Los economistas ambientales llevamos mucho tiempo proponiendo crear impuestos al carbono. Sería la forma más rápida y eficaz de reducir las emisiones de gases de efecto invernadero producidas por vehículos y plantas eléctricas, y evitar así el calentamiento global catastrófico.
Pero los impuestos al carbono pueden plantear problemas políticos. Como ejemplo reciente, los esfuerzos del gobierno francés por aumentar los impuestos a los combustibles originaron semanas de protestas que dejaron más de 200 heridos y millones de dólares en pérdidas por los destrozos en edificios y el cierre de tiendas.
Un impuesto al carbono alto castiga a los propietarios de tecnologías contaminantes
El problema es que los impuestos al carbono pueden castigar a quienes han invertido en tecnologías contaminantes como pueden ser los vehículos que consumen más gasolina o las centrales eléctricas de carbón. También pueden castigar a quienes carecen de alternativas verdes para ir al trabajo como trenes, buses o metros.
¿Es posible que políticas alternativas, como los incentivos para nuevas inversiones en energía limpia, sean más aceptables políticamente y, por ende, más efectivas en algunos casos? Esta es la pregunta que planteo en un estudio publicado con Julie Rozenberg y Stephane Hallegatte, en el que examinamos las ventajas y desventajas de diferentes políticas climáticas.
Habitualmente, los economistas consideramos los impuestos al carbono como la mejor vía para lograr un futuro sin carbono, entre otras razones porque reducen las emisiones mediante dos mecanismos principales: primero, al igual que otras políticas, fomentan la inversión en infraestructura y equipos no contaminantes como paneles solares, parques eólicos, y vehículos híbridos o eléctricos. Y segundo, al encarecer el uso de equipos contaminantes, desalientan su utilización e incluso pueden incentivar a sus propietarios a deshacerse de ellos antes del fin de su vida útil. Esto genera una reducción rápida de las emisiones, gracias al abandono prematuro o al menor uso de vehículos contaminantes, equipos de baja eficiencia y centrales eléctricas de energía fósil entre otros.
Pero acabar con o reducir el uso de equipos contaminantes significa reducir su valor. Y esa pérdida de valor (usualmente denominada activos abandonados) puede ser percibida como injusta debido a que proviene de un cambio súbito en las reglas del juego. Dicha pérdida, al ser tan evidente y al afectar principalmente a los propietarios de vehículos contaminantes, de viviendas alejadas de los sitios de trabajo y de centrales eléctricas de carbón, puede facilitar a todos estos organizarse en oposición.
Opciones más aceptables políticamente
Otras políticas para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero han sido mucho más populares. Entre ellas:
- incentivos fiscales para la adquisición de vehículos menos contaminantes, como el crédito de impuestos que reciben los estadounidenses cuando compran un vehículo eléctrico;
- mandatos que obligan a las empresas de generación eléctrica a utilizar determinada cantidad de energías renovables;
- normas de eficiencia energética para edificios y vehículos nuevos;
- una prohibición del uso de bombillas incandescentes.
El denominador común de estas medidas es que crean incentivos para invertir en activos y equipos menos contaminantes sin perjudicar los activos que la gente tenía antes de la implementación de la política.
El problema es que estas políticas, aunque sean más populares, son menos efectivas en la reducción a corto plazo de las emisiones de gases de efecto invernadero. Nuestro estudio demuestra que utilizar solamente instrumentos orientados a la inversión hace que los objetivos climáticos ambiciosos resulten inalcanzables. Si la meta es alcanzar los objetivos del Acuerdo de París, es muy probable que se requiera abandonar algunos activos contaminantes: ya sabemos que limitar el calentamiento global a 1,5°C o 2°C no puede lograrse sin la eliminación de una quinta parte de las centrales eléctricas de carbón, petróleo y gas, antes del final de su vida útil.
No obstante, quizá tengamos que empezar con algo menos ambicioso en algunos casos. Está claro que no podemos renunciar a la implementación de impuestos al carbono, cuando sea posible, siempre y cuando lo hagamos de manera socialmente aceptable. Pero en casos donde resulte imposible, tal vez convenga explorar la segunda mejor opción, y no esperar a que nuestra favorita se vuelva políticamente factible.
Reducir las emisiones a la espera de la aceptación del impuesto al carbono
No podemos darnos el lujo de esperar 10 años más hasta que los impuestos al carbono tengan mayor aceptación. Cada año que pasa sin incentivos para las inversiones verdes genera un mayor número de vehículos y edificios de escasa eficiencia energética y plantas de energía con combustibles fósiles; condenándonos a seguir con altas emisiones y haciendo más difícil la economía política de nuestros objetivos climáticos.
En lugar de ello, debemos aplicar todas las medidas costo-efectivas disponibles para influir en los modelos de inversión a través de subsidios, regulaciones e incentivos tributarios que desincentiven la inversión en activos contaminantes. De la misma manera, debemos empezar a organizar el paulatino retiro o reconversión de los activos contaminantes existentes, en consultación con las partes interesadas para asegurar una transición justa. A medida que la economía vira hacia activos y tecnologías más verdes, la implementación de impuestos al carbono podría resultar más fácil.
La solución que nos parece más evidente cómo economistas no es siempre la más fácil de implementar. Quizás debamos explorar más soluciones políticamente aceptables que permitan encarrilarnos en una trayectoria de cero emisiones netas.