Hay más de 100 países que tienen alguna forma de cuota de género en temas políticos. Su instalación siempre genera debates sobre la conveniencia, la justicia de la medida, o los efectos que pueda tener.
Un argumento en contra es que poner una cuota (en cualquier actividad, para cualquier grupo) empeorará la calidad promedio del grupo. A menudo el argumento es «si la gente del grupo X fuera buena, entraría sin la ayuda de la cuota». Otra versión más economicista o matemática es «se llega a mejores resultados si no enfrentamos restricciones para cumplir nuestros objetivos, y la cuota es una restricción.» Finalmente, algunos cuestionan las cuotas como «injustas» por ser un alejamiento de la selección meritocrática.
Aún si estos argumentos fueran válidos, y de hecho las cuotas bajaran la calidad promedio del grupo, se podría poner una cuota con la justicia como fin. Por ejemplo, si a los afro-americanos pobres y segregados les fuera muy difícil entrar a buenas universidades en Estados Unidos, podría tener sentido desde un punto de vista de justicia que se los favoreciera en las admisiones, aunque terminaran siendo peores estudiantes que los que hubieran entrado en su lugar.
Hay otros argumentos a favor del «affirmative action» (o «discriminación positiva»): un ejemplo sería favorecer a los afro-americanos basados en que aumentar la diversidad mejora el rendimiento (o «la calidad» medida de alguna otra manera) de todo el grupo; en concreto de aquellos que conseguirían admisión en cualquier escenario.
Aún si ese argumento también fuera cierto, la gente que queda afuera (porque se favoreció a alguien de una minoría) se queja diciendo «yo soy un mejor candidato, y me dejan afuera por este que tiene menos méritos».
Aunque hay estudios sobre el efecto de la discriminación positiva en educación, hasta este año no se sabía nada sobre el efecto de poner cuotas de género «duras» (en el sentido de hacerlas cumplir) en política. Este año, Timothy Besley, Olle Folke, Torsten Persson y Johanna Rickne publicaron Cuotas de Género y la Crisis del Hombre Mediocre: teoría y evidencia de Suecia, en el American Economic Review.
En ese trabajo estudian las consecuencias para la calidad promedio de los políticos de la introducción de cuotas de género en 1993, por parte del partido Social Democracia, para las elecciones de concejos municipales.
El trabajo plantea que cuando ese partido instauró (para sí mismo) una alternancia estricta en las listas (una mujer por cada hombre) aumentó la capacidad o calidad promedio de los candidatos elegidos. La calidad la miden por medio de cuánto ganaban los candidatos en sus trabajos afuera de la política (el cambio fue en elecciones para puestos part-time; la gente conservaba sus trabajos regulares); tienen también medidas de educación y de inteligencia (porque muchos de los elegidos tomaron pruebas para el ejército, donde se incluye un test de inteligencia).
El mecanismo operó de dos maneras: primero, se fueron los hombres mediocres desplazados por las mujeres; y luego, como los que quedaban eran en promedio mejores, armaban equipos con gente mejor que antes, pues tenían menos miedo que los mediocres de ser opacados por buenos subalternos.
Para poner números a los efectos, definamos a un político competente como uno que gana más que un promedio de políticos con igual educación, edad, y zona geográfica de residencia.
El estudio muestra que en municipalidades donde de la participación femenina creció de 35% a 50%, la proporción de políticos (hombres) competentes creció en 8 puntos porcentuales. Este efecto de mejora se dio en la primera elección luego de la cuota para los líderes; para los más jóvenes (a través del efecto de líderes que se rodean de gente más capacitada) el efecto se dio en las siguientes dos elecciones.
Una pregunta relevante siempre en los trabajos empíricos es: ¿cómo se sabe si la mejora en la calidad de los políticos se debió a la cuota, o a otra cosa? Como la cuota se implementó en todos lados al mismo tiempo, podría haber sucedido que «porque sí», mejores candidatos hombres se hubieran presentado en la siguiente elección.
Para desechar hipótesis alternativas de este tipo, los autores explotan la variación preexistente en el porcentaje de mujeres en cada localidad. Aunque la cuota incrementó el porcentaje de concejales femeninas en diez puntos porcentuales en promedio, había algunos municipios que tenían paridad antes de la cuota, y otros en los cuales las mujeres representaban sólo el 15% o 20% de los concejos.
Los autores encontraron que, en forma consistente con su teoría (y difícil de explicar si «por casualidad» los hombres más capaces decidieron presentarse a partir de 1993), las municipalidades donde más mejoró la calidad de los hombres fue en aquellas donde la cuota tuvo más impacto. Es decir, en aquellas donde antes de la imposición la proporción de mujeres era menor.
También es importante notar que, contrariamente a lo que argumentaban los críticos de la cuota, al aumentar la cantidad de mujeres que se elegían como concejales, no cayó su «calidad» o «competencia» promedio. Una crítica era que al ampliar el número de mujeres que accedían a los puestos, entrarían personas menos capacitadas, pero eso no sucedió. Como consecuencia, la calidad promedio de los concejales aumentó con la cuota.
Los autores argumentan que los mecanismos encontrados en el trabajo son de aplicabilidad más amplia que sólo a la política. Eso habla directamente al tema de la «validez externa» de los resultados, que es una preocupación típica en cualquier estudio económico.
En particular, algún necio podría decir «lo de las cuotas funcionó en Suecia, pero en mi país no funcionaría porque es distinto». Ese argumento, en sí mismo, siempre es «cierto» (Suecia es distinto a todos los demás países), pero no se toma en serio si el país en cuestión (o su sistema político) es parecido al de Suecia. La extrapolación de las cuotas al sector empresarial ya es más difícil de creer. Pero los resultados sobre la cuota en política son realmente sorprendentes y esperanzadores.