Este artículo es la última parte de un trabajo extenso que ha sido publicado en notas semanales (leer primera y segunda parte).
Afortunadamente, un mundo diferente, una oportunidad imperdible
A partir de 1990 se da el fenómeno de la aparición de un mercado internacional radicalmente diferente al que se tenía en el período de la posguerra. El crecimiento de China no tiene parangón en la historia económica mundial: en solo 20 años la participación relativa de su economía pasó del 3 al 20% del producto Bruto Mundial siendo superada solo por los Estados Unidos que concentra el 23% de la economía mundial. Esto implicó una creciente demanda de alimentos y “commodities” y un re-direccionamiento en los patrones de intercambio de bienes de tipo inter-industrial. Para la Argentina esto fue una bendición, puesto que su economía se “liberó” de décadas en las cuales los términos del intercambio estuvieron estancados. A eso debemos sumar una expectativa de que los niveles actuales, más allá de las típicas oscilaciones cíclicas, habrán de mantenerse muy por encima de los niveles históricos, porque se espera que la demanda por productos agro-industriales continuará creciendo en el futuro inmediato. No todos los analistas coinciden con un escenario tan optimista, sino que afirman que China, e incluso la India, han experimentado cambios estructurales que incluyen la aparición de un sector agroalimentario crecientemente competitivo.
Esto nos invita a pensar la estructura económica del mediano y largo plazo, en donde una inserción económica competitiva en los mercados mundiales no puede depender solo del complejo agroindustrial.
Para saltar hacia un sendero virtuoso de desarrollo económico no podemos vivir solo con lo nuestro. Ciertamente, esta aseveración estuvo a las antípodas del pensamiento económico de los economistas latinoamericanos (y argentinos) en el período de posguerra. Las estrategias e impulsos en el desarrollo industrial adoptaron una orientación mercado-internista en un contexto de economía cerrada sujeta a restricciones cambiarias constantes y un alto grado de proteccionismo. La industria encontró su techo cuantitativo y tecnológico muy temprano, y nunca pudo afirmarse como el nuevo motor de la economía argentina. En la etapa 1976-1990 la combinación de una apertura comercial y financiera con un escenario de alta inestabilidad macroeconómica, fiscal e institucional fueron factores que explicaron en buena medida la larga Gran Recesión de 1974-1990.
A partir del inicio de la última década del siglo XX, con un contexto comercial internacional más abierto, se experimenta una sólida correlación positiva entre el aumento del grado de apertura de la economía y el desarrollo económico. Esta asociación virtuosa tuvo mucho que ver con la restructuración de la economía real en un contexto de estabilidad, con el shock positivo externo de principios de este siglo.
El impacto de la apertura hacia una mejor performance económica se ha canalizado hasta 2011 por medio de tres efectos directos: (a) Altos términos del intercambio y una política comercial no distorsiva, a través de la balanza comercial se evita el estrangulamiento crónico de divisas facilitando el equilibrio macroeconómico; (b) Aumento de la demanda agregada, esto es a la demanda doméstica se le suma la demanda internacional por nuestros productos, que se traduce en un aumento de la producción de bienes y servicios; (c) Aumento de los incentivos para generar mejoras en la productividad dado que nuestros emprendimientos tienen una mayor exposición al mercado internacional.
El impacto estructural fue inmediato: el desarrollo de la cadena agro-industrial apuntaló el despegue de la economía argentina al incorporarse de modo altamente competitivo en el mercado mundial. A pesar de ello -como se muestra en una importante publicación del CIPPEC elaborada por Castro y Saslavsky (2009)- el espacio económico argentino se caracteriza todavía por desequilibrios económicos regionales marcados y, en algunos casos, crecientes.
El trabajo del CIPPEC muestra que la estructura económica de los espacios sub-nacionales (las provincias) se caracteriza por una dualidad persistente. Alrededor de un cuarto de las provincias, entre las que se encuentran CABA, Buenos Aires, Córdoba, Santa Fe, Entre Ríos y Mendoza, no por casualidad las de mejor calidad institucional, se caracterizan por tener una producción diversificada y empresas de gran escala que generan eslabonamientos desde el sector primario hacia sectores de alta productividad y sofisticación tecnológica. Las demás, en su gran mayoría, tienen un altísimo grado de dependencia de la producción de bienes primarios que, a pesar de sus ventajas comparativas naturales, debe enfrentar numerosos obstáculos para acceder a los mercados mundiales debido a una provisión insuficiente de bienes públicos (infraestructura, transporte, energía). Tenemos varios “países” dentro de un país.
