SANTIAGO – Desde Austria, Francia y Estados Unidos, hasta Polonia, Las Filipinas y Perú, los populistas iliberales van en aumento. Algunos culpan a la globalización arrolladora, otros a la desigualdad de ingresos, y otros a elites desconectadas que simplemente no entienden.
Pero estas explicaciones –por muy plausibles que sean– dejan de lado el punto más importante. El problema no es simplemente económico, sino político. El mayor logro político de la humanidad es la democracia liberal. Sin embargo, en todas partes del mundo, los liberales demócratas son reacios a abogar por ella. No sorprende, entonces, que estén perdiendo la batalla por conquistar los corazones y las mentes de los ciudadanos.
El problema dista de ser nuevo. En realidad, se encuentra en la propia raíz del liberalismo. Temerosos de la censura o la opresión, los pensadores liberales más a menudo han optado por la neutralidad moral: no abogan por un conjunto único de valores, ni por una definición en particular de lo que constituye una vida buena. Una sociedad liberal –casi por definición– permite que sus ciudadanos lleven la vida que desean, siempre que no perjudiquen a los demás.
El problema es que en todas partes la política es aristotélica: le importa la virtud. En Estados Unidos, con buena razón, se suele decir que la presidencia es el «púlpito exhortador». Cuando los políticos abogan por un conjunto de valores –o de virtudes– claros y definidos, los ciudadanos escuchan.
Esto se puede hacer de manera torpe, como cuando en 2004, John Kerry aceptó la nominación a candidato del Partido Demócrata a la presidencia del país con un discurso en que la palabra «valor» o «valores» se repitió 32 veces. Pero también se puede hacer de manera magistral, como cuando Robert F. Kennedy Jr. regañó a los estadounidenses por rendir «los valores de excelencia personal y comunidad a la mera acumulación de bienes materiales». Y, memorablemente, añadió: «El PIB lo mide todo (…) excepto lo que hace que la vida valga la pena».
Filósofos que van de John Stuart Mill a John Rawls y Martha Nussbaum, han buscado una salida a este dilema del liberalismo. Sería discriminatorio e iliberal promover, y peor aún imponer, los valores de un grupo en particular, sea religioso o de otra índole. Sin embargo, los gobiernos y los líderes políticos pueden y deben promover los valores compartidos –lo que Rawls llama «el consenso coincidente»– que definen a una sociedad liberal. Por ejemplo, al conmemorar el nacimiento de Martin Luther King Jr., Estados Unidos subraya así como renueva su compromiso con el ideal compartido de la igualdad racial.
Posiblemente sea el propio King quien dio el mejor ejemplo de la pasión con la que se puede (y se debe) defender tales ideales. Existen pocos a su altura. Los populistas como Donald Trump y Marine Le Pen, líder del Frente Nacional de Francia, emplean la pasión para servir la política del temor y del odio. En contraste, los liberales demócratas, todos producto de la Ilustración, defienden sus ideales políticos –que valoran la razón humana por sobre las emociones– en un tono que es más apropiado para reuniones pequeñas y corteses.
Ello constituye un problema grave. «Ceder el terreno de la conformación de las emociones a las fuerzas antiliberales», escribe Nussbaum, «les da a estas una gran ventaja en el corazón de la gente y hace que se corra el riesgo de que las ideas liberales parezcan tibias y aburridas».
Según afirman neurocientistas como Steven Pinker, la razón y la emoción son dos lados de la misma moneda mental. De modo similar, el lingüista cognitivo George Lakoff, basándose en el trabajo del psicólogo Drew Westen, llega a la conclusión de que «la emoción es tanto central como legítima en la persuasión política. Su utilización no apela ilícitamente a la irracionalidad, como lo consideraría el pensamiento de la Ilustración. Las emociones adecuadas son racionales».
King dio muestras de entender esto claramente cuando proclamó su «sueño» de una sociedad en la que sus hijos «no serían juzgados por el color de su piel, sino por el contenido de su carácter».
