28 de mayo de 2016. Por Sergio Berensztein para La Gaceta. Los números redondos ejercen sobre los seres humanos una fascinación inexplicable. Desde los temores apocalípticos que sobrevienen con cada cambio de milenio hasta el abuelo que hace una fiesta de cumpleaños especial para celebrar sus 80, pasando por las instituciones que tiran la casa por la ventana cuando cumplen sus centenarios o los medios de comunicación que duplican sus flashes en el campo de juego cuando Messi está a punto de llegar a su gol 500. Esta inclinación casi mística de las personas hacia los ceros se ve reflejada también en la escena política argentina de cara a lo que ocurrirá en apenas un par de meses: los 200 años desde aquel 9 de julio de 1816 en que se declaró la independencia, precisamente en esta ciudad de San Miguel de Tucumán.
A diferencia de los que ocurrió con el 25 de mayo de 2010, cuando el gobierno de CFK organizó fastuosos festejos que recrearon la identidad del kichnerismo, reacomodado luego de la dura derrota del 2009 y en una suerte de adelantado lanzamiento de la campaña presidencial del año siguiente (que tuvo otro impulso definitivo con la muerte de Néstor Kirchner), en esta oportunidad Mauricio Macri pretende una celebración austera y acotada.
De todas formas, en un contexto en el que pretende retomar la ofensiva política y mediática luego de vetar la ley de doble indemnización con el triple proyecto de blanqueo de capitales, ingreso universal a la vejez y pago de los litigios contra en la Anses, permanece en el debate una cuestión que cruza todo el espectro político-partidario, trascendiendo incluso los límites institucionales para abarcar a la Iglesia, los sindicatos y otros actores de la sociedad civil. Se trata de la trillada necesidad de acordar políticas de Estado entre los principales protagonistas de la vida nacional.
Así, la idea de pacto o compromiso democrático es impulsada o denostada con igual convicción y a veces hasta con cierta vehemencia por quienes deberían en teoría ser parte de un entorno dialógico y desapasionado para facilitar la cooperación. Parecen estar bastante lejos de ese entorno tan poco afín a nuestra idiosincrasia. De todas formas, parece conveniente analizar de qué se trata, en principio, dicha iniciativa. Los llamados “acuerdos del Bicentenario” tienen como objetivo garantizar la gobernabilidad y abrir el camino para que el presidente Macri pueda cumplir con sus objetivos de campaña.
Como toda iniciativa de la que participan múltiples jugadores, es inevitable que existan tironeos entre los diferentes grupos de poder, pero claramente aparecen los representantes de “la vieja política” como más proclives a avanzar en este sentido, sobre todo líderes del PJ y de la UCR. Por su parte, la mayoría del gobierno considera que conformar dicho acuerdo significa encaminarse hacia un mejunje sin sentido ni beneficios concretos.
Puede argumentarse que ambos grupos tienen motivos relevantes para sostener sus respectivos argumentos. Es cierto que el gobierno no tiene mayoría en el Congreso y gran parte de los gobernadores forman parte de la oposición. Combatir la inflación y poner la Argentina nuevamente en movimiento requerirán de la acción conjunta y de la coordinación de todos los sectores políticos y sociales. Desde lo cualitativo, un acuerdo de estas características puede fomentar y organizar el diálogo y el debate público, darles un entorno previsible, fijar límites entre lo que es factible y lo que no.
La llamada Ley Antidespidos o Cepo Laboral (de acuerdo de qué lado esté parado quien lo enuncia) puso de manifiesto otra razón por la cual pensar que esta clase de acuerdos podría ser positivo: el formato que propone el gobierno de ir paso a paso y discutir ley por ley tiene altos riesgos. En este caso, Macri se vio obligado a imponer el veto, una acción totalmente legítima e institucional, pero con evidentes costos políticos.
También hay muy buenos argumentos para explicar por qué no conviene que toda la política argentina camine hacia el mismo embudo del acuerdo del Bicentenario. El primero es nuestra propia historia: este formato nunca funcionó en la Argentina. Otro riesgo no menor es que algunos de los participantes del pacto decida romperlo: un costo político, tal vez, aún más grande que un veto. Y por si todo eso fuera poco, el acuerdo fija una agenda estática y quita capacidad de sorpresa. Cualquier iniciativa del gobierno “por afuera” será refutada por sus eventuales socios con un “eso no era parte del pacto”. Desde el oficialismo, por otra parte, se aduce que hoy por hoy el Pro busca enriquecerse de nuevas estrategias comunicacionales y nuevos sentidos de liderazgo, nada más alejado de este tipo de acuerdos, que entra en el conjunto de prácticas políticas perimidas que en el pasado sólo llevaron a fracasos.
