Hace más o menos veinte años, un querido profesor una vez me dijo que el tipo de cambio de equilibrio era el que surgía en ausencia de intervención. Por algún motivo, esta fe en los equilibrios económicos elementales es cuestionada en la práctica: ante la presión, todos intervienen.[1]
Una razón por la que la intervención cambiaria es criticada en teoría y aceptada en la práctica es porque el objeto de la intervención –la moneda de reserva (por lo general, el dólar)– es (al menos) de 4 cosas.
- Hablamos del dólar como unidad de cuenta en la que denominamos precios y salarios. Este es el sentido de la “dolarización real”, íntimamente ligada al uso del dólar como medio de pago. Por la misma razón, es la definición relevante cuando pensamos en la política monetaria: si no hay demanda de pesos para transacciones, cualquier cantidad de dinero es excesiva y genera inflación.
- Hablamos del dólar como precio relativo entre nuestros bienes y servicios y los del extranjero. Este es el sentido del tipo de cambio, que se relaciona con la competitividad precio de nuestra producción y nos lleva a pensar en términos de atraso cambiario o dólar alto. La métrica relevante en este caso es el balance comercial (que a su vez impacta en la cuenta corriente): un dólar atrasado genera un déficit comercial que se traduce en una escasez de dólares (o en deuda externa que a la larga se traduce en escasez de dólares). Este fue el guion de las crisis de cuenta corriente de los años de Bretton Woods, con fijación al dólar y control de capitales.[2]
- Hablamos del dólar como reserva de valor, activo financiero. Es en este sentido que hablamos de dolarización financiera o de cartera. Su métrica es la cuenta de capital: un cambio en la percepción de riesgo o una caída en el diferencial de tasas en pesos y en dólares detona una salida de capitales, o un frenazo (sudden stop) de flujos del exterior, que pueden derivar en una crisis financiera independiente de consideraciones reales.[3]
Digresión
La distinción entre el 2) y 3) ayuda a entender la naturaleza de las crisis. Desde los 90, casi todas fueron financieras, asociadas a un descalce cambiario fruto de la dolarización de ahorros. Y si las crisis de cuenta corriente van por la escalera, las financieras van por ascensor: la velocidad y masividad de las crisis financieras hicieron obsoleto el menú clásico del FMI, y forzaron al organismo a ofrecer paquetes más grandes, con condicionalidades más simples y con desembolsos más rápidos –y a los gobiernos a acumular reservas precautorias.
La distinción entre 1) y 3) ayuda a entender las consecuencias de la dolarización. La mayoría de las economías dolarizadas de facto transan en moneda doméstica y ahorran en moneda extranjera. Por ejemplo, el argentino tiene pesos en el bolsillo y en la cuenta sueldo, y dólares en el banco o en el colchón. De ahí que se evitara la hiperinflación con dolarización espontánea pronosticada por algunos expertos a principios de 2002: cuando los ahorros pesificados encerrados en el corralito terminaron de redolarizarse, la demanda transaccional de pesos posibilitó una política monetaria que llevó a la inflación a 5% anual a fin de 2002.[4]
El dólar como ancla
- Por último, hablamos del dólar como ancla cambiaria. En países con recurrentes fracasos anti inflacionarios, las variaciones del tipo de cambio de trasladan a los precios no sólo a través de los costos, sino también de las expectativas –en una suerte de dolarización real moderada. Entonces, a falta de una meta inflacionaria, se recurre a una meta cambiaria: conteniendo la depreciación del dólar (e incluso anunciándolo) se aspira a deprimir las expectativas de inflación.
Los países europeos fracasaron dos veces, en los 80 y en los 90, en anclar sus monedas al marco alemán, para finalmente adoptar un avatar del marco alemán (el euro) como moneda nacional. Las economías latinoamericanas hicieron lo propio con el dólar en sucesivas tablitas para, finalmente, ante la imposibilidad de una unión monetaria con los Estados Unidos, cortar el cordón y aprender a flotar con salvaguardas.[5] En este régimen de metas de inflación 2.0 para emergentes, una tasa de interés alta actúa sobre la inflación no sólo enfriando la economía, sino también haciendo al peso transitoriamente atractivo para el inversor especulativo, lo que atrasa transitoriamente el tipo de cambio y reduce transitoriamente la inflación.
