De un tiempo a esta parte, nuestro régimen de asignación y explotación de los bienes nacionales de uso público se encuentra bajo creciente tensión. No son grandes grietas aún pero, pretender que está todo claro es una jugada peligrosa. Parece mejor enfrentar el asunto.
Los bienes de uso público, en principio, nos pertenecen a todos y de manera conjunta. Incluyen el agua que corre por la superficie y bajo tierra; las riquezas mineras bajo los suelos; los peces que nadan en nuestros mares; el espectro radioeléctrico por donde viaja la información que alimenta nuestros celulares; las orillas de playas y lagos, entre otros.
Uno de los problemas respecto de estos bienes es que no tenemos un marco conceptual preciso, ni menos aún consenso, sobre cómo asignarlos. Heredamos regímenes para algunos de estos bienes que se han prestado para algunos abusos o que muchos perciben injustos. Enfrentado a casos específicos, el Gobierno ha reaccionado de diversas maneras. Por otro lado, en el Congreso, este tema despierta pasiones que dificultan un debate constructivo y racional.
Si hace algunos años alguien preguntaba cuál es y será el régimen de propiedad y explotación de estos bienes, la respuesta era más o menos clara. Hoy, las certezas se han desdibujado y es fundamental recuperarlas. O, al menos, avanzar en un marco conceptual, preferiblemente construido en comunidad.
El costo de “hacerse el sueco”
Es tentador eludir esta discusión. Mal que mal, se arriesga a abrir una caja de pandora. Mejor aguantar y, en el peor de los casos, adaptar el régimen respectivo, caso a caso.
Esta táctica, sin embargo, tiene tres falencias.
Primero, los cambios ya están sucediendo, sin un norte claro.
Segundo, a medida que las presiones y dificultades se acumulan, resulta más difícil alcanzar buenas soluciones. Es una lección que dejó el sistema de financiamiento de la educación superior. Si se hubiera implementado a tiempo un buen sistema de crédito contingente al ingreso, probablemente no se habría llegado a la gratuidad.
Tercero, la percepción de riesgos futuros tiene efectos hoy. La incertidumbre obliga a imaginar todo tipo de escenarios. La mera posibilidad de que éstos sean desfavorables eleva la rentabilidad esperada que se le exige a los proyectos (el llamado premio por riesgo), lo que disminuye la inversión.
Para ilustrarlo, un ejemplo simple: un inversionista evalúa en un proyecto que dura 30 años. Evidentemente, le interesa, y mucho, saber qué pasará, digamos, en 10 años más. Supongamos que dicho proyecto es (prácticamente) seguro y entregará una rentabilidad de UF + 5% anual. Pues bien, si hay 10% de probabilidad de que las ganancias caigan a la mitad entre los años 11 y 30, al proyecto se le exigirá ahora una rentabilidad de, al menos, UF + 7,5% anual.
Lamentablemente, el premio por riesgo exigido para hacer proyectos en nuestro país ha aumentado en los últimos años, especialmente aquellos ligados a bienes nacionales de uso público.
El confuso caso a caso
El Gobierno ha debido enfrentar varias controversias alrededor de estos bienes. Las está navegando, pero con una aproximación que arriesga pan para hoy y hambre mañana.
Decidió apoyar cambios a la ley de pesca y terminar con cuotas con vida indefinida para el acceso a este recurso. Los que quieran explotar pesquerías deberán participar en licitaciones cada cierto número de años.
Poco ha importado que, en pesca, los sistemas de licitación sean un marco inusual en los países OCDE. Tampoco, que la industria ya paga patentes bastante elevadas. Y, menos aún, que las empresas entendieron (¿erróneamente?) que en la reforma previa las cuotas asignadas serían permanentes.
El Gobierno también conminó a algunas empresas de telecomunicaciones a “devolver” parte del espectro previamente entregado en concesión (porque no se usaba y era necesario para implementar nuevas tecnologías). Las empresas alegaron, incluso fueron a la Corte Suprema, pero terminaron sin “su espectro”.