Hoy día, el único líder liberal demócrata que habla con el lenguaje de los valores y de la virtud es Barack Obama, el presidente de Estados Unidos. A menudo se lo critica por ser frío y distante, sin embargo, no hay nada de esto en la forma en que Obama promueve la capacidad de vivir juntos en paz y con respeto mutuo como la virtud liberal más admirable de todas.
«Cada uno de nosotros tiene creencias profundas», afirma en el discurso que pronunció luego de ser reelegido en 2012. «Y al pasar por momentos difíciles, cuando tomamos decisiones importantes como país, ello necesariamente despierta pasiones, da origen a controversias», lo que llamó «un distintivo de nuestra libertad». Sin embargo, «a pesar de todas nuestras diferencias, la mayor parte de nosotros comparte ciertas esperanzas para el futuro de Estados Unidos… Creemos en unos Estados Unidos generosos, en unos Estados Unidos compasivos, en unos Estados Unidos tolerantes, abiertos a los sueños de la hija de un inmigrante que estudia en nuestras escuelas y jura ante nuestra bandera».
Esta última línea revela que Obama también está consciente del otro desafío que deben superar las democracias liberales: conformar un nosotros que sea creíble. En esto, el ejemplo de los populistas vuelve a ser revelador. Los de derecha, como Trump, hacen política en torno a la identidad racial; los populistas de izquierda, como Bernie Sanders, en torno a los ingresos. Se trate ya sea de exportadores chinos, inmigrantes mexicanos, supuestos terroristas islámicos o codiciosos banqueros de Wall Street, «existe un ‘otro’ claro, al cual se puede dirigir la ira», según recalcó no hace mucho Dani Rodrik, de Harvard.
Es necesario que los demócratas liberales dejen en claro que culpando a otros no se llega a ninguna parte, y que asumir una responsabilidad compartida es la única forma de construir un mejor futurocompartido. Desde luego, las reformas económicas y políticas que reducen la desigualdad de poder y de ingresos son indispensables, tanto por su mérito propio como también para hacer creíbles los llamados a un sacrificio compartido. Pero igualmente indispensable es la convicción moral, expresada con pasión, de que «la hija de un inmigrante que estudia en nuestras escuelas» es un miembro genuino, con plenos derechos, de ese nosotros común.
No existe en la historia de la humanidad una organización social o política que se haya acercado más a la realización del ideal de igualdad de oportunidades para todos que la democracia liberal. Todavía no lo alcanzamos plenamente. Pero hemos avanzando un largo trecho, y ciñéndonos a los valores liberales y democráticos avanzaremos aún más. No debemos permitir que un jihadista o un fanático, que un Trump o una Le Pen, como tampoco que un Chávez, un Maduro o un Putin, destruya este sueño posible.
Obama vs. Trump. Andrés declara su amor por el primero y su desprecio por el segundo. No era necesario escribir una columna para semejante declaración y menos envolverla en papel liberal porque ambos políticos son antiliberales, mucho más Obama que Trump. Habría sido mejor una comparación entre Hillary y Trump pero supongo que Andrés no lo hizo porque Hillary le cae mal (como a una mayoría absoluta de americanos). Habría sido mejor ahorrarse las referencias filosóficas que nada agregan a una comparación entre dos políticos porque la política no es una competencia de ideas sino de personas que ambicionan poder (mal que le pese a los miles de politólogos que saben tanto de psicología como Maradona).
Excelente artículo. Excelente conclusión. Pero ¿Conocemos algún líder en América del Sur que se ponga al frente y que lo podamos acompañar en esta idea de cambiar al mundo? ¿Después de Obama quienes quedan a nivel global con peso político para seguirlos? ¿Por qué la sociedad no genera gente que lleven estos ideales a la práctica?
