de reformas económicas, dinámica de empresas y comercio internacional. Durante su estancia en el Banco, fue autora de destacados informes temáticos, dirigió proyectos de préstamos intersectoriales y actividades de asesoramiento, y contribuyó a una serie de estudios analíticos sobre el diseño y la evaluación de los sistemas de bienestar social, los mercados laborales, la economía política, la integración internacional y el clima de inversión. Tiene un doctorado en Economía de la Universidad de Nottingham. Antes de unirse al Banco Mundial, también trabajó para el Centro de Investigación sobre Globalización y Política Económica de la Universidad de Nottingham y el Banco Interamericano de Desarrollo. Domina bien el portugués, el francés, el inglés y el español.

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