Una parte de optimismo por cada mil partes de escepticismo. Esa parece ser la máxima concentración de optimismo permitida en Colombia cuando se piensa en la posibilidad de encontrar soluciones a problemas sociales estructurales. Y, a diferencia de todas las demás reglas en Colombia, ésta parece ser inviolable. Exceder el límite permitido es nocivo para la salud (Ley 1ª de 1819). En esta entrada, sin embargo, voy a navegar peligrosamente cerca del límite establecido y pensar que algo puede estar mejorando en términos de la cantidad abrumadora de embarazos adolescentes que ocurren en el país.
Ya Raquel Bernal caracterizó muy bien la situación del embarazo adolescente en Colombia en una entrada en este mismo espacio hace 3 años (Las madres adolescentes, Mayo de 2013). Resumo aquí lo fundamental e invito a los lectores a revisitar la entrada de Raquel. Con base en datos de 2010, hay 84 nacimientos de madres adolescentes (entre 15 y 19 años) por cada mil mujeres en ese grupo de edad. La tasa de fecundidad adolescente, además, es mucho más alta en hogares con ingresos más bajos (éste es un hecho estilizado que puede observarse en todo tipo de países, desde latinoamericanos hasta Estados Unidos y el Reino Unido). En 2010, de cada cinco adolescentes colombianas, una está embarazada o ya ha tenido un hijo. Complemento los anteriores datos con un par de estadísticas que no suelen presentarse tanto pero que, personalmente, considero absolutamente reveladoras[1]: de las mujeres que en 2010 tenían entre 20 y 24 años, 36.5% ya habían tenido al menos un hijo al cumplir 20 años; 19.7% habían tenido al menos un hijo antes de cumplir 18.
Ante esta dramática situación, baso mi escéptico optimismo en tres hechos. Primero, aunque la tasa de fecundidad para mujeres entre 15 y 19 años en 2010 fue de 84 por cada mil mujeres, esta tasa había venido aumentando consistentemente y había alcanzado un máximo histórico en de 90 nacimientos por cada mil mujeres en 2005. Aún estamos a la espera de los resultados para 2015, pero los datos de estadísticas vitales del DANE[2] parecieran indicar que, en efecto, la tasa de fecundidad adolescente no sólo no siguió aumentando, sino que ha empezado a descender. No me malinterpreten; la tasa sigue siendo altísima. Contando embarazos que terminan en abortos espontáneos o inducidos, más de una de cada diez adolescentes en Colombia tiene un embarazo cada año. Aun así, la tendencia parece estar cambiando. Segundo, existe el documento CONPES 147 de 2012 que plantea los lineamientos para una estrategia de prevención del embarazo adolescente en Colombia. El tema aún pasa de agache en las grandes discusiones de política en el país, pero por lo menos ahora existe un intento por desarrollar una política unificada que incluye a múltiples estamentos del Estado, se aproxima al problema yendo más allá de lo meramente biológico y crea un sistema de información para hacer seguimiento a las políticas. Finalmente, he notado bastante interés por el tema dentro de mis estudiantes, con varios de ellos queriendo trabajar preguntas relacionadas en sus tesis de maestría. El interés académico siempre ha existido, con muchos investigadores estudiando la fecundidad adolescente desde hace más de 20 años, pero el interés que veo en estudiantes me hace pensar que más y más personas pueden comenzar a prestarle la atención que merece más allá del mundo de la academia, las oenegés y las instituciones del Estado directamente involucradas. Así, usando mi dosis personal de optimismo (constitucionalmente protegida), voy a imaginar conexiones entre estos tres hechos y pensar que tal vez las cosas estén mejorando, el Estado ha decidido hacer algo y el público empieza a prestar atención (OK, de pronto más que la dosis personal).
¿Y qué hace uno cuando ve que existe una mínima posibilidad de que a un problema tan fundamental como este se le empiece a poner un poco de atención? Lo obvio, mencionar lo que uno cree que se nos puede estar quedando por fuera de la foto. En este caso, los hombres, tanto adolescentes como adultos. En el análisis de la fecundidad adolescente, solemos centrarnos exclusivamente en las madres adolescentes, como si fuera un problema cuyas soluciones debieran enfocarse únicamente en el componente femenino. Si hablamos de comportamiento sexual riesgoso, nos limitamos casi siempre a las decisiones que niñas y adolescentes toman en cuento a su sexualidad. Claramente la biología hace fundamental prestarle más atención a lo que sucede con niñas y adolescentes. Sobre todo porque ellas son quienes cargan con la mayoría, o la totalidad, de las consecuencias negativas que vienen con tener un hijo a tan temprana edad. Sin embargo, a veces pareciera que se nos olvida que para que estos embarazos ocurran se necesita un hombre que participe. Si un embarazo es producto de un uso inadecuado o inconsistente de métodos anticonceptivos, ¿por qué no pensar también cómo lograr que los hombres incrementen y mejoren su uso de anticonceptivos? ¿Por qué les damos responsabilidad casi exclusiva a las niñas y adolescentes de evitar quedar embarazadas?
