Existen políticas públicas, como la Ley de Etiquetado de Alimentos, que tienen un objetivo loable, pero carecen de mecanismos para determinar si su implementación cumple con dichos objetivos. Como veremos, es indispensable establecer una institucionalidad capaz de evaluar la efectividad de las políticas y maneras de perfeccionarlas.
Hace unos días, el presidente de Carozzi, Gonzalo Bofill, y el senador Guido Girardi tuvieron un intenso intercambio a propósito de la efectividad que cada uno atribuía a la Ley de Etiquetado de Alimentos. Bofill decía que no es efectiva; Girardi, que sí lo es. ¿Quién tiene la razón?
Dado que los argumentos y datos que han entregado parecen insuficientes para adoptar una conclusión definitiva, sorprende la seguridad con que las partes han tomado posición.
La controversia, en todo caso, es una oportunidad para revisar algunos temas detrás de esta ley; examinar las evaluaciones existentes; y pensar en el diseño institucional para tener mejores políticas públicas.
La política de «sellos»
Hay una tendencia mundial de aumento del sobrepeso. Chile, entre los países OCDE, tiene una proporción de personas con sobrepeso que alarma. Es un problema de salud grave. Aumenta la probabilidad de una serie de enfermedades, como complicaciones cardiovasculares, diabetes tipo 2, artrosis y algunos cánceres.
Además, el consumo excesivo de ciertos componentes, como el azúcar, el sodio y las grasas, afecta negativamente la salud a través de diferentes canales.
Puesto que cambiar hábitos y quebrar la tendencia mundial de las últimas tres décadas al aumento de peso no ha sido fácil, es imprescindible usar nuevos instrumentos para intentarlo.
Por cierto, no es suficiente justificación para intervenir si las personas escogen un modo de vida distinto de algún estándar. Especialmente si lo hacen libremente, de manera informada y no afectan al resto.
Pero hay dudas razonables sobre cuán informadas son esas decisiones. Y, más importante, malas decisiones en este ámbito no solo tienen consecuencias privadas (el sufrimiento individual), sino que también colectivas. Especialmente importante es el gasto en salud que genera y que todos pagamos.
Dado lo anterior, el objetivo que se busca con los «sellos» es valioso y deseable.
¿Pero es el diseño legislado el más adecuado? Las discusiones se han centrado sobre si es mejor aplicar sellos por el gramaje del alimento (la cantidad que tiene de cierto ingrediente o energía por 100 gramos) o por porción «normal».
Los proponentes del primer sistema desconfían que los productores no vayan a adaptar las porciones para saltarse la regulación. Los proponentes del segundo argumentan que la información sobre el gramaje es confusa e incluso contraproducente al incentivar formatos más grandes. Ambos puntos merecen más análisis.
Sin embargo, hay otros dos asuntos que me parecen, incluso, más relevantes.
Primero, llama la atención que se apliquen los sellos a un porcentaje relativamente bajo de los alimentos: solo aquellos procesados envasados. Sería interesante haber sabido, previo a su implementación, qué porcentaje de las calorías consumidas cubre esta medida.
Es extraño que productos primarios como la sal, el azúcar y el aceite no tengan sello. Lo mismo con la compra de alimentos procesados en un restaurante o en el carro de comida de la esquina. Como si las calorías y grasas que tienen una dobladita o una hamburguesa no importaran.
De hecho, calculo (rudimentariamente) que un 30% del gasto de la canasta del IPC corresponde a productos potencialmente más dañinos que muchos de los alimentos candidatos a sello (que representan 20% del gasto).
Segundo, sería una gran contradicción si los sellos desplazaran el consumo hacia alimentos aún menos saludables. Esto no es una curiosidad teórica. No vaya ser que por evitar barritas de cereal terminemos comiendo más sopaipillas.
Evidencia
La evidencia sobre los efectos de los sellos es, por ahora, limitada.
El argumento de Bofill, de que no servirían porque el peso de la población aumentó después de la implementación de los sellos, no es concluyente. No sabemos qué habría pasado sin sellos. Se necesita una evaluación sistemática.
