Nota publicada originalmente el 05/10/2014 en el periódico Perfil.
Puede gustar o no, puede parecer demasiado arriesgado, pero no por eso hay que suponer que estamos frente a una dinámica caracterizada por los caprichos, los entornos y los golpes sin sentido de timón. Toma decisiones de acuerdo con un conjunto de criterios claros y consistentes entre sí: pueden parecer voluntaristas, quizás imposibles de lograr, pero hay un corpus conceptual que brinda cierta lógica a los últimos acontecimientos.
Cristina quiere terminar su administración “a su manera”, sosteniendo su autoridad hasta el último día, influyendo en la agenda política y electoral, construyendo su legado y pensando en cómo continuar su carrera política a partir de 2016 (los presidentes constitucionales argentinos no se retiran, excepto que no tengan otra opción, como les ocurrió a Fernando de la Rúa y a Isabel Perón). Pretende continuar sin grandes cambios, sin reconocer la inflación, la recesión y el atraso cambiario. Cree que “la economía está bien” y que en todo caso algunos agentes económicos optan por satisfacer su excesivo afán de lucro en vez de colaborar con el interés general. Y encima, por hacerlo pierden plata, como les ocurrió a los chacareros que prefirieron especular reteniendo la soja en vez de venderla cuando los precios eran mejores.
Hasta comienzos de junio, todo indicaba que había optado por una estrategia flexible y pragmática. Por eso se pagaron los juicios en el Ciadi, se llegó a un acuerdo con Repsol, comenzaron a normalizarse las estadísticas oficiales con el nuevo índice de precios al consumidor (con la cooperación del FMI) y finalmente también hubo un polémico arreglo con el Club de París. Pero el traspié con la Corte Suprema de los Estados Unidos modificó de plano y súbitamente la situación.
A partir de entonces, la moderación fue reemplazada por la dicotomía “patria o buitres”, donde no queda lugar para los matices ni para detalles de naturaleza técnica. La reciente declaración del “desacato” por parte del juez Thomas Griesa, si bien tiene pocas implicancias prácticas, reforzó la decisión de radicalizar: más autarquía y aislamiento, más confrontación con los buitres de afuera y de adentro, más densidad retórica para disimular la larga agonía de un gobierno agobiado por el fantasma de imaginarse lejos del poder.
No hay mucho de nuevo en esta pretensión de someter al mercado con decisiones políticas. Al contrario, más cercanos a la tradición intelectual de Carl Schmitt que del materialismo dialéctico, para los Kirchner siempre fue crucial la supremacía de la política sobre la economía. El poder reside en el liderazgo presidencial, apalancado en un Estado cada vez más grande en tamaño y determinante en su capacidad de regular e intervenir. “A mí no me van a marcar la agenda”, solía decir Néstor Kirchner. De ahí su obsesión por los medios de comunicación que, como es evidente, heredó Cristina.
Así se explica, por ejemplo, la insistencia con “desendeudar” el país, y en particular por pagarle al FMI: en la medida en que se mantuvieran vínculos normales con los mercados financieros internacionales, debía someterse a las auditorías del Fondo y al escrutinio de las agencias de riesgo crediticio. Nada de eso era compatible con la concepción de poder K: concentración de la autoridad, la mayor discrecionalidad posible, mantener siempre la iniciativa, disuadir cualquier acto de rebeldía. Por eso, a pesar de las reestructuraciones de 2005 y 2010, Argentina nunca regresó a los mercados voluntarios de crédito.
Si la política debía dominar la economía en contextos de expansión y crecimiento del empleo, con gran incremento de las exportaciones por el boom de las commodities, obviamente este axioma adquiere mucha mayor trascendencia en circunstancias tan especiales como las que vive la Argentina hoy. Pues al margen de la crisis de la deuda, que implica escasez de financiamiento para el país, el dato más importante de los últimos tiempos es sin duda el deterioro de los términos del intercambio. Lo venía preanunciando desde hace tiempo Ricardo Arriazu y lo calculó Marco Rebozov en una columna publicada el viernes 3 en Ambito Financiero: implican unos 10 billones de dólares menos.
En otras palabras, a la crisis de la deuda se le agregó súbitamente un shock de magnitud similar a la crisis energética que generamos durante la “década ganada”. Se trata de una restricción adicional, significativa y totalmente inesperada. Eramos pocos y parió la abuela.
Esto explica el desplazamiento de Juan Carlos Fábrega y su reemplazo por Alejandro Vanoli al frente del Banco Central: Cristina plantea ahora una estrategia defensiva férrea de las reservas. Nadie sabe si se trata de aguantar hasta el 1º de enero, cuando caduque la cláusula RUFO, se pueda negociar con los “buitres” y normalizar las relaciones con el sistema financiero (internacional y local). O si, por el contrario, la idea es intentar mantener esta política tan dura de “represión financiera” hasta el final de su mandato. Tampoco es posible por ahora advertir los costos políticos y electorales que pueden generar estos movimientos, más allá de las consecuencias estrictamente económicas.
Para mantener su credibilidad y no verse forzada a aplicar medidas aún más extremas, Cristina necesita que nadie dude de su liderazgo y de su convicción. Por eso ha venido desplegando en las últimas semanas una agenda hiperactiva y en múltiples dimensiones. Permanentemente logra ratificar su absoluto dominio del Congreso, a pesar de haber perdido las legislativas del año pasado. Estuvo en Roma con el papa Francisco, que no sólo dejó de ser un enemigo o una amenaza, sino que en la práctica aparece totalmente funcional al Gobierno –tanto insistió en “bajar un cambio”, que facilitó que se despejara el camino para que ella apretara el acelerador a fondo–. Estuvo en Nueva York con toda su comitiva y se despachó sin contemplaciones frente al propio Barack Obama (es necesario remontarse a la memorable Cumbre de las Américas de 2005 para encontrar un hecho de similar envergadura). Volvió a Buenos Aires y rápidamente se puso a reordenar su esquema de gobierno para esta etapa final.
Nadie sabe cómo continuará esta saga, pues la lógica de Cristina, consistente y articulada, tiene un límite no menor: la historia. Nunca funcionó, hasta ahora, en ningún lado. El gran interrogante es si esto se hará evidente para la mayoría de la sociedad argentina antes de diciembre de 2015. Se vienen catorce meses realmente memorables.