¿Por qué nos odian tanto?

En Chile, un enorme número de personas detesta a los economistas. Nos encuentran arrogantes y engreídos, pesados y distantes, pedestres y materialistas; dicen que no tenemos corazón.

La reacción al viaje del ministro Felipe Larraín a Harvard refleja esta animadversión.

Hay quienes aborrecen a los «Chicago boys». Los culpan de todos los males: de las pensiones bajas, del derrumbe de los puentes y de los tacos durante los fines de semana largos. Incluso, se dijo que la ausencia de Chile en el mundial de fútbol es producto de la comercialización del deporte, cuestión que les achacan a los economistas.

Pero este rechazo no está confinado a las personas de izquierda. Un joven columnista de derecha ha atacado al think tank Libertad y Desarrollo por ser excesivamente «economicista». Los neoconservadores creen que la preeminencia del pensamiento económico ha castrado a la derecha y no le ha permitido tener un desarrollo doctrinario sano. Estos jóvenes comentaristas nos dicen que las preocupaciones por los costos de oportunidad, tasas de retorno, y progreso, han limitado el pensamiento de derecha. Demasiada economía y no suficiente énfasis en los temas sociales duros que debieran preocupar a los buenos católicos.

No hay que ser un genio, ni dedicarle muchas horas al análisis para concluir que, en general, los economistas chilenos han pecado -y continúan pecando- de una gran arrogancia.

Esto no siempre fue así. Antes de la dictadura los economistas eran, en su gran mayoría, profesionales serios y bastante humildes, sin alardes de grandeza, ni mayores ambiciones de poder. De hecho, hasta el año 1970 muy pocos economistas profesionales habían tenido un rol destacado en la conducción política o económica del país. En general, no eran nombrados ministros de Hacienda o de Economía, o presidentes del Banco Central (desde luego hubo excepciones, como Luis Escobar Cerda, Sergio Molina y Carlos Massad).

La arrogancia de los economistas nació con Pinochet. Fue él quien dotó a un grupo de ellos de un poder enorme, y les permitió actuar sin dar explicaciones al público. Esto ha generado una situación paradójica, donde, por un lado, la población aprecia el gran progreso económico y social del país, y por otro critica el comportamiento de quienes, en gran medida, contribuyeron a crear las bases de ese progreso.

Hay una falta de entendimiento de parte del público sobre los principios conceptuales de la economía, sobre su alcance como disciplina, y sobre lo que ella puede lograr. Esta falta de comprensión ha sido magnificada por el hecho de que los economistas han realizado mínimos esfuerzos porque sus ideas sean comprendidas por la población en general. Al contrario, la mayoría insiste en hablar en difícil, y en un tono que implica que quienes no los entienden no tienen una capacidad intelectual adecuada.

Quizás lo más importante sobre la economía es que es una ciencia social, y como tal es imprecisa. Pero pareciera que muchos economistas no lo quieren aceptar. Con el uso excesivo de matemáticas y de modelos estadísticos han querido dar la sensación de que se trata de una disciplina similar a la física u otras ciencias duras.

Nada más lejos de la realidad.

Mucha gente piensa, erróneamente, que economistas con distinta posición política usan enfoques diferentes. Este mito habitualmente se manifiesta en la creencia de que hay distintas «escuelas» de economía. Eso no es efectivo en el siglo XXI. Hoy en día todos los economistas, independientemente de su inclinación política, usan el mismo aparato conceptual y el mismo lenguaje. Lo que los diferencia no está relacionado a las herramientas o marco analítico; tiene que ver con cuánta confianza tienen en el funcionamiento de las instituciones y los mercados, y cuán rápido creen que las personas responden a cambios en incentivos. (Para abusar de tecnicismos, es un desacuerdo sobre «elasticidades» y «multiplicadores».)

Joe Stiglitz, baluarte del progresismo de izquierda, usa las mismas herramientas y modelos que Robert Lucas, un paladín del mercado (ambos premios Nobel).

A pesar de su reputación «dudosa», y de su arrogancia palmaria, los economistas han contribuido al bienestar de nuestro país. Nombres como los de Edgardo Boeninger, y los presidentes Ricardo Lagos y Sebastián Piñera vienen inmediatamente a la mente. Aunque a algunos les cueste aceptarlo, hoy Chile es mejor gracias a ellos.

Lo que sí es necesario -urgente quizás- es que nuestra profesión demuestre mayor humildad, y que reconozcamos que hay cosas que no sabemos. Hay problemas sobre los que no tenemos respuestas fáciles, problemas cuya solución requiere de un esfuerzo mancomunado que involucre e incluso les dé preeminencia a otras profesiones.

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