A pesar de haber elegido Presidenta, en dos oportunidades, a una mujer, casi ninguna universidad chilena es dirigida por una rectora; el número de ministras de la Corte Suprema es mínimo; los esfuerzos de las distintas administraciones por tener un gabinete paritario no han sido exitosas; ninguna empresa de peso es dirigida por una mujer; ningún canal de televisión tiene una directora; las actrices ganan menos que sus colegas hombres en las telenovelas del momento, y en el Parlamento el porcentaje de mujeres está muy por debajo de la paridad.
Ante este cuadro desolador, no es sorprendente que las mujeres se sientan desplazadas. Esto se hizo patente durante el debate del proyecto del aborto por tres causales. Un número enorme de mujeres de distintas tendencias doctrinarias han comentado que el rechazo a esta (tímida) iniciativa por parte de la derecha y de un contingente de la Democracia Cristiana refleja la desconfianza que estos individuos sienten por ellas.
Muchas mujeres aseveran, con razón, que se trata de sus vidas, sus cuerpos, su futuro y, por tanto, de su decisión. El que el aborto sea despenalizado no significa, desde luego, que nuestras mujeres vayan a abusar de este derecho. Al contrario, todo sugiere que esa prerrogativa será usada en forma sabia y con enorme mesura.
Pero el maltrato no está restringido al tema legislativo y legal. También está presente en la vida diaria, y en la manera en cómo nuestra historia es transmitida a través del tiempo. La “historia oral” del país, aquella basada en anécdotas y leyendas que van siendo traspasadas de generación en generación, ha tendido a ignorar el rol de muchas de nuestras mujeres.
Una de las chilenas olvidadas es Clara Saint, una muchacha que a una temprana edad le hizo una enorme y desinteresada contribución al mundo del arte. Gracias a Clara, el ballet y la danza cambiaron radicalmente en 1961. Su acción también causó una crisis política y diplomática de envergadura, y tuvo un importante efecto en la forma en que se desarrolló la Guerra Fría durante la década de los 60. Y, sin embargo, prácticamente nadie en Chile sabe de su existencia.
El bailarín que saltó a la libertad
Rudolf Nureyev fue uno de los mejores bailarines en la historia del ballet. De origen tártaro, nació en la Unión Soviética en 1938, y hacia el final de los años 50 ya se había transformado en un mito en el mundo de la danza.
En 1960, el famoso ballet Kirov inició una larga gira por los países de Occidente, y entre sus bailarines, el que causaba mayor expectativa era, justamente, Nureyev. Sus actuaciones en París fueron descollantes y los críticos lo llenaron de alabanzas. Después de cada función el joven Rudy (como lo conocían sus amigos) se volcaba a la noche parisina sin ninguna restricción, y con un nuevo grupo de amigos deambulaba de boite en boite, de bar en bar, de cabaret en cabaret. Llegaba a su hotel a la madrugada, y nuevamente esa noche volvía a danzar maravillosamente. Los comisarios políticos del Kirov empezaron a hostigarlo y a prohibirle sus escapadas nocturnas. Pero Rudy no les hizo caso, y siguió con una vida en que combinaba el vértigo y el escándalo con la danza y las actuaciones sublimes.
Tres días antes de que el Kirov de dirigiera a Londres para una serie de presentaciones, el más alto funcionario de la KGB en el ensamble -un tipo llamado Vitaly Strizhevsky- decidió que Rudy no sería de la partida. Al llegar al aeropuerto le dijo que en vez de ir a Londres viajaría a Moscú, donde bailaría en una función para altos dignatarios en el Kremlin.
Una emboscada
Nureyev de inmediato entendió que se trataba de un castigo y una emboscada, y sintió que jamás volvería a viajar a Occidente. Se desesperó y trató de convencer al director de que lo dejase ir al Reino Unido. La respuesta fue un no rotundo. El próximo avión a Moscú salía tres horas después del vuelo a Londres. Esas tres horas lo salvaron, y su salvadora fue nada menos que Clara Saint.
Varios de sus amigos franceses, compañeros de farras y festejos, habían ido a despedirlo al aeropuerto de Le Bourget. Cuando Rudy supo lo que le aguardaba, les pidió que lo ayudaran, pero nadie se animó. Todos pertenecían al pequeño mundo de la danza y no querían enemistarse con el establishment soviético. De pronto, y cuando todo parecía perdido, alguien tuvo la idea de llamar a Clara, quien a pesar de su corta edad tenía amplios contactos en los círculos políticos franceses. Había sido novia del hijo de André Malraux, quien unos meses antes había muerto en un accidente automovilístico en la Rivera, manejando el auto de Clara.
Lo más importante para Rudy fue que Clara era una mujer valiente.
Al llegar al aeropuerto lo encontró en el bar, rodeado por tres agentes de la KGB. Preguntó si podía despedirse y, al verla tan joven y delgada, tan inofensiva y frágil, le dijeron que estaba bien. Nureyev le dijo que lo estaban reteniendo contra su voluntad y que quería exiliarse.
De inmediato, Clara buscó a la policía del aeropuerto y les explicó la situación. Le dijeron que Nureyev era quien debía pedir asilo; sólo entonces podían actuar y protegerlo. Clara les dijo que los agentes no se despegaban de él ni por un segundo, y que no le permitirían dirigirse a la pequeña oficina. Entonces, y gracias a su insistencia, el jefe de la policía de Le Bourget decidió que dos de sus hombres de civil irían al bar y pedirían café. Todo lo que Rudy tenía que hacer era acercarse a ellos y decirles que quería quedarse en Francia.
Clara regresó al bar y con su mejor cara de inocencia pidió hablar con él. Los agentes volvieron a decirle que estaba bien. Le habló al bailarín al oído, le explicó la situación y le dio un beso en cada mejilla. Nureyev se puso de pie y con lentitud, sin apuros ni nerviosismos, dio los seis pasos que lo separaban de la barra y de los policías. Al llegar, los agentes de la KGB ya convergían sobre él. Pero era tarde. Les dijo a los franceses cuál era su voluntad y lo llevaron a la prefectura. Al cabo de una hora había iniciado su exilio.
Mirado desde una perspectiva fría, todo fue muy simple. No hubo ni las carreras, ni los saltos de murallas, ni las persecuciones en el tarmac de los que habló cierta prensa sensacionalista en ese año 1961. Fueron seis pasos y un puñado de palabras. Eso fue todo. Luego una nueva vida al otro lado de la valla. Pero este episodio fue esencial para crear conciencia sobre el yugo bajo el que vivían los artistas e intelectuales en la Unión Soviética y el resto del mundo comunista.
Clara Saint no es nuestra única mujer olvidada. Hay más, muchas más. Y eso es horrible. Quizás alguno de los candidatos a la Presidencia tendrá la visión de fomentar, dentro de su programa de cultura -si es que alguna vez llegan a tener programa de cultura-, un proyecto que busque recuperar y recordar las contribuciones de tantas mujeres en tantas esferas durante tantos años. Mujeres a las que hemos olvidado. Pioneras en las ciencias, pioneras en la aviación, en el deporte, en las artes plásticas y la literatura, en la diplomacia, en la educación, en la defensa del medioambiente, en el mundo de las organizaciones no gubernamentales, en los esfuerzos por lograr la paz en el mundo, en la academia internacional y en tantas otras esferas. Lo merece el país, lo merecen estas mujeres hoy olvidadas, lo merecen nuestras hijas y, desde luego, nuestros hijos y nietos también.