Afortunadamente, los hombres adolescentes empiezan a aparecer cada vez más en la ecuación. En Estados Unidos, por ejemplo, el CDC (Centers for Disease Control and Prevention), que es la institución responsable de la salud pública en ese país, otorgó grants para investigación en prevención de paternidad adolescente enfocados en hombres adolescentes por primera vez el año pasado. El CONPES que mencioné arriba habla explícitamente de una política para ambos géneros e incluso recalca la importancia de una aproximación diferencial (aunque ninguna de las políticas ni estrategias planteadas realmente explora esta aproximación diferencial). Aun así, poco más que lo anterior se observa sobre cómo incluir a los hombres en la conversación y la solución.
Las tasas de paternidad adolescente para hombres son sustancialmente distintas que las de las mujeres. Con base en los nacimientos registrados en las Estadísticas Vitales del DANE, entre 1998 y 2013 hubo alrededor de 3.6 madres adolescentes por cada padre adolescente. De esto se infiere que hay cerca de 20 nacimientos con padres entre 15 y 19 años por cada 1000 hombres en este rango de edad. El hecho de que es una tasa mucho menor que la de las mujeres no debería oscurecer el hecho de que es una tasa altísima. Debemos pensar en políticas que permitan reducir el número de adolescentes que terminan siendo padres, especialmente porque muchas de las políticas que discutimos cuando hablamos de embarazo adolescente tienen un enfoque eminentemente femenino. Más importante aún, debemos pensar seriamente en qué hace que sea casi cuatro veces más probable que una adolescente mujer quede embrazada que un adolescente hombre sea responsable de un embrazo. Es evidente que estas diferencias no pueden atribuirse solamente a diferencias en propensión al riesgo o uso de anticonceptivos.
Ahora, si uno toma todos los nacimientos registrados en Colombia entre 1998 y 2013 en los que al menos uno de los dos padres era adolescente, sólo en 5% de los casos ambos padres son adolescentes. La gran mayoría de los casos, entonces, involucran a alguien mayor de 20 años. Y este diferencial de edades afecta, de forma mucho más marcada, a las adolescentes mujeres. Mientas que en 80% de los casos en los que el padre es adolescente la madre lo es también, sólo en 21% de los nacimientos con madre adolescente el padre es un adolescente también. Por lo tanto, difícilmente podemos pensar en los embarazos de mujeres adolescentes como un problema que involucra únicamente a una pareja de niños sin la madurez necesaria para tomar decisiones responsables.
Por el contrario, 31.5% de los padres de hijos con madre adolescente tienen 25 años o más[3]. El problema del embarazo adolescente contiene, por lo tanto, un componente importantísimo de desbalance de poder. La relación de una adolescente de 16 años con un hombre de 27, por ejemplo, debería ser la excepción y no la norma. Y esta asimetría en el poder que inevitablemente resulta de la diferencia de edades tiene consecuencias importantísimas cuando pensamos en estrategias para disminuir el embarazo adolescente. Por ejemplo, cuando discutimos estrategias valiosas como buscar retrasar la edad de iniciación sexual, es fundamental tener en cuenta que esa decisión se puede estar dando en el marco de una relación en la que la adolescente puede actuar bajo presión, en el mejor de los casos, o coerción. Al pensar en empoderar a las jóvenes colombianas para evitar que otros tomen decisiones sobre sus cuerpos y su sexualidad, es distinto cuando la contraparte es un adolescente de cuando es un hombre mucho mayor. Si buscamos las causas y soluciones para el uso inconsistente de anticonceptivos entre adolescentes, no es lo mismo pensar en una pareja de jóvenes de 16 años tomando esta decisión que cuando el hombre es 10 años mayor que la adolescente.
Pero más allá de pensar en cómo tener en cuentas estas condiciones a la hora de diseñar estrategias para disminuir la tasa de fecundidad adolescente, es fundamental buscar cambiar estos patrones de comportamiento, tan arraigados social y culturalmente. Pensemos, entonces, en cómo enseñarles a los hombres a entablar relaciones con mujeres en su rango de edad, en lugar de niñas mucho menores que ellos. Cambiar estas normas sociales es difícil, sí, sobre todo en un país tan ridículamente machista como Colombia. Pero eso lo hace aún más inaplazable. Una educación sexual que refuerce la equidad de género y la autonomía de las niñas y adolescentes sobre su cuerpo y sexualidad sería un buen comienzo. Pero sobre todo, enseñémosles a nuestros niños a sentirse cómodos y a no sentir que cuestionada su masculinidad en relaciones equitativas. Que no importa quién “lleve los pantalones”. En cualquier caso, ya hace rato que a ellas les quedan mucho mejor.
[1] Calculadas con base en la Encuesta Nacional de Demografía y Salud (ENDS) 2010.
[2] Nacimientos registrados oficialmente.
[3] Aquí también hay espacio para el optimismo, pues esta proporción es 28.3% si se toman sólo los datos de 2013.