Desde hace ya un tiempo, los medios recurrentemente informan de casos de financiamiento ilegal de la política, corrupción, cohecho, conflictos de interés, tráfico de influencias, evasión tributaria, colusión y uso indebido de información privilegiada.
No es de extrañar que la confianza en los partidos políticos, el Congreso, las empresas privadas y en una diversidad de instituciones esté por los suelos. Se trata de hechos que producen un grave daño a la fe pública, que nos afectan como ciudadanos, votantes, contribuyentes, consumidores y accionistas minoritarios.
La cadena de casos, descubiertos uno tras otro, ha llevado a la revisión de normativa importante en estas áreas. En términos muy gruesos, las instituciones diseñadas para disuadir y descubrir las distintas formas de fraude han resultado insuficientes, y sus capacidades para prevenir, monitorear y detectar requieren ser fortalecidas. En efecto, la nueva normativa ha dado mayores herramientas a superintendencias y supervisores en distintos ámbitos, desde la libre competencia hasta al funcionamiento de partidos políticos y campañas electorales.
Pero la información sobre mal uso de fondos públicos, de actividades ilegales o poco éticas, e incluso de acciones que pueden generar un riesgo para la salud y seguridad de las personas, suele estar en manos de unos pocos actores, y cuesta hacerla llegar a las autoridades correspondientes.
Además de quienes cometen estas acciones, en ocasiones existen terceros que, por circunstancias particulares, han sido testigos o han podido detectar un fraude. De hecho, algunos estudios académicos estiman que una fracción importante de los fraudes cometidos en empresas privadas es descubierta por sus trabajadores o la prensa, más que por los inversionistas, auditores o supervisores.
¿Se imagina que en la empresa donde trabaja algunos ejecutivos cometen un acto ilegal y que usted se entera de alguna forma? ¿O que participó en una licitación pública y tiene evidencia de que esta ha sido arreglada para favorecer a un participante en particular? ¿Entregaría esa información? ¿A quién? ¿Cómo lo haría para no sufrir represalias?
La Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción define a un informante como una persona que, de buena fe y con motivos justificables, denuncia ante las autoridades correspondientes cualquier acto relacionado con un delito.
Un número creciente de países ha adoptado medidas de protección a estos informantes (también conocidos como lanzadores de alerta o » whistlerblowers «), entendiendo el valor de la información que ellos pueden proveer a las autoridades pertinentes, ya sea al interior de las empresas, en el Estado u otros organismos.
La primera ley fue dictada en 1863, en los Estados Unidos (el «False Claims Act»). Diversas leyes han sido promulgadas y revisadas con posterioridad, impulsadas inicialmente por el escándalo de Watergate.
En términos generales, la protección legal otorgada a informantes comienza con la confidencialidad; esto es, con la protección de su identidad. Ello es particularmente importante si existe la posibilidad de represalias. Algunos países van más allá y exigen que empresas y agencias provean de mecanismos para realizar denuncias de carácter anónimo.
En un segundo nivel, las leyes exigen proteger el estatus y condiciones laborales de quien ha realizado la denuncia, con sanciones en caso de represalias. En ocasiones se otorga, además, una compensación si el informante ha sufrido un trato injustificado o daño. Incluso, en algunos sistemas se ofrece una recompensa a quienes entreguen información clave.
En todo caso, la recomendación de diversos organismos internacionales es entregar una protección comprehensiva, que sea administrada por organismos independientes.
En Chile existen leyes que incentivan y protegen a quienes reportan actos ilegales (la Ley de Probidad Administrativa, el Estatuto Administrativo, la Ley de Bases de Administración del Estado y el Estatuto Administrativo para Funcionarios Municipales), pero ellas se refieren únicamente a funcionarios públicos. Es decir, no incluyen a proveedores, personas que hayan trabajado en el Estado en el pasado ni a empleados del sector privado.
Para detectar y disuadir con eficacia conductas ilegales o poco éticas se necesita de la colaboración de un conjunto de actores, más allá de superintendencias y supervisores.
Pero esa colaboración conlleva riesgos en muchas ocasiones, y para hacerla efectiva, se requiere de mecanismos claros para la entrega de información, además de la necesaria protección a quien denuncia.