El enfoque de Ricardo Haussman (2015), que analiza la relación entre la complejidad de bienes que una economía exporta y el potencial de desarrollo económico de largo plazo de un país, puede ilustrar muy bien la problemática argentina para transformarse en una nación desarrollada. El concepto es muy simple pero convincente. El autor imagina al espacio de productos exportados como a un conjunto de productos que se sitúan a una cierta distancia entre ellos. Por ejemplo, la soja se ubica a una distancia mínima del aceite de soja porque se necesita un “know how” técnico adicional pequeño para transformar al bien primario en una manufactura de origen industrial. En cambio, la soja y una turbina hidroeléctrica se instalan a una distancia considerable. La metáfora de Haussman es que el espacio económico es un bosque, los productos son los árboles y los empresarios son los “monos”. Cuanto más próximos sean los productos entre ellos más fácilmente los empresarios pueden “saltar” de productos de menor productividad a aquellos de mayor productividad o complejidad.
Si uno se detiene a pensar en esto, la densidad del bosque o del espacio económico va a depender claramente del nivel de conocimiento productivo que tenga una determinada sociedad. Los países más desarrollados y ricos son productivamente más diversos y saben hacer cosas que son más difíciles de hacer. Y esto nos lleva a un paradigma diferente sobre la importancia y beneficios dinámicos de una Argentina más abierta al mundo. Ya no se concibe un comercio internacional caracterizado por la especialización del trabajo: los países que se desarrollan no se especializan sino que se diversifican, y son las actividades en el mercado mundial lo que permite crecer e innovar más rápido. La competencia por el mercado interno tiende a generar oligopolios, en cambio los mercados externos tienen el potencial de alinear los intereses del factor trabajo y del factor capital: un juego de suma positiva.
Las ideas muchas veces vienen desde afuera y pueden ser adaptadas y hasta mejoradas. Lamentablemente, con el consentimiento de una clase dirigente temerosa del cambio, nuestras políticas públicas se ocuparon en “blindar” el sistema económico de las supuestas amenazas de la veloz revolución tecnológica global. Una concepción tradicional de proteccionismo ya no solo nos coloca un techo muy bajo para el crecimiento económico sino que, peor aún, se transforma en un fenomenal obstáculo para el desarrollo del país. En esta visión, que asocia el grado de complejidad de la matriz económica con un ingreso per cápita más alto el fenómeno de la vecindad o regionalismo, también pasa a ser sumamente relevante a la hora de evaluar el potencial de innovación del país. Las regiones tienden a parecerse mucho si son contiguas. Y el potencial de saltos, y por ello de creación de nuevos procesos productivos, aumenta considerablemente si el vecino tiene un importante grado de sofisticación productiva. Esto significa que un vecino –caso Brasil- más avanzado en cuanto a su diversificación productiva no se constituye en una amenaza sino que, por el contrario, representa una gran oportunidad para aumentar la probabilidad de generar productos y procesos más complejos.
En el trabajo del CIPPEC, Castro y Saslavsky encuentran para nuestro país una relación positiva muy estrecha entre los ingresos per cápita de las provincias y sus respectivos ingresos por exportaciones. Aún más, el aumento del ingreso per cápita depende sustantivamente de un mejoramiento persistente de la productividad de los bienes comercializados internacionalmente. En el trabajo de Haussman, la complejidad de la economía argentina (es decir la densidad del bosque) ha aumentado entre 1975 y 2005. Si bien se observa un cambio estructural de una economía, basada en las ventajas comparativas de productos que son intensivos en recursos naturales hacia sectores como el electrónico, químico y metalmecánico, que son más intensivos en la adopción de tecnologías complejas, la Argentina tiene un índice de complejidad acorde con su nivel del PIB per cápita.
