La noche del domingo pasado el Presidente dijo que estábamos en guerra, expresión poco feliz pero no del todo impertinente, atendida la barbarie de la que comenzábamos a ser testigos. El martes, por su parte, anunciaba un «pacto social» para atender demandas ciudadanas de larga data. ¿Pasamos entonces del capítulo de la guerra al de la paz?
Todos quisiéramos una paz fecunda y duradera. Lamentablemente, y así nos enseña la historia, no todas las paces son así de generosas. Por lo pronto, no se advierte contraparte válida con quien firmarla. Quizá se requiera un ajuste mayor en el gabinete para ello; tal vez, cuando estas líneas se publiquen, ello ya será noticia. Aún así, me temo que la paz que se busca por medio del «pacto social» incuba fragilidades estructurales.
Resulta inquietante la ausencia en el anuncio presidencial de la inmediata restauración del orden público. Si hay algún clamor de larga data, este es la seguridad ciudadana. Los incendios de 22 estaciones de metro y saqueos de más de 300 supermercados fueron obra del lumpen y la anarquía, coadyuvados lamentablemente por manifestaciones pacíficas que casi invariablemente los precedieron, y que por lo mismo, no por pacíficas, han sido menos responsables de los trágicos desenlaces. Como señaló recientemente un historiador, los cacerolazos en Chile nunca han sido pacíficos. Pero la violencia y la anarquía, si bien pueden ser una novedad para la élite santiaguina, no lo son para el agricultor de La Araucanía, ni para los miles de hogares de las comunas más modestas, que conocen ya desde hace muchos años lo que es vivir en un entorno pleno de riesgos y falto de orden. No hay «pacto social» que valga sin antes extirpar esta lacra, que ahora amenaza con volverse ubicua.
Preocupa también que el «pacto social» descanse sobre ejercicios tecnocráticos de una inocencia casi pueril. Se piensa que las demandas sociales pueden ser apaciguadas con redistribución. Resulta al menos sorprendente que se intente una fórmula que ya no funcionó. La administración pasada atendió las demandas por educación gratuita, favoreciendo con especial énfasis a los estudiantes universitarios. Pero fueron ellos mismos quienes desencadenaron la conmoción social actual. Más conocedor de la naturaleza humana que los tecnócratas parece ser Aristóteles, quien hace más de dos mil años advertía: «La avaricia de los hombres es insaciable: al principio basta con dos óbolos solamente, cuando se acostumbran a ello siguen pidiendo más, hasta el infinito».
Por lo mismo, resulta evidente la disonancia entre las aspiraciones expresadas profusamente estos días y lo que efectivamente se está considerando financiar. Subir la Pensión Básica Solidaria a $132 mil mensuales, que por sí sola cuesta más de US$ 200 millones al presupuesto fiscal, junto al aumento del 20% en el Aporte Previsional Solidario, que cuesta otros tantos, y que con mucho subirá las pensiones inferiores a los $320.000 en algo más de $10.000, tiene muy poco que ver con «mejorar las pensiones», como lo entiende el común de la gente. No sorprende entonces que los senadores opositores más radicalizados, junto a la consabida comparsa, se hayan apresurado a descartar las medidas por insuficientes. No hay que ser muy sagaz para concluir que buscan elevar mucho más la vara, lo que acarrearía un aumento del gasto fiscal, vía déficit o tributos, a niveles incompatibles con la recuperación del crecimiento.
Lo que nos lleva al tema de fondo: la ausencia en el «pacto social» de toda referencia al crecimiento económico. El porcentaje de chilenos que hoy vive bajo la línea de pobreza alcanza a menos del 10%, lo que no tiene comparación con el casi 40% que prevalecía al comienzo de la democracia. Igual cosa ocurre con los salarios reales, hoy más del doble que los que prevalecían en 1990. Millones de chilenos tienen hoy casa propia, que han salido a defender en estos días aciagos con sus propias manos. Esos y otros logros, poco o nada tienen que ver con la política de redistribución, que hoy el «pacto social» abraza como si fuera panacea. El aumento de bienestar ha sido posible no gracias a políticos que dan dádivas en el Congreso, ni al Estado que reparte sinecuras, ni a empresarios que aumentan graciosamente los sueldos de motu proprio , sino al esfuerzo individual de cada chileno, que tuvo oportunidad de progresar en un entorno altamente dinámico, que expandió el empleo, los salarios y el emprendimiento como nunca antes en nuestra historia.
Los casi tres millones ochocientos mil chilenos que eligieron al Presidente, lo hicieron por dos promesas muy concretas: más seguridad y más crecimiento. Sin embargo, hay quienes pretenden obtener hoy, con la mano ajena del disturbio callejero, lo que ayer no lograron en las urnas. Conforme se cierran las opciones, el Presidente enfrentará la trágica disyuntiva de buscar la paz, pero quizá a costa de renunciar a sus promesas. No vaya a ser que renuncie a sus promesas e igual tenga la guerra.