Tengo que hacer una confesión: en las elecciones pasadas no voté. No porque no me interese la política, o porque sea apático, o porque quiera castigar a las autoridades. Simplemente, no lo hice. Esa mañana me levanté como todos los días, y a medida que pasaron las horas me di cuenta de que el tiempo se me estaba escabullendo entre los dedos. Como a las 4 de la tarde un amigo me preguntó si lo había hecho. Le contesté que en un rato salía, pero al final no lo hice. Me entretuve con otras cosas, y cuando volví a pensar en el asunto ya habían cerrado los locales de votación.
Sí, estoy entre ese 67% que, cumpliendo con los requisitos, no votó.
La realidad es esta: soy un ávido lector de textos políticos, me interesan los temas doctrinarios, ocasionalmente escribo columnas y artículos sobre política, y en mi juventud fui un militante bastante disciplinado. Además, cada vez que hay elecciones sintonizo la radio o miro la TV para enterarme de los resultados. Así y todo, en las últimas elecciones no voté.
Y la verdad es que no me siento mal. Tampoco siento que haya fallado a algunos de mis deberes, o que sea un ciudadano incompleto. En mi mente -y, claro, esto es debatible- no eran unas elecciones muy importantes, en las que había algo vital en juego.
Todo esto es la pura y santa verdad, pero no pasó en Chile, ni pasó la semana pasada. Estoy hablando de las últimas elecciones en los EE.UU., de las elecciones parlamentarias de noviembre de 2014.
Lo anterior ilustra un hecho contundente: en lo que a porcentaje de abstención se refiere. hay importantes similitudes entre Chile y Estados Unidos. Cerca de dos tercios de las personas que pueden votar no lo hacen. Pero la similitud llega hasta ahí no más. En muchos aspectos significativos hay enormes diferencias, las que vale la pena analizar.
Aquí y allá
Quizás, una de las diferencias más importantes es que en EE.UU. tanto la inscripción como el voto son voluntarios. Tan solo un 77% de las personas que pueden votar están registradas. Esto es así a pesar de que es extraordinariamente fácil hacerlo. Uno se puede registrar por correo o por internet. También se puede hacer en persona en ciento de lugares que se habilitan en las plazas, las ferias y los centros comerciales. Yo me inscribí afuera de un cine. Había una mesita plegable con tres viejitas voluntarias que repartían el formulario. Como yo había llegado temprano me puse en la fila, llené el papel y se lo entregué a una de las señoras. Eso fue todo.
Como no todo el mundo se registra para votar, hay dos maneras de calcular el porcentaje de abstención: o como proporción de los registrados o de los votantes potenciales. Como en Chile la inscripción es automática y todos están inscritos, la manera de comparar con EE.UU. es tomando como base a todos los habilitados para votar. Usando esa métrica los porcentajes de abstención en EE.UU. son un poco mayores que en Chile: En las parlamentarias del 2014, 67% se abstuvo. En las presidenciales y parlamentarias del 2012, la abstención fue de 48%. En el 2010 no votó un 71%, mientras que el 2008 no votó 47%. Una regularidad que emerge de estos datos es que cerca de un 20% más de gente vota en las presidenciales que en las parlamentarias.
Otra diferencia formal importante es que en EE.UU. las elecciones son en día de semana, no en domingo o feriado. La gente tiene permiso para votar durante horas de trabajo, pero en la mayoría de los estados el empleador puede descontarles el salario durante las horas que van a las urnas. En California, los locales de votación están abiertos durante 13 horas, de 7 AM a 8 PM, para que así las personas puedan votar sin que ello interfiera en su jornada laboral. La costumbre de votar el segundo martes de noviembre se inició en el siglo XIX. El domingo se descartó, ya que para los protestantes muy devotos ese es un día de descanso estricto que se consagra a Dios.
Una diferencia central entre ambos países es que en EE.UU. se considera que el derecho de participar activamente en las elecciones por medio del voto es esencial. No es una obligación, sino un derecho absoluto, y si alguien quiere ejercerlo se le dan todas las facilidades.