Pero lo que parece ser un dato alentador no lo es tanto si reconocemos que nuestro PIB per cápita actual de alrededor de 14,000 USD ha caído en términos relativos un 50% comparado con una canasta de países con los cuales nos comparábamos en el 74 (Corea del Sur, Taiwan, México, España). Por el contrario, los países que han realizado un fenomenal proceso de convergencia o catch up muestran que la variedad de lo “que saben hacer”, es decir su matriz productiva está muy por encima de sus niveles de ingresos actuales. Una matriz más compleja tracciona el desarrollo económico. En nuestro caso podemos afirmar que la complejidad productiva depende en gran medida de un sector agroindustrial que se encuentra en la frontera de la eficiencia e innovación internacional. Este sector combina una alta productividad y una baja distancia con respecto a una canasta de exportaciones promedio mundial, a pesar de sufrir recurrentes políticas macroeconómicas y fiscales discriminatorias.
En la Argentina tenemos un eco-sistema económico y social de tres velocidades: (1) Un primer segmento de actividades productivas y de servicios que tienen una productividad semejante a los países sub-desarrollados (ver salarios promedio de 500 USD) de muy baja productividad; (2) Un segmento de mediana velocidad volcado al mercado interno con una productividad baja y la adopción de técnicas obsoletas que en el mejor de los casos mantiene un piso medio bajo en el nivel de ingresos; y (3) Un sector de alta velocidad que es el sector transable competitivo a nivel internacional. De vez en cuando los booms internacionales potencian al sector de alta velocidad, retroalimentando transitoriamente al mercado doméstico para aguantar y subsidiar al sub-sistema económico de menor velocidad. El resultado son los períodos de crecimiento económico que se agotan una y otra vez al no poder traducirse en un desarrollo económico genuino. En la Argentina de hoy conviven sub-sistemas muy dominantes con problemáticas propias de los países sub-desarrollados –indigencia, pobreza, informalidad- con unos pocos productivos y dinámicos.
Así como estamos ante el riesgo cierto de que el régimen político clientelista y rentístico degrade definitivamente nuestra democracia, parecería que estamos ante la inevitabilidad de que los sub-sistemas socio-económicos de baja velocidad neutralicen la tracción de los sectores competitivos. Si las políticas de Estado no se adecúan para evitar esta posibilidad, el país estará cada vez más lejos de un desarrollo económico inclusivo.
“Inclusividad” significa que las políticas públicas y la acción mancomunada del Estado y el sector privado logran traspasar la mayor cantidad posible de ciudadanos a actividades dinámicas de alta productividad mejorando su nivel de vida y la probabilidad de una sostenida movilidad social.
Es cierto que durante esta última década han habido vectores de innovación importantes: la biotecnología, la revolución agro-industrial y la mejora en la inversión en Ciencia y Técnica. Pero estos esfuerzos impactan directamente sobre el segmento de alta velocidad y no alteran el marco general de un sistema socio-económico absolutamente fragmentado.
Subsanar y superar esta realidad es de por sí una tarea ciclópea por dos razones principales. La primera, es que la “intelligentsia”, la clase dirigente y nosotros los ciudadanos, cualquiera sea el prisma ideológico que se le quiera dar, hemos adherido a una lógica populista en materia de redistribución del ingreso que fue siempre estática y que se enmarcó en un juego de suma cero. Los incentivos se diseñan para asegurar un esquema de compensaciones que se alternan bloqueando la generación de riqueza.
En segundo lugar, es nuestro populismo y conservadurismo congénito el que nos lleva a repetir modalidades de políticas públicas que pudieron ser adecuadas durante la economía Fordista de los 40, pero que son claramente obsoletas para la nueva economía del conocimiento. Cuantas veces distintos gobiernos han planteado la necesidad de una reforma política, del Estado o, más importante aún, educativa. Es más, cada gobernante ha tenido su proyecto de turno que siempre terminó archivado bajo el imperio de la coyuntura y de la lógica clientelista.
La disrupción mundial y el cambio paradigmático de lo que significa hoy el desarrollo económico le depara a la Argentina una nueva oportunidad. Y el foco sobre el cual hay que actuar muy rápidamente es la educación y el conocimiento. Hoy ya no basta con jactarse que tenemos un grado de alfabetización universal (de lo cual dudo) para acoplarse al tren de la economía global del conocimiento. En términos economicistas, la tasa de retorno en el grado de alfabetización no es la misma que hace 30 años bajo la era de la producción en masa. Muchos países subdesarrollados han hecho un fenomenal catch up en materia de altos niveles de escolaridad en la enseñanza primaria y secundaria pero esto no les asegura el pasaje automático hacia una economía más diversificada. El conocimiento individual básico es fundamental pero resulta insuficiente para asegurar un know how productivo democrático y colectivo.
