Hace 75 años, el 28 de marzo de 1941, la escritora Virginia Woolf llenó los bolsillos de su abrigo con piedras y se internó en las aguas barrosas del río Ouse, en Sussex. Era la tercera vez que intentaba suicidarse, y en esta ocasión lo logró. Tenía 59 años y dejó novelas inolvidables, como Orlando, Las Olas, Las Horas y Al Faro. Además, dejó Un cuarto propio, un ensayo brillante y feroz que con los años se transformaría en un manifiesto del feminismo, y que aún hoy en día debiera leer toda mujer joven durante la adolescencia.
Virginia Woolf nació en una familia de intelectuales y creció entre libros, manuscritos a medio corregir y tertulias de filósofos, escritores y artistas. Su padre, Sir Leslie Stephen, fue un respetado escritor victoriano que, entre otras cosas, editó el afamado National Dictionary of Biography. En 1912, Virginia se casó con el escritor Leonard Woolf, un graduado de Cambridge y miembro de la sociedad secreta “Los Apóstoles”, a la que pertenecían los filósofos G.E. Moore y Ludwig Wittgenstein, el economista John Maynard Keynes y el biógrafo Lytton Strachey. Su hermana, la pintora Vanessa Bell, fue la pareja del artista Duncan Grant. Todos ellos, más otros como Roger Fry, Clive Bell y Desmond MacCarthy, pertenecieron al grupo conocido informalmente como el Bloomsbury Group.
Una felicidad total
Antes de entrar en las frías aguas del Ouse, Virginia escribió dos cartas. Una a su esposo y otra a su hermana Vanessa. A Leonard le dice que se está volviendo loca, y que ya no puede más. Tiene alucinaciones y escucha voces. No puede leer y, lo que es mucho peor, no puede hacer lo que más le importa en la vida: ya no puede escribir. Agrega que se ha transformado en una carga y que por su culpa él tampoco puede trabajar.
Dice: “Entonces, voy a hacer lo que me parece mejor. Me has dado la mayor de las felicidades… Toda la felicidad de mi vida te la debo a ti. Has sido enteramente paciente conmigo e increíblemente bueno… Si alguien hubiera podido salvarme, hubieras sido tú. Todo se ha ido de mí, excepto la certitud de tu bondad. No puedo seguir arruinando tu vida. No creo que dos personas puedan haber sido más felices de lo que nosotros hemos sido”.
Firma la carta con una simple “V”.
En la misiva a Vanessa repite el horror que le produce la idea de volverse loca. Le pide que le asegure a Leonard, una y otra vez, que con él fue muy feliz y que él siempre fue pura bondad.
Días después del funeral, Leonard encontró el borrador de la carta dirigida a él. En una posdata, Virginia le pedía que destruyera todos sus papeles, archivos y diarios.
Afortunadamente, Leonard no lo hizo.
Esa serena muerte
A Virginia siempre le rondó la idea de la muerte. De hecho, desde muy temprano hizo suya la línea del poema Oda a un ruiseñor, de Keats, que dice: “Estoy medio enamorado de la serena muerte”. En 1904, cuando murió su padre, Virginia trató de suicidarse por primera vez. Volvió a intentarlo en agosto de 1913, cuando una depresión profunda descendió sobre ella. Pero, curiosamente, durante los últimos meses de 1940, estaba tranquila y en paz, llena de proyectos sobre nuevas novelas y ensayos. Había terminado de escribir la biografía de su amigo Roger Fry -un proyecto que le resultó difícil-, y se encontraba revisando las pruebas de galera del que fue su último libro, Entre Actos.
El estallido de la Segunda Guerra Mundial había obligado a los Woolf a dejar su casa de Londres y refugiarse en su chalet de descanso -la Monk House- en Rodmell, al sur de Inglaterra, no muy lejos del balneario de Brighton. A las pocas semanas de la mudanza perdieron a la cocinera -una mujer silenciosa llamada Mabel- y se vieron obligados a vivir la más simple de las vidas. Cultivaban una huerta, escribían todas las mañanas, daban paseos por la orilla del río, jugaban bolos, cocinaban y, por la noche, leían.