Algunos ejemplos: uno puede votar por correo. De hecho, decenas de millones de personas ya votaron en las elecciones presidenciales del 8 de noviembre próximo. La cosa funciona así: ocho semanas antes de las elecciones uno recibe un folleto con todos los detalles de las elecciones. Ese folleto también incluye un formulario por medio del cual uno opta por votar por correo. Se envía a la comisión electoral y a los pocos días recibe la papeleta. La llena y la manda de vuelta. Eso es todo.
El voto por correo, o en ausencia, es tan popular, que en California un 61% de la gente lo utilizó en el 2014. Se espera que este año cerca del 70% de los votantes lo hagan de este modo.
La facilidad que se les da a los ciudadanos se manifiesta de muchas otras maneras. Por ejemplo, en casi ningún estado se requiere tener identificación. Usted dice quién es, firma el registro, se mete en la caseta, vota y se va. ¿Qué pasa si cuando llega alguien ya votó con su nombre? Usted explica quién es, le dan una papeleta, va a la caseta y deposita su voto en una urna especial de votos preliminares y problemáticos, que son analizados posteriormente por una comisión.
En EE.UU. hay muy pocos votos nulos. Por ejemplo, si en vez de completar una cruz al lado del nombre de su candidato, el señor Pérez, usted escribe “¡Viva Pérez!”, se interpreta que su candidato es, efectivamente, Pérez y se le suma el voto. Más aún, ni siquiera tiene que escribir el nombre correctamente.
Si usted se presenta a votar y su nombre no está en la lista, igual le dan una papeleta, que deposita en una urna especial. Luego se analiza si la comisión electoral cometió algún error, y si fue así -piense en el Servel–, cuentan el voto como válido.
¿Qué hacer?
Otra confesión: tampoco voté en Chile la semana pasada. No estaba en el país. Si hubiera estado, hubiera ido a las urnas y ejercido mi derecho ciudadano por primera vez desde 1973. Lo hubiera hecho con gusto y muy emocionado.
Siempre voto si, en mi opinión, lo que está en juego es importante. Voy a votar en las presidenciales de EE.UU. en noviembre, tal como voté en las de 2012, 2008 y 2004. También pienso votar en las próximas presidenciales en Chile; voy a viajar para hacerlo en Recoleta, el lugar donde el Servel me inscribió.
Una de las preguntas más recurrentes entre los políticos chilenos es cómo reducir la abstención. Mi respuesta tiene dos partes: primero, es importante entender que si bien la abstención es alta, Chile no está solo. Suiza, Japón y EE.UU. tienen niveles similares de abstención. Desde luego que sería mejor que más gente votara, pero la situación está lejos de ser desesperada y hay que aprender de estos países, averiguar qué están haciendo para enfrentar el problema. Hay que dar más facilidades, como el voto por correo.
La segunda parte de mi respuesta es que sería un error enorme, un error de proporciones históricas, reinstaurar el voto obligatorio. Uno de los papeles fundamentales de los políticos es encantar a la gente, desarrollar visiones y proyectos que, siendo realistas y serios, entusiasmen, que hagan que la ciudadanía quiera participar, que la gente quiera ser parte de una historia, contribuir a un movimiento, a un gran proyecto. La gente no vota porque los políticos nacionales han fallado, porque son más de lo mismo, aburridos, nostálgicos, chatos, poco interesantes y, muchas veces, corruptos.
Volver al voto obligatorio es tirarles un salvavidas, cuando lo que debiera pasar es que esta generación de políticos debiera hundirse, desaparecer, retirarse a los cuarteles de invierno, darles paso a gente renovada, a jóvenes de espíritu, a innovadores.
Chile brama por un recambio en los liderazgos. Cuando eso suceda volverá el entusiasmo, el encantamiento y la participación ciudadana. Solo entonces caerá la abstención.