Publicada el domingo 19 de noviembre de 2017
La elección presidencial de hoy día es modesta.
Hace algunas décadas era distinto: se pensaba que en ella se decidía quién tomaría las riendas de la historia. Pero ahora la cosa es otra: la política ha perdido esa aura casi religiosa.
Y quien gane, y también quien pierda, debe tenerlo en consideración.
Nada, pues, de hacer discursos con apelaciones a la historia o a marchas infinitas. Esta noche los candidatos y candidatas no deben olvidar que entre lo sublime y lo ridículo no hay más que un paso.
Sería ridículo, por ejemplo, que Goic explique su mal resultado como un fracaso de la ética; que Artés diga que lo suyo es un pequeño desvío en el guion que las luchas de clases escriben en el tiempo; o que Sánchez presente su resultado como un «triunfo demorado» u otra fórmula semejante, que es como definió G. Greene los fracasos (el único que no padece este peligro es ME-O; pero ME-O no es un político, es un actor, y para un actor la distinción entre lo sublime y lo ridículo no existe).
Así pues, los candidatos no deben olvidar que no hay nada más ridículo que abrazar la historia cuando la historia no está en el escenario.
Y hoy en la noche, en el escenario no estará la historia.
En vez de eso, estará la mirada de millones de personas que se sienten individuos, gentes con un cierto plan de vida, aspiraciones y expectativas entre las que no se cuentan los grandes sueños colectivos. Todo eso, que para quienes echan de menos las grandes gestas puede sonar mediocre o aburrido, es un signo de salud -o, como alguna vez dijo Ortega con una frase espléndida que sin embargo le costó cara, de «indecente salud»- porque, después de todo, cuando la sociedad se moderniza y aumenta el bienestar, que es lo que ha ocurrido en las últimas décadas, el rostro cambiante del futuro, el futuro que dibujan los grandes proyectos y las fantasías ideológicas, más que un consuelo por los malestares del presente parece una amenaza.
Es probable -es casi seguro- que las candidaturas que se alejaron más de la épica de la historia obtendrán más votos y las que se acercaron a ella obtendrán muchos menos, y algunos incluso rozarán la indiferencia.
Y es que la política es no solo el arte de lo posible, casi siempre es también el arte de lo que Isaiah Berlin llama el sentido de la realidad, esa extraña habilidad para conectar un montón de datos que circulan en las calles, en los barrios, en las biografías, que se repiten y que, tejidos, conforman una cierta sensibilidad vital -una cierta opinión pública, la llamaba también Ortega-, que busca reconocimiento y que, cuando el político la atrapa, tiene el triunfo de su lado.
Esa dimensión de la política es hoy día más relevante que nunca.
En efecto, en momentos como los que vive el Chile contemporáneo, la política no tiene que ver solo con el bienestar, con los beneficios tangibles que ella presta u ofrece a las personas (si fuera por eso, el demagogo siempre triunfaría o el gobierno benefactor siempre aseguraría la sucesión), sino sobre todo con la capacidad de la política para brindar reconocimiento a las nuevas formas de vida, los nuevos grupos que van entrando en la escena de la estructura social. A inicios del siglo XX fue el proletariado (y casi hasta 1973 el sistema político fue el trabajoso esfuerzo de mediar entre sus intereses y los de los grupos dominantes, la tarea que cumplió el centro político) y hoy, ya entrado el siglo XXI, son los nuevos grupos medios, el cuello blanco, aquellos cuya sensibilidad y cuyos temores empujan para ser reconocidos.
Por eso, si hay segunda vuelta, el discurso deberá abandonar las críticas globales, derogatorias de las últimas décadas: las últimas décadas de la historia de Chile equivalen a la trayectoria vital de los grupos medios, de manera que derogarlas es derogar a estos últimos.
O, para decirlo de otra forma, los candidatos que ganen (y, si quieren tener futuro, también los que pierdan) no deben olvidar que la noche de hoy será la noche de los cuellos blancos