Estoy de acuerdo, hay que militar, no solo defender, por la democracia constitucional. Pero, como señale acá, hay que empezar por llamarla democracia constitucional (no liberal) – https://dev.focoeconomico.org/2013/05/26/sobre-la-independencia-del-poder-judicial-el-rol-de-la-politica-and-all-that/
Y falta una definición clara. Acá va una:
El presupuesto filosófico del Estado liberal, entendido como Estado limitado en contraposición al Estado absoluto, es la doctrina de los derechos del hombre según la cual, por naturaleza, todos los hombres tienen algunos derechos fundamentales, como el derecho a la vida, a la libertad, a la seguridad, a la felicidad, que aquellos que detentan el poder de ejercer la fuerza en nombre del Estado deben no sólo respetar sino también garantizar. Esta doctrina es la base de las Declaraciones de derechos de los Estados Unidos de América (1776) y de la Francia revolucionaria (1789). Nótese, sin embargo, que el Estado liberal se refiere a los límites de los poderes (Estado de Derecho), y no a las funciones del Estado.
Más allá de si estos derechos fundamentales son naturales, en mi opinión, hay tres cosas claras: primero, la idea de derechos fundamentales constituye una revolución analítica en tanto el problema del Estado ya no se analiza desde la perspectiva del poder soberano sino desde la de los súbditos. En segundo lugar, aun sin mencionar el carácter natural de estos derechos, detrás del “velo de ignorancia”, durante un periodo reservado para el diseño constitucional, cualquier grupo que no posea la seguridad de tener una mayoría en el futuro, puede tener interés en la protección constitucional de esos derechos fundamentales. La idea es que probablemente todo el mundo esté mejor, detrás del “velo de ignorancia”, cuando la sociedad se rige por principios constitucionales bien definidos que estipulan derechos y deberes, y que estos podrían estar mejor protegidos, en particular para las minorías, por un poder judicial independiente que por los actores políticos que cuenten con el apoyo de mayorías transitorias. En tercer lugar, una vez en control de una mayoría legislativa, ese mismo grupo podría querer reducir el poder de las cortes. De esta forma, aislar el poder judicial de la manipulación política es necesario para preservar aquellos derechos individuales fundamentales. Esta cuestión es muy importante en el diseño institucional de un país, y forma parte de la arquitectura a través de la cual se sostiene el Estado de Derecho.
Sebastián,
Una lectura rápida de la columna de Andrés puede dejar la impresión de que se refiere a temas profundos de filosofía política y jurídica. Una segunda lectura deja bien claro que se trata de una declaración contra Trump, en la misma línea que muchos colegas americanos de Andrés han estado haciendo, lo que originó mi primer comentario. Leo ahora los comentarios a la versión original de la columna en Project Syndicate y veo que algunos confirman mi segunda lectura y que otros cuestionan afirmaciones grandiosas en la columna. Sí, cuando se hacen ese tipo de afirmaciones se corre el mismo riesgo que Maradona opinando sobre la personalidad de Messi.
Si uno aplica el enfoque estructura-conducta-desempeño de Organización Industrial se puede afirmar que la columna de Andrés no está referida a la estructura sino a las conductas de los políticos que se suponen condicionadas por la institucionalidad de la política y el gobierno en democracias constitucionales. Ni Trump ni Bernie ni Hillary son amenazas a esa institucionalidad definida primero por la Constitución y segundo por muchas leyes. Pero estamos hablando de política y a diferencia de lo que ocurre en el mercado del dulce de leche, los competidores saben bien que esa institucionalidad es débil en el sentido de que su “enforcement” está sujeto primero y ante todo a las interpretaciones de muchos burócratas, jueces, policías y el ejército de periodistas y académicos que han conquistado espacios de poder más por complicidad con los políticos que por méritos propios, y segundo a las deficiencias de los órganos administrativos y judiciales de control. Sí, en Argentina y Chile sabemos mucho sobre esas debilidades porque han sido una constante de nuestras historias, pero en un grado menor también siempre han existido y siguen existiendo en EEUU. La política y el gobierno en tiempos de Obama son ejemplo claro de las debilidades de esa institucionalidad, pero no es la primera experiencia ni será la última. Apuntar a Trump como una amenaza a esa institucionalidad es grotesco.