En esos tempranos meses de la guerra -estoy hablando de antes de Pearl Harbor y la entrada de los EE.UU. al conflicto- la situación de Inglaterra era desesperada. El escape de Dunkerque había sido una humillación, y la gente no descartaba la posibilidad de una invasión de los nazis. Leonard, que era judío, decidió que prefería la muerte antes de caer en manos de los alemanes. Obtuvo dos dosis de veneno, una para él y otra para Virginia, y la pareja decidió que de producirse la invasión se encerrarían en el garaje y morirían por su propia mano.
Pero a pesar de planear una “serena muerte” en caso de la invasión que nunca llegó, hasta las primeras semanas de 1941 Virginia no quería morir. Le gustaban la tranquilidad y sencillez de su vida en Rodmell. Cuando en noviembre de 1940 un avión alemán bombardeó el pueblo, matando a varias personas, Virginia escribió en su diario que al sentir la explosión le “dije a Leonard que no quería morir todavía”. Luego de describir cómo se imaginaba perecer en un bombardeo, escribió: “Oh, me gustarían otros 10 años”.
A fines de enero de 1941, los síntomas de la depresión volvieron a presentarse. Leonard recurrió a Octavia Wilberforce, una médico feminista y amiga de toda la vida, quien trató de convencer a Virginia de que estaba muy enferma y que tenía que tratarse. En esa época no existían los fármacos de hoy, y la cura se basaba en descanso absoluto y una alimentación sana. Pero como afirma Leonard en el último volumen de su autobiografía, publicada en 1969, “parte de la enfermedad es negar la enfermedad y rehusar el tratamiento”. Se suponía que Octavia los visitaría durante el domingo 30, y que ahí esbozarían el plan de descanso y recuperación. Pero no sucedió. La mañana del viernes 28, Virginia dejó la carta para Leonard sobre la chimenea y salió en silencio en dirección al río.
El cuerpo de Virginia apareció tres semanas después de su desaparición de Monk House, destruido y descompuesto. Durante la ceremonia de cremación se escuchó Espíritus Benditos, del Orfeo de Gluck. Leonard enterró las cenizas entre dos olmos en su jardín. Los árboles tenían las ramas entrelazadas entre ellos y eran conocidos por los lugareños como Virginia y Leonard. Unos años más tarde, durante una feroz tormenta invernal, un golpe de viento tumbó a uno de los olmos.
Ya no basta con un “cuarto propio”
Desde niña, Virginia se rebeló en contra del machismo y usó todos los recursos a su alcance para lograr una mayor igualdad entre mujeres y hombres. Este grito por la igualdad quedó plasmado en Un cuarto propio, ensayo en el que, entre otras cosas, plantea que si la hermana de Shakespeare (un personaje de ficción llamado Judith) hubiera tenido las mismas oportunidades que William, hubiera podido escribir obras tan o más importantes que las inmortalizadas por el varón de la familia.
Para Virginia Woolf, un elemento fundamental para avanzar hacia la igualdad era que las mujeres tuvieran su propio espacio, su mundo, un “cuarto propio” en el que pudieran recluirse y donde pudieran trabajar en sus proyectos.
Pero hoy, el “cuarto propio” no basta. Es de esencia (y de decencia) que las mujeres logren una igualdad integral, que puedan perseguir sus sueños laborales, artísticos, creativos, deportivos y de maternidad. Y para ello es necesario que tengan un “ingreso propio”. Deben tener el mismo acceso al mundo laboral que los hombres y el mismo pago por el mismo trabajo. Se necesita una amplia red de jardines infantiles y un fin a la discriminación abierta y encubierta. También es necesario dictar leyes que les den a las mujeres control sobre sus propios cuerpos.
Poco a poco, Chile avanza en esa dirección, y eso es positivo. Pero, también hay que reconocer que 75 años después de la desaparición de Virginia Woolf, aún nos queda mucho camino por recorrer.