La adopción de nuevas tecnologías y la capacidad de innovación solo son posibles cuando se tiene una masa crítica de ciudadanos que pueden aprehender las nuevas ciencias y técnicas. El tipo de conocimiento que se imparte define la estructura productiva potencial de un país. El sesgo anti-tecnologista de nuestra educación tiene raíces históricas: ya en 1926 Australia tenía -en términos per cápita- 27 veces más graduados en las escuelas técnicas que la Argentina, entonces el país más educado en América Latina. Una actitud conformista hizo que progresivamente se divorciara la relevancia y calidad de los saberes de las dinámicas exigencias sociales y económicas. Aún con las mejores intenciones, el populismo que llevamos adentro nos ha llevado a un esquema educativo regresivo en donde la escuela resultó ser un instrumento de contención social para los sectores más pobres, al mismo tiempo que se generó un perverso sistema de subsidios implícitos para que a las pocas instituciones de alta exigencia solo accedan aquellos provenientes de las clases sociales más acomodadas.
El riesgo de un colapso inminente de una educación excluyente e irrelevante supone la oportunidad de encarar una urgente revolución educativa que encarne los nuevos paradigmas científicos. La educación y el conocimiento son los verdaderos mercados de capitales de un país y es notable que esta dimensión se haya desconocido por tanto tiempo. La buena noticia es que la revolución paradigmática de la educación está allí al alcance de la mano gracias a la revolución digital. La reforma es factible y financiable, pero la mala noticia es que al tratarse de un cambio de enfoque mayor se requiere de un liderazgo moral, intelectual y político de fuste que la pueda llevar adelante. No expreso nada nuevo si digo que la revolución educativa es la madre de todas las batallas. Tampoco es algo nuevo decir que el sector educativo es uno de los más protegidos lo que hace difícil intentar cualquier reforma de fondo.
En definitiva, la Argentina flota; no se hunde pero no despega. Tendremos, sin lugar a dudas, momentos de euforia y expansión económica, pero lograr el estatus de nación desarrollada no se logrará en piloto automático. La tarea es compleja porque es bi frontal. No hemos resuelto condiciones necesarias de mínima para siquiera estabilizar nuestro nivel de ingreso actual y, al mismo tiempo, tenemos que insertarnos en la vasta economía mundial para saltar hacia un verdadero sendero de desarrollo inclusivo. Se habla mucho de las bondades de las políticas de shock versus las gradualistas con relación al futuro de la macroeconomía. Lo cierto es que nuestro equilibrio como nación de ingresos medios es muy frágil. La palabra shock resulta intimidatoria y recalcitrante, pero lo que ya es seguro es que demorar cambios radicales en nuestra matriz institucional y política y en la educación en pos de una sociedad dinámica, inclusiva e inserta en el mundo es sencillamente suicida.
Referencias bibliográficas
Ardanaz, Leiras y Tommasi (2013), The Politics of Federalism in Argentina and its Implications for Governance and Accountability en World Development, Elsevier, vol 53, pags 111-123.
Bahar, Dany, Haussman, Ricardo, Hidalgo, Cesar A (2014), Neighbors and the evolution of the comparative advantage of nations: Evidence of international knowledge diffusion? En Journal of International Economics, Elsevier, vol 92 (1), pags 111-123.
Castro, Lucio y Saslavsky, Daniel (2009). Cazadores de Mercados: Comercio y Promoción de Exportaciones en las provincias argentinas. Fundación CIPPEC.
Míguez, Eduardo, “`El fracaso argentino.´ Interpretando la evolución económica en el `corto siglo XX´”, en: Desarrollo Económico, vol. 44, Nº 176, enero-marzo 2005.
della Paolera, Gerardo y Gallo, Ezequiel, “Epilogue: The Argentine puzzle”, en G. della Paolera y A. Taylor (eds.): A New Economic History of Argentina. Cambridge University Press, 2003, cap. 12.