Yo no me voy de Chile. Soy de los que nunca regresaron. De esos que al salir dijimos, al más puro estilo de Nicanor Parra: “Voy y vuelvo”. Pero no volvimos. O, al menos, no hemos vuelto todavía.
Mientras Hernán Büchi se va, la interrogante que horada mi cerebro todos los días desde hace 40 años es ¿cuándo voy a regresar? No importa qué esté pasando en Chile, ni quién gobierne, ni cuál sea el escándalo del momento; la pregunta sigue ahí, incrustada y persistente.
Mis amigos también me la hacen con frecuencia. Tu familia está acá, me dicen. Y tus recuerdos, y las magníficas vistas de la cordillera; también el mar junto al que creciste. Podrías enseñar en alguna universidad, dirigir un instituto, ser director de empresas, asesor de algún banco. Tendrías más tiempo para escribir, para conversar con gente interesante. Incluso, me han dicho que podría tener un programa en la tele, uno de conversación y debate, con panelistas peleadores -como yo mismo, aseveran-, uno que sea como ese programa dominguero que tenían el “Coco” del Río y los dos Fernandos: Paulsen y Villegas.
El encanto del anonimato
Yo escucho y sonrío. Ya no trato de explicar lo que significa vivir en las antípodas, ser un exilado voluntario, un extranjero aquí y allá, alguien que está permanentemente atisbando el horizonte, buscando el otro lado, oteando la ribera del océano en la que no se está.
Hubo una época en la que me empeñaba por explicar.
Empezaba con una celebración del anonimato y hablaba del placer de caminar por las calles sin que nadie te conozca, sin que nadie sepa de dónde vienes, en qué colegio estudiaste, quiénes son tus padres, tus hermanos o tus condiscípulos. Vivir entre desconocidos, que no quieren saber dónde veraneas, ni si tu abuelo fue ministro, o si tal calle o plaza honra a alguno de tus parientes lejanos. Sí, durante años traté de explicar el encanto de no tener pasado, de ser tan sólo presente, y a veces ni siquiera presente, sólo futuro: proyectos soñados, libros por escribir, cursos por enseñar a generaciones venideras. Trataba de explicar esas cosas, pero casi nadie me entendía. O, peor aún, no me creían. Pensaban que era una pose o un acto de rebeldía.
Creo que el único que me comprendió fue Alfredo Vidaurre, quien llegó a ser uno de los cerebros detrás de la exitosísima Viña Montes. Alfredo era, en cierto modo, la personificación misma del establishment. Egresado del Grange School -aunque de una generación muy anterior a la mía-, ingeniero comercial de la Universidad Católica, y MBA de la de Chicago. Había sido rugbista, tenía unos ojos verdes penetrantes y una sonrisa a flor de piel. Donde iba, lo reconocían y lo saludaban; le preguntaban por su papá y su mamá, por sus hermanos y sus proyectos. Fue director de la Escuela de Administración de la UC a fines de los 60, y por sus aulas pasaron centenares de estudiantes que llegarían a ser gerentes, incluyendo algunos que optaron por tomar atajos y hacer trampas y terminaron procesados y presos.
A principio de los 70, Alfredo partió con su familia a Panamá. Y ahí fue enormemente feliz. Cuando le preguntaban por qué, su respuesta era escueta: “El anonimato”, decía. Luego de sonreír con esa sonrisa irónica tan suya, agregaba que en el extranjero, en esa Panamá tropical y sudorosa, no existía la presión querendona, continua y asfixiante de la familia chilena. No había almuerzos de los domingos, ni bautizos, ni primeras comuniones. Pocos lo entendían, pero yo sí. Me sentía su cómplice de extramuros.
Antípodas
Roberto Castillo Sandoval escribió un libro magnífico sobre lo que significa vivir autoexiliado, mirando siempre desde afuera, sabiendo que aunque poco a poco uno se va convirtiendo en un extranjero, nunca podrá desprenderse de Chile. En Antípodas, Castillo Sandoval capturó con precisión ese estar aquí y allá, preocupado y despreocupado, indiferente y obsesionado, crítico y enamorado. Claro, un amor raro, no siempre correspondido.
En 1998, Roberto Castillo Sandoval publicó una novela que, si bien fue muy bien recibida por la crítica, no circuló con profusión. Muriendo por la dulce patria mía narra una historia tejida en torno a Arturo Godoy, el peso pesado que en 1940 disputara dos veces el título mundial contra el mítico Joe Louis. Es una historia sobre nostalgia y la obsesión nacional por los “machos”, sobre el desengaño y los “triunfos morales” con los que disfrazamos los fracasos.
Mientras algunos regresan, otros nos quedamos en las antípodas.
Andrés Velasco volvió para dedicarse a la política, y Ricardo Caballero no lo hizo. Después de años de vivir fuera, Mauricio Electorat decidió regresar para estar cerca del océano Pacífico. Pero Jorge Edwards no regresó. Se mudó a Madrid, donde se estableció en un piso encantador y elegante, con vista a una plaza llena de árboles y rodeada de restaurantes íntimos y bares bulliciosos. Después de su última pasada por París, se quedó por esos lados, y quién sabe si alguna vez regresará a vivir frente al cerro Santa Lucía.
Pero aun los que no volvemos, los que nos empeñamos en seguir en las antípodas, no podemos, por más que lo intentemos, desprendernos de la angosta franja de tierra. Es posible que no sigamos el fútbol con ahínco, pero nos alegramos al enterarnos de un triunfo del equipo de nuestra infancia, y nos ponemos la camiseta roja cuando juega la Selección. No estamos ahí, pero temprano al empezar el día, aun antes del café negro y cargado y de las abluciones matutinas, nos lanzamos al internet para consultar la prensa nacional, para enterarnos del último debate, de los chismes de la política, de las polémicas encendidas y de sus protagonistas. Vivimos al borde mismo de la añoranza y de la melancolía.
Yo apenas conozco a Hernán Büchi, pero sospecho que ese será su destino. Instalado en una ciudad limpia, repleta de certezas, orden e impuestos bajos, Hernán recordará a Chile. Añorará a sus amigos y el desorden de sus días santiaguinos. Admirará los magníficos Alpes, pero en algún lugar de su ser evocará la Cordillera de los Andes.
Un destino que ya no es el mío
A veces, por las noches, cuando no puedo concitar el sueño, recuerdo un pasaje de El General en su Laberinto, de García Márquez.
Transita el Ejército de Liberación por las escarpadas montañas de los Andes. Los hombres van cansados y cabalgan en fila india. Procuran no dormirse, mientras una niebla espesa cae sobre la columna. Entonces, Simón Bolívar pregunta en voz alta, sin dirigirse a nadie en particular: “¿Cómo estará Londres?”.
El coronel Belford Wilson, un aventurero inglés que lo ha acompañado desde el principio, y que va justo detrás de Bolívar, responde: “Mal, mi general”. Luego agrega: “La primavera es nuestra estación siniestra”.
Después de una pausa, y sin mirarlo, el libertador dice: “No me diga que lo ha derrotado la nostalgia”.
El inglés, quien a pesar de su grado de coronel es muy joven, contesta: “Al contrario: la nostalgia me ha derrotado a mí. Ya no le pongo la menor resistencia”.
Simón Bolívar detiene a su caballo y se vuelve lentamente hacia su camarada. Lo mira y sonríe. Luego, pregunta: “Entonces, ¿quiere o no quiere volver?”.
Wilson demora en responder, y cuando finalmente lo hace dice: “Ya no sé nada, mi general. Estoy a merced de un destino que ya no es el mío”.