El gobierno no deja de sorprendernos. No da pie en bola. A un error le sigue otro, a una chambonada, la siguiente. Parece una máquina de desaciertos. Es triste y preocupante, pero así es.
Los problemas son varios, y van desde lo conceptual hasta lo mecánico, desde el diagnóstico hasta la ejecución de las políticas. Fuera del Chile nadie puede entender cómo en menos de tres años la Presidenta Bachelet haya perdido dos tercios de su popularidad, pasando de una tasa de aprobación de más del 60% a una que apenas se empina por sobre el 20%.
Un diagnóstico equivocado
Los desaciertos empiezan con el diagnóstico, con la incapacidad de entender el significado de las protestas y de la algidez política de los últimos años. Los asesores de la Presidenta -muchos de ellos provenientes de la burocracia internacional de las Naciones Unidas-creen que el malestar se debe a que la gente rechaza “el modelo neoliberal”. Aseguran, con voz grave y docta, que la población no quiere un sistema donde primen el mercado, la apertura y la competencia, un mundo donde se enfatice la eficiencia y la productividad. Según ellos, es necesario hacer cambios profundos y simultáneos, desterrar todo lo hecho hasta ahora -de ahí la “retroexcavadora”-, desconocer los logros que transformaron a Chile en la estrella más brillante de América Latina y en la envidia de nuestros vecinos. Hay que cambiarlo todo, dijeron embriagados por su avasallador triunfo electoral.
Pero, encuesta tras encuesta han mostrado que esta es una visión errada, una abstracción de torre de marfil, una invención de sociólogo bien pagado por el PNUD. Lo que la gente quiere no es cambiar el modelo. La población quiere mejorar el modelo. Hacerlo más justo, más eficiente, menos corrupto, más transparente, con mayor igualdad y tolerancia, con menos abusos y más respeto. La gente -y especialmente los jóvenes- no quieren un Estado intruso y metete, un gobierno que les diga qué hacer, que les restrinja la libertad, que los condene a ser funcionarios públicos, encasillados de por vida en una burocracia laberíntica. Los jóvenes quieren lo contrario: menos autoridad centralizada, menos intromisión gubernamental -de ahí el rechazo al control preventivo de identidad-, más libertad, más emprendimientos, más arte, más humanidad.
Atrapados por “el programa”
El segundo gran error del gobierno nace de la soberbia. Es pensar que todos quienes votaron por Michelle Bachelet apoyaron cada aspecto, cada frase, cada palabra, cada coma de “el programa”. Hay que hacer todas las reformas, a como dé lugar, nos dicen algunos diputados jóvenes e iracundos; hay que hacerlo como sea, simplemente porque están en el programa. Esta es una idea falaz, que raya en la tontería. En la segunda vuelta de las elecciones presidenciales se enfrentaron dos candidatas: Michelle Bachelet y Evelyn Matthei. Al votar por una o la otra los ciudadanos estaban expresando sus preferencias “binarias”, vale decir, estaban diciendo a cuál de las dos candidatas preferían. No estaban comparándolas con su candidata ideal, ni con una alternativa teórica. Supongamos que al llegar el momento de las elecciones, y después de informarse y de mucho leer documentos y programas, un señor decide que, sumando una cosa y otra, prefiere a Michelle Bachelet. Por su experiencia anterior, su simpatía, su austeridad y honestidad, su sonrisa enigmática, su condición de médico, su temperamento y todo lo demás. Pero no es una preferencia avasalladora. Es una preferencia leve; digamos que en su mente este ciudadano le da a MB 52% contra 48% de EM. El día de la elección, el señor vota por la candidata que, levemente, prefiere. ¿Significa esto que este señor apoya, necesariamente, 100% de “el programa”? Desde luego que no. De hecho, lo más probable es que este votante se sienta decepcionado cuando la candidata que prefería marginalmente empieza a insistir con un programa mal diseñado y peor ejecutado.
Son estos votantes, precisamente, los que abandonaron al gobierno, los que desertaron con rapidez, los que semana a semana rechazan a la presidencia y la hunden en las encuestas. Pero no tenía por qué haber sido así. Michelle Bachelet tuvo una oportunidad única por mover de frentón a Chile al siglo XXI, para darle un empujón definitivo hacia la modernidad y la prosperidad. Es triste pensar que la desperdició.
¡Te lo dije!
El agudo analista Oscar Contardo ha dicho que las tres palabras más importantes en cualquier idioma son: “¡Te lo dije!”. En eso tiene bastante razón. Son tres palabras fulminantes que indican que la persona a quien se las decimos es testaruda y soberbia, que a pesar de que le advertimos que las cosas no eran como ella afirmaba, insistió en seguir el camino incorrecto.
Y eso es exactamente lo que ha pasado con este gobierno. En una entrevista en este medio hace dos años -en ocasión del esperado seminario anual de Moneda Asset Management- afirmé que de acuerdo con los cálculos que habíamos hecho en la Ucla era prácticamente imposible que la reforma tributaria, que en esos momentos recién había sido aprobada por el Congreso y firmada por la Presidenta, recaudara lo que se decía. Alerté al gobierno, tanto en público como en privado, que los recursos disponibles para sus proyectos favoritos iban a ser mucho menores que lo que ellos pensaban. Ni siquiera se tomaron la molestia de darles una miradita a los cálculos. Simplemente siguieron su camino, y continuaron con el afán de cumplir con “el programa”. Hoy día, cuando la dura realidad los golpea, la excusa es: “Oh, nos hemos sorprendido, no hay plata, no nos alcanza el billete, nunca se nos ocurrió que esto pudiera pasar”. Otra chambonada.
En una entrevista publicada hace una semana, el ministro Nicolás Eyzaguirre despliega, una vez más, sus mejores atributos: su simpatía sin límites y su enorme capacidad para el sarcasmo y la ironía. Hace, con ese encanto tan de él, un mínimo mea culpa y nos dice que no sabían que iba a ser tan difícil hacer varias reformas en forma simultánea, que no habían aquilatado las dificultades de coordinar medidas profundas y múltiples al mismo tiempo. ¿En serio, Nicolás? ¿Verdad que no lo sabían, que nunca habían escuchado el dicho “quien mucho abarca poco aprieta?
En una columna publicada la primera semana de julio de 2014 -columna titulada nada menos que “En defensa de Nicolás”- escribí lo siguiente:
“Un principio básico en la teoría de decisiones es que ante un problema complejo hay que moverse en forma secuencial. Primero dar un paso, y luego otro; no hay que atolondrarse, ni hacer todas las cosas al mismo tiempo. En este caso, el orden de los factores sí altera el producto”.
Luego agregué: “Un segundo principio cardinal en teoría de decisiones es no hacer cambios disruptivos en aquellas áreas donde las cosas funcionan relativamente bien”.
Nicolás, ¡te lo dije!