Más grotesco es recurrir al liberalismo para definir las posiciones de Obama y Trump. Supongo que no necesito traer referencias a cientos de trabajos recientes sobre el liberalismo en cuanto filosofía política y jurídica (los interesados pueden empezar consultando bibliografía de la entrada Liberalism en Stanford Encyclopedia of Philosophy y entrar en la página web de Online Library of Liberty). Sí, para entender cómo han ido cambiando las ideas centrales del liberalismo —y también como se ha manipulado y se sigue manipulando su uso por quienes se disfrazan de liberales— tendríamos que dedicar mucho tiempo y espacio. Los que seguimos sosteniendo que la idea original y básica del liberalismo es el reconocimiento de la libertad individual como central a la coexistencia y como valor limitante del poder coactivo del Estado no tenemos duda de que ningún político contemporáneo es liberal. Sí, aunque uno admita la legitimidad democrática de recurrir a ese poder coactivo para lograr otros valores y que este recurso nos enfrente a un trade-off entre libertad y algún otro valor, el sacrificio de la libertad debe ser justificado (en un ordenamiento estrictamente lexicográfico de preferencias no habría tal trade-off pero no soy tan arrogante como para negar que puede haber buenas justificaciones). Por supuesto, hoy en todas las democracias constitucionales los políticos siempre tienen buenas excusas, no justificaciones, para sacrificar la libertad.
Si usted quiere hablar de situaciones concretas, Chile hoy es el ejemplo perfecto. Y aunque Andrés no haga referencia alguna a su Chile, y en particular a su experiencia personal de los últimos cuatro años en que ha intentado ser un político independiente de la coalición gobernante de la Sra. Bachelet (recordemos que Andrés fue ministro de Hacienda de la Sra. Bachelet en su primer gobierno, 2006-10), hoy Chile debiera recibir toda la atención de los liberales auténticos, esos que defienden la democracia constitucional y la primacía de la libertad individual. Sí, en su segundo gobierno (asumió en marzo 2014 por cuatro años), la Sra. Bachelet se embarcó en reformas que sacrifican la libertad individual con excusas sobre inclusión e igualdad y políticas públicas tomadas del siglo pasado. Peor, la Constitución actual limita las ambiciones de la Sra. Bachelet y su coalición (en la que el Partido Comunista participa con pocos votos y mucho ruido) y entonces se ha estado intentando su reforma, aunque por suerte el colapso de la aprobación popular del gobierno ha forzado una fuerte desaceleración en la realización de esas ambiciones.
Para Andrés, liberal = progresista. Para mi, liberal = libertario. Este párrafo lo explica de manera simple
«Liberal»—a word that libertarians can now seize back, because their friend George has fled it in favor of «progressive»—means equality, both before the law and in social hierarchy. The Progressives in the United States favored inequalities and hierarchies in all directions, such as race, class, gender, IQ, expertise, wages. No one who reads the Progressives can doubt their illiberality. Read any dozen pages of Leonard’s book and a true liberal will weep. «It is well known,» Leonard notes, «that modern liberalism permanently demoted economic liberties.» Then for good measure, in aid of a eugenic program, the Progressives «assaulted political and civil liberties, too.» The right to open a shop was hedged by zoning and building codes, because after all economic rights are trivial, and then the right to make a wage bargain or to keep one’s income or to keep one’s property was similarly restricted in furtherance of the general will. No problem. Eminent domain and civil forfeiture, hurrah.
parte de la reseña del libro ILLIBERAL REFORMERS de Thomas Leonard por D. McCloskey
https://reason.com/archives/2016/06/12/the-secret-history-of-the-mini
Recomiendo leer la reseña en su totalidad.