Fabricante de mentiras

Una economía que lleva cuatro años sin crecimiento ni creación de empleo privado, con alta inflación, cepo cambiario, altísima presión fiscal, infinitas regulaciones absurdas y un atraso cambiario que ahoga a las economías regionales, ¿no merece ser un tema de campaña? A pesar de que el gobierno de CFK deja un conjunto de desafíos de enorme envergadura en materia económica para el próximo presidente, sea quien sea, causa sorpresa que los principales candidatos apenas mencionen estos temas, cuando lo hacen, y siempre cuidándose de no ser precisos: utilizan palabras superficiales y ponen foco en el gradualismo de un eventual paquete económico en donde la palabra ajuste está explícitamente vedada por los managers de campaña.

Tal vez todos miran de reojo lo ocurrido en la última elección en Brasil. Aécio Neves, candidato opositor, no tuvo empacho en decir con total claridad todo lo que había que hacer. Describió las medidas de ajuste que pensaba implementar, antipáticas pero necesarias. El electorado ungió en segunda vuelta a su competidora Dilma Rousseff para que continuara al frente de la presidencia. A diferencia de su arriesgado adversario, Dilma negó durante su campaña cualquier cambio en la política económica. La moraleja parece resonar en los oídos de Daniel Scioli y de Mauricio Macri (y en los bolsillos de sus asesores de comunicación política): “Quien quiera salir victorioso no debe decir lo que piensa hacer, sino lo que la ciudadanía prefiere escuchar”.

Si se extendiera la mirada crítica sobre el caso brasileño hasta el día de hoy, no obstante, aparece una segunda enseñanza, tal vez más importante que la anterior: la estrategia del silencio, de la extrema cautela, con pinceladas de acuarela que inducen a la ambigüedad, puede resultar tentadora y hasta adecuada en el corto plazo, pero produce serias dificultades cuando el fabricante de mentiras (o de omisiones) ya está en el gobierno y se ve obligado a implementar las medidas que prefirió antes no enunciar con la suficiente claridad.

En ese momento, el presidente se encuentra casi sólo: los que no lo habían votado ya no lo querían (por algo no lo habían elegido) y los que sí habían puesto su boleta en la urna, convencidos de que les estaba diciendo la verdad, tienden a desilusionarse. “Son todos iguales, mienten”, pueden los ciudadanos argumentar. “Nos habían prometido algo y hacen exactamente lo contrario”. Estos comportamientos tan cuestionables afectan no sólo la credibilidad del sistema democrático sino la confianza en la totalidad de la clase política.

Dilma debió finalmente llevar a cabo el programa de Aécio casi en su totalidad, y hoy su gobierno vive en una profunda crisis. Es cierto que el contexto es más complejo y que los escándalos de corrupción están conmocionando al conjunto de la sociedad brasileña (cosa que también podría ocurrir en la Argentina en el futuro cercano, si es que existe voluntad en la justicia para avanzar en las investigaciones de casos como Hotesur). Sin embargo, el pésimo clima económico no ayuda en absoluto, acrecentando el riesgo de una crisis de gobernabilidad. ¿Cómo reaccionaría la sociedad argentina ante un mandatario que necesite blanquear sus dificultades con la montaña rusa ya en movimiento?

En la campaña electoral argentina ni siquiera hubo un Neves, con la valentía de plantear con absoluta claridad la naturaleza tan problemática del rompecabezas que significa hoy la política económica. Tal vez, el que más a fondo llegó es Sergio Massa. Se trata de un candidato que, y esto no sorprende, según los sondeos más confiables disponibles es el que menos chances tiene de llegar a una eventual segunda vuelta. Aplica a este caso el denominado Teorema de Baglini (por Raúl, el extraordinario ex senador radical por la provincia de Mendoza): “los líderes se tornan moderados cuánto más cerca están de ejercer el poder. Y viceversa”.

Cuando se aplica el tirabuzón para obtener alguna definición importante en materia económica, Scioli y Macri se parecieron demasiado, convergiendo hacia un conjunto de medidas que coinciden en los qué y se diferencian apenas en los cómo y en los quiénes. Tal vez el líder del Pro se mostró más enfático para asegurar un eventual levantamiento del cepo cambiario, mientras que por el lado del candidato del FpV se enviaron algunas señales para indicar que serán más veloces y efectivos a la hora de arreglar el problema con los holdouts. Pero se trata de matices, de diferencias relativamente menores.