El argumento de Girardi es que existen evaluaciones serias, realizadas por el INTA, la U. de Carolina del Norte y la Diego Portales en un equipo multidisciplinario, que arrojan resultados promisorios. El Colegio Médico lo apoyó.
No fue fácil dar con la evaluación. El INTA informó de su existencia en su página web durante el debate, pero no la publicó. Más importante, su comunicado es más bien sobrio: «Estos resultados sugieren que la Ley de Etiquetado se ha asociado con cambios en los ambientes alimentarios…». La palabra «sugerir» revela sensatez.
La evaluación fue presentada en una conferencia sobre el tema (buceando descubrí algunos videos, pero no se entiende mucho) y aún no es una publicación académicamente validada. Sin embargo, en el reporte que se le dio a uno de sus financistas (IDRC de Canadá) se da cuenta de varios resultados cualitativos y otros avances.
El trabajo identifica la disminución de compras de bebestibles con azúcar y de cereales de desayuno, además de la menor exposición de los niños a cierta publicidad (lo de las bebidas, sin embargo, podría obedecer al gradual efecto del impuesto al azúcar).
Adicionalmente, verifica que en muchos casos se han modificado los ingredientes para evitar los sellos, lo que es un logro muy positivo. Eso sí, tampoco sabemos si los nuevos ingredientes son o no problemáticos. Algunos endulzantes pueden serlo.
En paralelo, existe un equipo de la U. de Chile y PUC estudiando el tema. A partir de millones de registros de compra gracias a los códigos de barra y aprovechando que la introducción de los sellos fue gradual, encuentran cambios significativos en compras de cereales para el desayuno y jugos. La compra de chocolates, dulces y galletas, en cambio, no habría variado. Concluyen que las etiquetas ayudan cuando entregan información nueva (¿alguien duda de que los chocolates engordan?).
También hay un equipo de economistas jóvenes en la U. de Stanford y de Berkeley analizando los efectos de los sellos a partir de datos de compras individuales. Encuentran resultados parecidos al anterior, especialmente una baja en compras de cereales.
Combinados, estos trabajos dan cuenta de una reducción de ciertas compras. Ahora bien, la pregunta crucial es si acaso la sustitución es hacia productos más saludables o no. Como dijimos, sería un fracaso si se sustituyeran los cereales con leche por una hallulla con mantequilla y queso. No hay informes sobre esto aún.
¿Quién evalúa las políticas públicas?
Este debate desnuda debilidades institucionales que podemos transformar en oportunidades.
El primer desafío es cómo y cuándo evaluar si una ley funciona. Para esto, el ideal sería que, durante el proceso de discusión y aprobación de una ley, los participantes acuerden explícitamente sus objetivos y, de ser posible, las medidas para evaluar su éxito, aunque sea por mayoría (esta idea se la escuché por primera vez a Miguel Nussbaum, profesor de la UC.)
Esta reflexión ex ante permitiría además (i) determinar el horizonte relevante sobre el cual evaluar, y (ii) avanzar en diseños, como una implementación gradual o diferenciada geográficamente, y un sistema de recolección de datos, que permitan tener evaluaciones contundentes.
El segundo desafío es quién evalúa la calidad de las políticas públicas. Desde hace algún tiempo se ha pensado que es una agencia pública la que debiera liderar este esfuerzo, separadamente del que hace la Dirección de Presupuestos. Su diseño debe combinar independencia, excelencia, pertinencia e influencia, elementos que, revela la evidencia internacional, a veces chocan entre sí.
La tercera falencia es que nuestras leyes y programas, una vez aprobados, tienen vida propia y son muy difíciles de cambiar. Para qué decir reducirlos o eliminarlos. La experiencia internacional sugiere que diseñar leyes y programas con una vida finita obliga a un alto en el camino para una sana y productiva discusión, iluminada por evaluaciones robustas.
Lograr estos tres cambios nos permitirá en el futuro celebrar los resultados de buenas políticas públicas y no solo sus intenciones.