Cuando, en muchos años más, se escriba la historia de esta época, agosto de 2015 será recordado por dos cosas: por la caída del gobierno en una irrefutable espiral descendente y por la reaparición centelleante de Ricardo Lagos en la política contingente y de trinchera.
Toda esperanza de que el gobierno optara por la modernidad y la eficiencia fue echada por la borda por las sucesivas y contradictorias declaraciones de la Presidenta, y por las rencillas al interior de la coalición gobernante.
Las últimas tres semanas han sido, posiblemente, las más confusas desde el retorno de la democracia. Semanas de avances y retrocesos, coqueteos con un lado y con el otro; semanas de declaraciones contrapuestas que tan sólo siembran desconcierto. Además, el gobierno ha vuelto a demostrar una enorme incapacidad por captar el estado de ánimo de la ciudadanía y continúa siendo rehén de “el programa”.
Pero lo peor de los últimos 20 días fueron las alabanzas de la Presidenta a la RDA, una de las dictaduras más cruentas y odiosas en la historia de la humanidad. Más de alguien podrá decir que fueron comentarios inofensivos, al pasar. Esa postura es errada, tanto moral como políticamente: cuando se trata de violaciones de los derechos humanos, hay que decir “nunca más”. Es la actitud que hay que tener frente a Manuel Contreras y Erich Honecker, sin hacer ninguna distinción.
Una mirada lúcida
Lo extraordinario de Lagos no fue ni la visita a La Moneda ni la puesta en escena, ni el que haya expresado con entereza y claridad su disposición a competir en las próximas elecciones.
Lo extraordinario fue la lucidez de su pensamiento y la valentía y el candor con que presentó su punto de vista. Por primera vez en mucho tiempo la ciudadanía tiene a su disposición un análisis coherente y bien desarrollado sobre el futuro de la República y sobre las políticas públicas que el país necesita para salir adelante.
Convengamos en lo siguiente: Ricardo Lagos fue un muy buen presidente.
Durante su gobierno, el país se “puso los pantalones largos” y dio un gran salto adelante. Desde luego que no todo fue perfecto. Hubo baches y desaciertos, pero cuando uno hace la suma, el resultado es enormemente positivo. Se gobernó con una visión de largo plazo y con un sentido histórico que recogía las mejores tradiciones de nuestra historia. Durante su sexenio, Lagos planteó la necesidad de avanzar hacia un futuro moderno, donde los puntos de referencia eran países como Australia, Nueva Zelandia y Canadá, todos exportadores de materias primas, todos países con sistemas democráticos incluyentes y con sociedades amables y tolerantes.
En su entrevista de El Sábado, Ricardo Lagos no vaciló en definirse como partidario de “el orden”. En contraste con tanto político actual que vive en el oportunismo y que transita temeroso por las autopistas de las redes sociales, Lagos tomó el toro por las astas. Los ciudadanos, dijo, quieren un país ordenado, un país con una ruta clara, con un sentido de propósito que siga cosechando los frutos de lo sembrado durante 25 años de democracia. Luego aseveró que él, Ricardo Lagos Escobar, puede ayudar a reencontrar el orden que nos permitirá salir de este sentido de naufragio y desamparo. Ricardo Lagos ama a Chile y está disponible.
Pero -y esto no se puede olvidar ni por un momento- esto no significa que de volver a La Moneda lo haga del brazo de los grandes conglomerados y empresarios. No, el ex presidente lo dijo con toda claridad: No quiere pasar a la historia como Arturo Alessandri, un político de dos cabezas y dos personalidades. En un momento defensor de las masas desposeídas, y en otro partidario de las grandes empresas y latifundios. Lagos quiere pasar a la historia como el hombre que enfrentó a Pinochet, como el presidente que con dignidad le dijo que “no” a George W. Bush, como el líder que ayudará a que Chile se transforme en una sociedad digna y próspera. Ricardo Lagos es un socialdemócrata moderno, un socialdemócrata del siglo XXI, y si vuelve a La Moneda gobernará como tal.
De aquí a 30 años
Todo lo anterior es interesante, pero no es lo esencial.
En este momento de confusión, lo más importante fue la profundidad del análisis político de Lagos. Su visón histórica y el énfasis en usar un horizonte de varias décadas en vez del corto plazo enfermizo que reina en la actualidad.
El ex presidente dijo: “Gobernar es tener una idea de país en el largo plazo… ¿Cómo quiero que sea este país en 20 años, en 30 años… Tener conciencia que tú vas a gobernar un pedacito de esos 30 años… Hay que atreverse a mirar más lejos, porque ese es el sentido de la actividad pública”.
Lo que dice Lagos es, precisamente, lo que debió haber hecho este gobierno: primero, imaginarse el mundo en 30 años. ¿Cómo van a ser Australia, Nueva Zelandia y Canadá dentro de una generación? Y, en segundo lugar, pensar qué políticas públicas podemos implementar en Chile hoy, para que en 30 años estemos más cerca de estos países, para unirnos al concierto de naciones armoniosas, tolerantes y altamente productivas.
Si pensamos de esta manera, es obvio -de obviedad absoluta- que ni la reforma educacional ni la reforma laboral impulsadas por este gobierno son modernas. Ni la una ni la otra reconoce que estamos en el siglo XXI, que el mundo tecnológico avanza como un tsunami imparable, que para que Chile no se quede irremediablemente atrás hay que anticiparse a lo que viene. Ninguna de estas reformas piensa en 30 años más, ni siquiera piensan en la próxima década.
Resulta que en 10 años en ningún país competitivo la educación será como la conocemos hoy; más aún, en 10 años casi todas las labores hoy realizadas manualmente por operarios sin mayores conocimientos técnicos serán hechas por máquinas. Reformas modernas y efectivas tienen que tomar estos hechos irrefutables en consideración. Pero, tristemente, nada de esto es considerado por el gobierno, cuyos proyectos asumen que el mundo se va a quedar estancado en su nivel tecnológico actual.
Lo planteado por Ricardo Lagos contrasta con la mirada nostálgica y “siglo XX” de los políticos actuales. Tanto los de la Nueva Mayoría como los de la Alianza. Mientras el mundo avanza a pasos agigantados, mientras las tecnologías alteran el horizonte y ponen las cosas “patas para arriba”, nuestros políticos siguen atrapados en esquemas del pasado. Las cosas no tendrían por qué ser así, pero así son, y eso es, desde luego, preocupante.