Simultáneamente, se decidió retrotraer la idea que avanzó en el Gobierno anterior de otorgar nuevos derechos de agua a plazos definidos y caducarlos en caso de no uso. El ministro de OO.PP. dijo que para garantizar un buen uso, los derechos de agua deben ser indefinidos (aunque no perpetuos, en una distinción algo fina). De paso, opinó que no le parecía que la escasez de agua esté amenazando el consumo humano, mientras la ministra de medio ambiente, con el pelo mojado, nos invitaba a ducharnos sólo 3 minutos.
En el área minera, la Comisión para la Productividad propuso que los permisos de exploración minera se otorgaran por un plazo y caducaran si no se utilizaban. Habrían permisos que se piden con un fin más especulativo que productivo, limitando la exploración.
O sea, en algunos casos sí hay asignaciones para siempre, en otros no, y en otros más o menos. Vaya confusión.
Por cierto, el Gobierno anterior también tuvo problemas con el código de aguas. La idea de caducar derechos por no uso es conceptualmente interesante (se puede pensar como un impuesto elevado en caso de acaparamiento), pero es difícil de implementar. ¿Cómo y quién decide cuándo hay uso? ¿Cómo se cuida la certeza jurídica?
Populismo y reglas
La situación en el Congreso es aún más delicada.
En el caso de la pesca, la moción de diputados del PC de “anular” la llamada ley Longueira sigue avanzado, incluso con algunos votos oficialistas. Se argumenta que sería una ley que merece desaparecer.
Poco importa que el concepto de anular una ley no exista dentro de nuestro orden constitucional. Es comprensible la preocupación de algunos acerca de cómo se implementaría algo así, pues parece imposible. Todo indica que esto le dará trabajo al Tribunal Constitucional.
El proyecto de ley para el cuidado de los glaciares está pendiente en el Congreso y podría convertirse en una fuerte restricción para la minería. Hay glaciares que merecen un esfuerzo superior de conservación, pero las visiones extremas nos dejan simultáneamente con parálisis (no se avanza a un mínimo de protección) y riesgo (eventualmente tendremos una ley durísima).
Hay también, de parte del sistema político, la tentación recurrente de usar la asignación de estos bienes de uso público como política social. Sucedió con la jibia, y está detrás de algunas de las posiciones que buscan cambiar las normativas de pesca y de aguas.
¿Y el litio? Algunos sueñan que sea el Estado el único que pueda explotarlo para así transformar el norte chileno en una especie de Tesla. Mientras tanto, Australia avanza como potencia en su producción gracias a la explotación privada (y aprovecha buenos royalties).
¿Qué hacer?
El problema es de alta complejidad, sin embargo, ello no nos debe llevar a la inmovilidad.
Sería fructífero iniciar un diálogo franco, primero, quizás, a nivel de universidades y centros de investigación, pero patrocinado por el ejecutivo y legislativo, para construir una visión compartida de cómo debería ser la gobernanza, asignación y explotación de estos bienes.
Se podría partir por acordar algunos principios. Cualquier régimen debería compatibilizar tres objetivos centrales: (i) garantizar su sostenibilidad si el recurso es renovable, además de algunas priorizaciones esenciales de uso; (ii) favorecer la eficiencia en la asignación y uso de los recursos (es decir, que se utilicen en las actividades que produzcan mayor valor económico); y (iii) lograr que parte relevante de las rentas económicas asociadas, cuando existan, puedan ser capturadas por el Estado.
Habrá que reconocer que algunos de los regímenes imperantes son inusualmente garantistas para al primero que pidió la explotación del bien respectivo (incluso si no lo usa). Cuando se discute sobre ellos, no pocos llegan al extremo de asimilar estos bienes a simples bienes privados.
Sin duda, hay que considerar que un cambio de régimen tiene costos transicionales elevados, quizás inabordables. Es necesario conocerlos.
Además, habrá que convencer a algunos que hay mejores herramientas para hacer política social que cambiar los regímenes de asignación y explotación. También, que hay valor en el concepto de confianza legítima en la relación entre privados y el Estado. O que es debatible que el régimen de herencia de estos bienes sea como el de cualquier bien privado.
En conclusión, es imprescindible discutir y ponerse de acuerdo. El régimen que regula los bienes nacionales de uso público ha exhibido sus fisuras y, de seguir ignorándolas, puede terminar transformándose en grandes grietas.