En medio del interminable debate sobre la corrupción y el descrédito del sistema político colombiano, los resultados de la reciente encuesta de cultura política del DANE han sido recibidos con optimismo en diversos medios. Según la interpretación más benigna, son infundados los temores de que tengamos un presidente populista, puesto que un alto porcentaje de entrevistados se declara de centro, como lo evidencia este gráfico.
Pero hay otra lectura de estos resultados: muy poca gente entiende qué es ser de derecha o de izquierda, y a muchos les tiene sin cuidado. Cuando no se sabe la respuesta a una pregunta numérica, no es extraño escoger el punto medio en la escala (como lo sugiere el achatamiento alrededor del 5) o simplemente no responder (como se comprueba en este gráfico, cuyas barras suman apenas 75.3%).
Puesto que otras encuestas han mostrado en forma contundente que el electorado colombiano está harto con los partidos políticos y con los políticos tradicionales, hay quienes en forma optimista auguran el triunfo de algún candidato de centro y sin partido, como Sergio Fajardo. Y hay quienes explican así la estrategia de recolección de firmas de Vargas Lleras y predicen un giro generalizado de los candidatos hacia plataformas políticas razonables y bien balanceadas.
Descartar el riesgo de populismo sería insensato. Para empezar, ser populista no requiere ser de derecha ni de izquierda, sino declararse al margen de los partidos políticos tradicionales para reclamar el apoyo de las clases marginadas y presentarse como redentor de los humildes. Por supuesto, el populista no busca aliviar el sufrimiento de los pobres, sino aprovechar el respaldo popular para su enriquecimiento y engrandencimiento personal. Que las propuestas y acciones del populista se definan luego como de derecha o de izquierda es bastante insustancial.
Colombia ha sido poco propensa al populismo, posiblemente porque el sistema bipartidista que rigió durante la segunda mitad del siglo pasado lograba imponer disciplina sobre sus candidatos, manejaba con pericia la maquinaria clientelista y evitaba la fragmentación. Pero el sistema político actual es totalmente distinto, y hay un riesgo nada despreciable de que tengamos muy pronto un gobierno populista. De hecho, el gobierno de Uribe 2 viró bastante hacia el populismo, y en varias ciudades hemos tenido alcaldes rotundamente populistas, como Petro.
Hay poderosas razones para se mantengan estas tendencias.
Muy pocos electores están satisfechos con la democracia. Según la misma encuesta del DANE, la mitad de los colombianos está muy insatisfecha con la democracia, mucho más que hace sólo un par de años, como se observa en el siguiente gráfico. Este es terreno fertil para las propuestas simplistas que caracterizan a los populistas, y para el pensamiento mágico que seduce tan fácilmente a los colombianos.
La fragmentación política es caldo de cultivo para el oportunismo. No por casualidad, la insatisfacción con la democracia va de la mano de la fragmentación política. A pocos meses de las elecciones presidenciales del 2018 no hay claridad alguna sobre la lista de candidatos y menos aún sobre sus propuestas de política. Ha desaparecido por completo la disciplina ideológica y programática que imponían a sus candidatos las estructuras partidistas. Sólo el azar decidirá qué temas resultan más atractivos para un electorado apático y desinformado y más destructivos para el opositor que haya que enfrentar en la segunda vuelta. Las nuevas técnicas de manejo de datos de medios sociales como Facebook ayudarán a los candidatos inescrupulosos a sembrar mentiras y a prometerle a cada persona lo que quiere oir, así sea falso o imposible de cumplir. Los asuntos de mayor resonancia e impacto no serán los más relevantes para la adopción de mejores políticas públicas, sino los que mayores pasiones logren desatar, como las cuestiones religiosas y las preferencias sexuales. Para ser un candidato exitoso, el populista moderno no necesita tener una plataforma de propuestas bien definidas ni convincentes, sino una boutique de ilusiones e invenciones para apelar a la ingenuidad y a los prejuicios de cada quien.
La inequidad es alarmante. Aunque Colombia siempre ha sido una sociedad desigual, las brechas de ingreso y riqueza entre el 1% más rico y el 50% más pobre nunca habían sido tan grandes. Mientras que en la mayoría de países latinoamericanos, el crecimiento económico durante el presente siglo se ha traducido en una mejora relativa de los ingresos disponibles de los trabajadores más pobres, en Colombia las familias más ricas han sido las grandes beneficiadas. Aunque la pobreza se ha reducido, los trabajadores de salario mínimo han perdido una quinta parte de su participación en el PIB (vea “No nos digamos mentiras sobre el salario mínimo”).
Los grandes privilegios económicos son sacrosantos. La debilidad estructural del Estado ha permitido a los poderosos apropiarse de rentas jugosas derivadas del trabajo de las clases medias y bajas y amparadas en el supuesto objetivo de ayudar a los trabajadores. Las cajas de compensación familiar, las AFP y la Federación Nacional de Cafeteros son buenos ejemplos. Rentas que debería usufructuar el Estado se encuentran privatizadas, como las licencias de los taxis o los cupos de los camiones. Las valorizaciones que resultan de la inversión pública en vías, aeropuertos o zonas francas son apropiadas completamente por los dueños de las tierras y por los políticos con información privilegiada. Estos no son temas del debate fiscal porque ninguna de estas fuentes de ingresos es parte del Presupuesto de la Nación. Cuando hay un hueco fiscal el único remedio es elevar el IVA (vea “Rentas para los ricos”).
Por consiguiente, hay sobradas razones políticas, económicas y sociales para que surja un populista que prometa soluciones radicales y simplistas para estos problemas. Ojalá tengan razón los optimistas y estemos equivocados los que creemos que el sistema democrático necesita de partidos que gocen de credibilidad y de políticos reconocidos por sus trayectorias, sus ideas y sus ejecuciones. La mayoría de los colombianos no creen en que el sistema político esté orientado hacia el bienestar público, así que igual les da que los políticos sean de derecha o de izquierda. Quizás resultemos con un populista de centro.
Nuestra pésima educación política y la cultura actual de aprenda inglés durmiendo, nos convierte en veletas en espera de ese héroe populista que nos resuelva la vida.