Sin embargo, discutir qué es “nuevo” y qué “viejo” en la política argentina nos llevaría a un debate filosófico mucho más profundo. Basta recordar que los partidos recién ganaron institucionalidad con la reforma de la Constitución de 1994. En otras palabras, estos espacios son toda una novedad en el país.
Luego de la crisis de 2001 hubo un atisbo de acuerdo en la provincia de Buenos Aires entre Duhalde y Alfonsín, que luego se amplió con el denominado Diálogo Argentino, impulsado por la Iglesia y apoyado técnicamente por la ONU. Muchos actores políticos con protagonismo en la actualidad formaron parte de esa experiencia, incluyendo al actual jefe de Gabinete, Marcos Peña, por entonces un joven que daba sus primeros pasos en la arena política. Curiosamente, Peña es hoy uno de los principales opositores a la idea de un gran acuerdo.
Tal vez influya en él el hecho de que aquella experiencia de comienzos de siglo quedó abruptamente interrumpida por los asesinatos de Kostecki y Santillán. Luego, la misma dinámica de la crisis llevó a una salida bastante caótica, que explica que el ignoto Néstor Kirchner finalmente llegara al poder y pronto dominara casi sin límites a toda la Argentina.
Muchos de los que hoy piden un pacto coquetearon con la Transversalidad y la Concertación Plural, que buscaban destruir el viejo sistema de partidos, para fundirlo en un esquema hegemónico parecido al que ahora sucumbe en Venezuela. Con bastante razón, Peña desconfía que detrás de la idea del acuerdo yace la vocación de sus socios en Cambiemos de incrementar su cuota de poder dentro del aparato del Estado.
Por su parte, Macri limita con valentía la tentación del híper presidencialismo, una tradición argentina que se profundizó en la era kirchnerista, sobre todo con la llegada de Cristina al poder en el 2007. El presidente prefiere ejercer el poder, como lo hizo con el mentado veto, pero también dialoga, escucha, acepta preguntas de la prensa (incluso de periodistas y medios muy identificados con la gestión anterior), trabaja en equipo, delega autoridad y no monopoliza la agenda ni hace gala de una auto-referencialidad obsesiva. Por ejemplo, este último 25 de mayo tuvimos un saludable baño de normalidad: el presidente en el Tedeum escuchando aquello que la iglesia tuviera para decir, en la boca del arzobispo Poli, aunque por momentos resultase incómodo. Sin conflictos ni bombas de humo. Un estilo atenuado que, para algunos, puede producir confusiones cuando se trata de gobernar esta Argentina.
Los principales operadores políticos del oficialismo, Rogelio Frigerio y Emilio Monzó, parecen no dar abasto para abarcar la infinidad de tareas que demanda la gestión, en una administración que se inclina con mayor comodidad a pensar en grande más que en implementar el paso a paso . Muchos consideran que llegó el momento de ampliar el equipo, de sumar más espadas para librar las batallas del corto plazo y más cerebros para, en un marco de consenso, plantear la manera en que la Argentina va a desarrollar conceptualmente el ejercicio del poder, aún mucho más allá de lo que ocurra con este gobierno. No sobran los nombres, pero todas las miradas están puestas en Ernesto Sanz.
Más allá de estas especulaciones, suman críticas algunas áreas del gobierno donde predominan justamente dirigentes de origen radical. Este es en particular el caso del Ministerio de Salud, donde se han abandonado los programas de prevención del zika y nadie habla ya del dengue. Representantes de organismos internacionales se fueron alarmados esta semana de Buenos Aires, luego de comprobar que carecían de interlocutores que comprendieran la gravedad de estas enfermedades.
Así, los tropezones que caracterizaron la gestión en salud durante la gestión de Macri en la Ciudad de Buenos Aires parecen repetirse ahora a nivel nacional, curiosamente bajo la batuta del mismo ministro al que tuvo que reemplazar por su pobre desempeño.
Estos problemas parecen desplazados de los medios de comunicación, pero no pasan desapercibidos en los núcleos de decisión del Poder Ejecutivo. Y obstaculizan el debate por acuerdos que deberían abarcar objetivos más ambiciosos: mejorar la calidad institucional de un país que sigue negándose a sí mismo la posibilidad de debatir reglas del juego que le permitan por fin soñar en grande.
Fuente: http://berensztein.com/los-desacuerdos-del-bicentenario-por-sergio-berensztein/
Imagen: AFP
De verdad te pareció mal los festejos del bicentenario de CFK. Yo nunca vote a los K pero me pareció que eso lo hicieron muy bien.
Y, donde ves que Macri dialoga? Me parece que Foco Económico es generalmente más serio que esto….