Continuando con la serie de artículos vinculados a la conformación del Frente Amplio UNEN (FAU), me propongo reflexionar respecto de la sustentabilidad y potencial eficacia de las coaliciones de gobierno conformadas por partidos diversos en contextos de sistemas presidencialistas.
Mi argumento es que si bien en teoría el sistema parlamentario genera más incentivos para la cooperación entre partidos diversos, la experiencia reciente en el sur de América Latina sugiere que es totalmente compatible el presidencialismo y las coaliciones integradas por múltiples partidos.
Por eso, concluiré que el relativo escepticismo y las dudas que genera el FAU en distintos círculos de opinión no debe en todo caso atribuirse a cuestiones de diseño institucional. Las coaliciones partidarias y el presidencialismo no son incompatibles en la medida en que existan reglas formales e informales que regulen la dinámica política dentro de la coalición, moderando de este modo las disputas personales y las pujas por influencia y espacios de poder. En este sentido, esquemas efectivos y flexibles para repartir el poder (power sharing mechanisms) creados en función del número y el tamaño de los actores que integran una determinada coalición pueden moderar las profundas asimetrías que produce la concentración de poder en los sistemas presidencialistas.
Parlamentarismo y presidencialismo
Desde mediados de la década del 1960, a partir de los claros síntomas de éxito que iba acumulando la experiencia democrática de post guerra en Europa, comenzó un apasionante (y todavía inconcluso) debate sobre las supuestas ventajas relativas de los regímenes parlamentarios en relación a los presidencialistas. La idea central consistía en que el parlamentarismo tendía a fortalecer los partidos políticos, favorecer la construcción de consensos básicos y mayorías de gobierno en contextos de fragmentación partidaria. Asimismo, dados incentivos a la cooperación entre fuerzas políticas disimiles en un ámbito propicio para la negociación, el sistema parlamentario facilitaba el reemplazo no traumático de un gobierno en caso de crisis agudas, evitando el surgimiento de figuras fuertes que intentaran imponer su visión de forma discrecional, amenazando entonces la continuidad del sistema democrático (sino en lo formal, al menos en su espíritu).
En efecto, el presidencialismo era considerado como una suerte de monarquía limitada, que le otorgaba a una persona una enorme cuota de poder, y que en consecuencia se restringía la capacidad del Congreso y de los partidos políticos para identificar, canalizar y procesar las demandas de la ciudadanía. Esto era considerado un potencial motivo de debilidad en los casos en que esas demandas insatisfechas se acumulasen y propiciaran crisis de legitimidad y potenciales eventos de inestabilidad institucional.
El presidencialismo era considerado un sistema rígido que podría obligar a mantener en el ejercicio del poder a un líder impopular y carente de capacidad de iniciativa frente a las crecientes demandas de la ciudadanía. Más aún, el debilitamiento de los presidentes podía propiciar crisis de gobernabilidad pues sus aliados carecerían de incentivos para mantener su apoyo a una administración desacreditada. Así, la lógica política los llevaría a optar por la deslealtad, abandonando a un líder desprestigiado antes de que eso ponga en riesgo la supervivencia de sus propias carreras políticas. Se trata entonces de un sistema pro cíclico: cuando el presidente es fuerte, atrae a una masa significativa de su partido (y de otros); pero cuando se debilita, puede ser abandonado y profundizar situaciones de vacío de poder.
El debate sobre presidencialismo y parlamentarismo tuvo cierta importancia también en el comienzo de las transiciones a la democracia en América Latina en la década del 80. De hecho, fue bastante importante en el contexto de la asamblea constituyente de Brasil (1988), y sobre todo del plebiscito desarrollado en 1993, cuando algunas fuerzas políticas promovían precisamente la adopción del parlamentarismo. Con menos énfasis, ese debate también tuvo lugar por la misma época en la Argentina, e influyó en la reforma constitucional de 1994 en el sentido de intentar (sin suerte por cierto) mitigar el híper presidencialismo característico de la constitución de 1853. En otros países (como México por ejemplo, alentado por especialistas como Arturo Valenzuela) este debate también tuvo su importancia.
La «sorpresiva» flexibilidad de los presidencialismos latinoamericanos
Desde comienzos de la década de 1990, un conjunto de experiencias en la región cuestionan esa concepción tan rígida de los presidencialismos. Al margen de la opinión que uno tenga respecto de las ventajas relativas de uno u otro régimen (en lo personal prefiero sin dudas el Parlamentarismo), creo necesario reconocer que en la práctica el presidencialismo no para ser incompatible con gobiernos de coalición. Por el contrario, pueden generarse mecanismos ad hoc que contribuyen a lograr coaliciones muy estables, que redefinen sus programas y prioridades a lo largo del tiempo, y que hasta logran sobrevivir a los test más complejos — como una derrota en una elección presidencial o la alternancia en el poder de candidatos pertenecientes a distintos partidos integrantes de la coalición.
El caso por cierto más exitoso es el de la Concertación en Chile. Luego de cuatro administraciones ininterrumpidas (Aylwin, Frey, Lagos y Bachelet), y del interregno en el que gobernó Sebastián Piñera (también como resultado de una coalición, en este caso de fuerzas de derecha), volvió recientemente al poder Michelle Bachelet con una propuesta renovada, menos conformista, con un espíritu más transformacional. Es decir, la Concertación es sin duda un ejemplo de continuidad, incluso luego de una derrota electoral. Pero también hay que destacar la capacidad para modificar sus programas y prioridades para adaptarse a las nuevas demandas de la ciudadanía (cómo por ejemplo la cuestión de la educación).