Por varias razones, la Argentina nunca terminó de graduarse a este régimen mixto: aún en tiempos tranquilos, las metas no convencen, la tasa real debe subir más de la cuenta y su efecto está desproporcionadamente atado a la evolución del dólar. Paradójicamente, al subordinar el tipo de cambio real a las necesidades nominales, el abuso del ancla exacerba la amplitud de los ciclos cambiarios, con efecto opuestos al deseado: más volatilidad nominal, más indexación al dólar (por la mayor volatilidad nominal) y más dolarización financiera (si el dólar sube cuando la actividad baja, cuánto más amplio el ciclo, mayores los beneficios de cobertura del dólar).
¿Caro o barato?
Lo anterior sugiere que la respuesta a la pregunta sobre el equilibrio depende tanto de cómo medimos este equilibrio como de cuál de los cuatro sentidos del dólar tenemos en mente.
El equilibrio de la dolarización real tiene que ver con la velocidad del dólar o, más precisamente, con la inflación: una depreciación acelerada alimenta, a través del traslado o de las expectativas, una indexación al dólar que potencia la inercia nominal.[6]
Dicen que Carlos Díaz Alejandro alguna vez dijo que el atraso cambiario era como una jirafa, difícil de definir en palabras, pero fácilmente reconocible a la vista.[7] Díaz Alejandro se refería al (des)equilibrio del tipo de cambio como precio relativo. ¿Cómo identificamos este desequilibrio? Por ejemplo, por un déficit sostenido del balance comercial o por la invasión argentina de playas extranjeras o por la cola de autos para cruzar a Chile.
Detrás de esta idea de equilibrio está la restricción externa: para crecer necesitamos importar y, si crecemos sin exportar, generamos un déficit financiado con deuda que con el tiempo termina en un ajuste de importaciones, es decir, una recesión. (Cierto: hay países a los que el mundo les financia el déficit por décadas; no es nuestro caso.)
De lo anterior surge que el tipo de cambio de equilibrio real es el que nos hace exportar lo suficiente para crecer eludiendo la restricción externa. Este debate excede los confines de esta pieza, por lo que me limito a precisar dos puntos. Punto uno: si generar nuevas exportaciones requiere un tiempo de maduración (desarrollo de productos, prácticas y know how exportador), no sirve tener un dólar super alto hoy (ganancia para los que ya exportan), sino tener la expectativa de un tipo de cambio real razonable (que oscile en un rango tal que, inversión mediante, el productor nacional pueda competir en mercados externos) en el futuro; digamos, por los próximos diez años. Punto dos: el abuso del ancla cambiaria, al generar ciclos de lenta apreciación-rápida depreciación-lenta apreciación, induce el efecto contrario: inhibe la vocación exportadora, tensa la restricción externa y, en última instancia, contribuye a nuestro volátil estancamiento.
El tipo de cambio de equilibrio financiero es aún más inefable: que una encuesta pública (por ejemplo, la del banco central) estime que el dólar no seguirá subiendo no implica que un inversor atomizado se anime a ser el primero en vender. Naturalmente, si dejamos el mercado a merced de sí mismo, eventualmente la depreciación será tan alta que aparecerán vendedores. Pero, en la medida que alimenta la dolarización real, esta sobrerreacción no es inocua: no sólo eleva la inflación y la inercia inflacionaria; también contamina al tipo de cambio nominal de equilibrio, ya que, a igual tipo de cambio real de equilibrio, más traslado equivale a más depreciación nominal.[8]
La dificultad de definir el equilibrio entre el tipo de cambio real y financiero está bien ilustrada en un trabajo del FMI que explica el enfoque del organismo para calcular los tipos de cambio de equilibrio de sus miembros (un cálculo políticamente delicado y por lo tanto secreto, pero que seguramente sirvió de insumo para la elaboración del programa argentino). Allí, distinguen determinantes fundamentales locales (productividad) y globales (términos de intercambio), y determinantes no fundamentales asociados al equilibrio financiero (diferencial de tasas). En otras palabras, asumen una definición del equilibrio que es una mezcla de equilibrios para dar cuenta de que a veces el tipo de cambio obedece a un sentido y a veces al otro.[9]
Dólar libre
A principios de este mes un colega comentaba que hoy el tipo de cambio de equilibrio es 40 pero podría ser 25 “si todo sale bien”. ¿En qué equilibrio pensaba? ¿En el real, que incorpora la maduración de las exportaciones y las aspiraciones de crecimiento (y del crecimiento de las importaciones)? ¿En el financiero, dominado por los vaivenes del carry trade y por la tentación del ancla nominal? Otro colega, en la misma charla, se preguntaba: ¿Tiene sentido someter al mundo productivo y a los salarios a semejante volatilidad conceptual? Es imposible poner el tipo de cambio real donde lo queremos en cada momento. Pero entre eso y que sea la variable residual del éxito de la Reserva Federal o del fracaso del banco central hay un ancho intervalo de políticas.