La otra gran pregunta es cuánto demorarán en implementar los programas económicos necesarios para estabilizar la economía y generar las condiciones para volver a crecer de manera sustentable. Un breve repaso por los presidentes democráticos desde Raúl Alfonsín hasta nuestros días demuestra que, en líneas generales, los mandatarios demoran en generar las condiciones para cambiar el rumbo, incluyendo designar un equipo adecuado, darle un apoyo político contundente, construir coaliciones para respaldarlo políticamente y enfrentar los conflictos sociales y los costos políticos que estos planes de austeridad en un principio producen. Alfonsín asumió el 10 de diciembre de 1983, pero el equipo económico profesional que implementó el Plan Austral no estuvo en funciones hasta febrero de 1985. Carlos Menem se entretuvo con el Plan BB y con Antonio Erman González antes de que Cavallo tomara la posta e impusiera el torniquete de la Convertibilidad. Empantanado en una crisis política que estalló poco tiempo luego de asumir el poder, Fernando de la Rúa directamente desperdició toda su presidencia: fracasó con José Luis Machinea y Ricardo López Murphy primero y con Cavallo después, al margen del prestigio y la reputación de ellos mismos y de sus respectivos equipos económicos. Eduardo Duhalde apostó primero por Jorge Remes Lenicov hasta que Roberto Lavagna se ocupó de conducir una economía que pronto comenzó a recuperarse.

Es común, por lo tanto, que los presidentes inicien su recorrido con equipos económicos que no duran mucho ni solucionan los principales problemas. ¿Será por esto que Scioli designó a Silvina Batakis al frente de la cartera en caso de proclamarse ganador? ¿Acaso ya está pensando en un segundo gabinete, que emergerá cuando el plan A falle? Es cierto que en un almuerzo entre importantes empresarios realizado esta semana en la ciudad de Buenos Aires, alguien afirmó que “Silvina parece Janet Yellen en relación a Axel (por Kicillof)”.

Tal vez sea hora de innovar, de que el próximo presidente aproveche el tiempo desde su primer día en el sillón de Rivadavia para ir a fondo con las medidas que debe tomar. Es cierto que pueden producirse cimbronazos cuando los cimientos aún no están del todo firmes, pero el costo social de suboptimizar la administración económica en los primeros tramos puede ser muy significativo.

Por otra parte, no se puede perder de vista el ciclo político. En 2017 habrá nuevas elecciones, cruciales, en las cuales, por ejemplo, podría definirse la suerte a futuro de Cristina Fernández si decide presentarse como senadora por la provincia de Buenos Aires. Si el presidente tiene en su cabeza esa reválida que llegará en apenas dos años, probablemente decida implementar las reformas lo antes posible, para que la Argentina retome la senda de crecimiento y poder enfrentar las urnas con las cosas ordenadas. En 1985 Alfonsín implementó el plan de estabilización en junio, poco antes de las elecciones, con el objetivo de que la gente llegara más tranquila a poner su voto. Lo logró. En 1987, cuando las cosas ya se habían salido de su cauce, la derrota electoral lo debilitó significativamente, sobre todo en algunas provincias clave como la de Buenos Aires. Será interesante ver hasta qué punto el ciclo político y la vocación del nuevo presidente por acumular poder o por reforzar su autoridad influye en el ritmo y la secuencia de las nuevas medidas económicas.

Mientras tanto, los días pasan y se acaba el tiempo de las promesas. Tal vez mañana o en apenas 30 días, el juego electoral de los candidatos dará paso a la crecientemente dura realidad. La fábrica de mentiras estará cerrada y habrá que gobernar. En ese momento, para avanzar en los esfuerzos de estabilización deberá pagarse doble: el costo habitual que tiene el hecho de tomar estas medidas y el de haber dejado la sensación durante la campaña de que no sería ni imprescindible, ni necesario.

24 de octubre de 2015. Por Sergio Berensztein para La Gaceta.

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