Gratuidad

Es difícil saber de dónde surgió la peregrina idea de que los derechos no deben tener costo, pero ya se ha convertido casi en un lugar común en este país. Se nos ha repetido hasta el cansancio que si se nos cobra por algo ya no puede ser considerado un derecho porque ellos, por definición, debieran estar desprovistos de toda contraprestación económica.

La Constitución reconoce derechos sociales en materias como salud, educación y seguridad social. El Pacto de la ONU agrega otros como el derecho a un nivel de vida adecuado, lo que incluye la alimentación, el vestido y la vivienda. Pero nada de lo anterior significa que las personas tengamos derecho a que se nos provea de salud, alimento o vivienda en forma gratuita. La principal consecuencia de considerar estas prestaciones como derechos es otra, es la obligación que asumen los estados de desarrollar políticas públicas que les permitan a todos sus ciudadanos acceder efectivamente a ellos, independientemente de su condición social. No es simplemente porque nuestros estados son pobres que estos bienes no se asignan gratuitamente en forma universal, pues por muy ricos que seamos, siempre nuestras necesidades superarán a nuestros recursos y lo que hoy nos parece superfluo mañana bien puede sernos fundamental.

Es cierto que en materia educacional la situación es algo distinta, desde el momento en que el Estado obliga a todos a cursar la enseñanza escolar. Como ese tipo de educación ya no es una opción para los ciudadanos, es lógico que deba ser provista por el Estado en forma gratuita. Distinta es la situación de la educación superior que, además de no ser obligatoria, apareja mejoras significativas en la posición económica de quienes la cursan. Por ello, en este caso la obligación del Estado se limita a asegurar que nadie sea excluido por motivos puramente económicos. Esto último puede lograrse estableciendo una educación gratuita para los más desfavorecidos o bien sistemas de becas u otro tipo de ayudas estudiantiles. El pacto antes citado reconoce expresamente lo anterior, señalando que la educación primaria debe ser obligatoria y, por ende, gratuita para todos. Para la enseñanza secundaria y superior, que no considera obligatorias, solo dispone la obligación estatal de hacerlas accesibles a todos, señalando que ello debe hacerse sobre la base de la capacidad de cada uno, por cualquier medio apropiado y, en particular, por la implementación progresiva de la enseñanza gratuita, pero siempre bajo un criterio de focalización.

Parece razonable lo anterior puesto que la gratuidad universal de la enseñanza universitaria, además de cara, limita la innovación, pues las universidades y sus programas necesariamente deben pasar a ser controlados centralmente, precisamente para acotar los costos. Más grave aún: es injusta, pues tiende a beneficiar a las personas más pudientes que son las que mayoritariamente acceden a ella.

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