Podríamos decir que un dólar a 40 pesos es hoy suficiente como equilibrio real (es decir, el déficit comercial debería revertirse y el tipo de cambio real incluso podría bajar un poco) pero no necesariamente como equilibrio financiero, siempre más fluido.
También podríamos decir que, si el objetivo es crecer de manera sostenida, conviene tomarse en serio la flotación del tipo de cambio como precio relativo, liberándolo tanto de sus motores financieros –mediante la intervención anticíclica insinuada en la nueva regla cambiaria– como de su rol de ancla nominal –sustituyéndolo por otra ancla, tal vez más débil, y aceptando una reducción más lenta (y más sostenible) de la inflación, para evitar el búmeran del atraso cambiario.
[1] Esto incluye intervenciones ante la apreciación del Banco de Suiza en la crisis europea, o de la Reserva Federal a través de sus swaps de monedas con bancos centrales durante la crisis financiera global, y ante la depreciación de casi todos los países (por ejemplo, Australia).
[2] De ahí, la misión original del FMI como garante del esquema de Bretton Woods: ofrecer un puente de dólares a condición de resolver con un ajuste estructural la restricción externa que no se podía acomodar con una simple devaluación real. Y la naturaleza lenta y contingente de los desembolsos de los programas tradicionales.
[3] Por ejemplo, en junio 2013, la primera mención de la Reserva Federal a la palabra “tapering” (la anticipación del efecto de una eventual reducción en septiembre del estímulo monetario) causó una devaluación del 3% en el real brasilero en el curso de las dos horas siguientes. Tras la comunicación de la Fed de septiembre 2013, cuando la esperada reducción no se materializó, el real se apreció 3% en el curso de las dos horas siguientes.
[4] De ahí también la diferencia entre la caja de conversión (convertibilidad) y la dolarización oficial: a diferencia de la primera, la dolarización oficial reemplaza la demanda de pesos transaccionales por dólares, en un movimiento difícil de revertir voluntariamente. En este post decimos los mismo, más largo. Este trabajo ofrece una presentación más académica de las variedades y causas de la dolarización. En relación a la confusión entre la salida de la convertibilidad y la desdolarización de jure en el marco de la crisis europea, está algo más desarrollado acá.
[5] También incidieron en este cambio de paradigma el fracaso de la convertibilidad argentina, la creciente reputación del banco central, y un esfuerzo de desdolarización financiera de la deuda que redujo el miedo a flotar.
[6] La relación entre inflación y la dolarización real fue el foco de los primeros estudios sobre el tema (por ejemplo, éste o éste).
[7] Las misma fuentes acotan que se trataría de la paráfrasis de una famosa cita de un fallo de la Corte Suprema de los EEUU sobre la pornografía.
[8] Como contamos acá, a principios de 2002, en la primera reunión en el Banco Central de Anoop Singh, flamante jefe del Departamento de Hemisferio Occidental del FMI, recomendó cuidar las reservas y flotar “como Indonesia” (donde Singh había liderado el programa) un par de años atrás. En cambio, se decidió intervenir para ralentar la corrección cambiaria, a paridades de 1,40 a 4 pesos a lo largo de cuatro meses, en un proceso deliberadamente lento para no alimentar, precisamente, la dolarización real, muy baja después de 10 años de baja inflación. ¿Cuánto de la depreciación se habría trasladado a precios si se hubiera seguido la recomendación del FMI? ¿Dónde se habría estabilizado el dólar en un escenario de flotación plena en el contexto de una corrida financiera?
[9] El FMI distingue el equilibrio financiero de corto plazo y el real de mediano, y usa una estimación de la tendencia de mediano plazo de los términos de intercambio, para evitar que el equilibrio varía diariamente con el precio de los bienes primarios.