Otro caso exitoso de presidencialismo de coalición corresponde a la experiencia del Frente Amplio en Uruguay. Primero con Tabaré Vázquez y luego con José Mujica, el caso uruguayo pone de manifiesto que el objetivo compartido por llegar al poder y sostener la gobernabilidad puede mitigar los incentivos no cooperativos que en efecto existen en los regímenes presidencialistas. Nadie duda de que el Frente seguirá unido de cara a la próxima elección presidencial, con altas chances de conservar el poder. Y como ocurrió en el caso de Chile, hay especulación de que los partidos Blanco y Colorado podrían también eventualmente acordar una estrategia común (algo de eso ocurre ya en la ciudad de Montevideo). El caso uruguayo pone también de manifiesto que naturalmente existen tensiones e incluso pujas significativas dentro de una coalición de gobierno, causadas por una multiplicidad de factores. Pero es no significa que la coalición deba necesariamente colapsar. Al contrario, puede transitar momentos complejos pero continuar ejerciendo el poder si en efecto predominan los comportamientos moderados y responsables por parte de sus principales líderes de la coalición.
Otro caso sumamente interesante es el de Brasil, donde tanto el PSDB de Fernando Henrique Cardoso primero como el PT (con Lula y Dilma) después conformaron grandes coaliciones con una pluralidad de actores partidarios. Curiosamente (o no tanto, teniendo en cuenta su proverbial pragmatismo) el PMDB estuvo presente en ambas experiencias de coordinación interpartidaria, tanto con el PSDB cómo con el PT.
De hecho, las dudas que existen actualmente respecto de las chances electorales de Dilma en las elecciones presidenciales del 5/10 próximo surgen precisamente del desgajamiento de su coalición original de gobierno. En efecto, el candidato del PSB, Eduardo Campos (un ex aliado del PT) , esta capitalizando una cierta fatiga del electorado progresista brasileño con el PT (algo parecido ocurrió en Chile con la aparición de Marco Enríquez Ominami en las elecciones de 2009, que facilitó el triunfo de Piñera al atraer a buena parte del votante clásico de la Concertación).
En síntesis, los casos de Brasil, Chile y Uruguay parecen indicar que lejos de constituir un régimen rígido e incapaz de adaptarse a los cambios de los respectivos entornos, el presidencialismo puede ser totalmente compatible con gobiernos de coalición. Es cierto que cuando esas coaliciones se debilitan y fragmentan pueden facilitar la alternancia en el poder (el triunfo de otro partidos), pero ello en todo caso enfatiza la importancia de la flexibilidad y los mecanismos de compensación dentro de las coaliciones justamente para mantener la competitividad electoral. Es decir, que una coalición fracase no tiene necesariamente que ver con el régimen de gobierno, sino que en todo caso la causa puede estar en problemas internos de funcionamiento.
La vocación de gobernar
Teniendo en cuenta lo hasta aquí discutido, qué reflexiones pueden hacerse en torno a las posibilidades concretas del FAU dadas las características híper presidencialistas de la Argentina?
Si el argumento aquí expuesto no es erróneo, claramente el conjunto de incentivos y límites derivados del sistema presidencialista no parece constituir un obstáculo insalvable para llegar al gobierno y sostener el poder.
La creación de mecanismos para compensar asimetrías (con cargos, candidaturas, distribución de recursos materiales y simbólicos, etc.) constituye una condición necesaria para incrementar las chances de facilitar la sustentabilidad de las coaliciones en regímenes presidencialistas.
Pero no es suficiente: además debe priorizarse el objetivo de llegar efectivamente al poder. La vocación expresa de gobernar por parte de los actores más importantes de una coalición debe constituirse en el objetivo compartido, el cemento que suelde y oriente el resto de las decisiones.
Llegar al poder y garantizar la gobernabilidad debe ser visto como un eje ordenador a partir del cual derivar otras estrategias y prioridades de la Coalición en su conjunto, así como de cada uno de sus componentes.
Existen muchos casos, en la Argentina y en el mundo, de fuerzas o líderes que prefieren priorizar otros criterios u objetivos muy diferentes al recientemente expuesto, y es totalmente legítimo (y hasta necesario) que así sea. Hay partidos y políticos que hacen de la intransigencia respecto de un núcleo básico de ideas o principios su característica más saliente (curiosamente, en la Argentina hemos tenido una fuerza que se denominaba precisamente Partido Intransigente, liderada por el Dr. Oscar Alende y con cierta influencia a comienzos de la transición a la democracia).
Los partidos “ideológicamente puros” sirven también para representar determinadas minorías o sectores de la sociedad que no se sienten identificados con las grandes fuerzas, pero que gracias a la existencia de estos partidos tienen un espacio para participar y hacer escuchar sus demandas. Es decir, amplían las bases de sustentación y legitimidad del sistema democrático en la medida en que estos partidos participen activamente del debate de ideas y de los procesos electorales.
Que haya partidos que prefieran no llegar al poder para priorizar otros objetivos de cualquier manera no invalida el argumento anterior – para llegar al poder, sobre todo con una coalición plural y diversa, resulta imperativo priorizar con pragmatismo y sentido común la necesidad de sumar y ser competitivo electoralmente. Y luego, una vez en el poder, arbitrar los mecanismos necesarios para asegurar la gobernabilidad, reforzando los vínculos entre los partidos y los dirigentes de distintas fuerzas para ampliar las bases de sustentación de un gobierno de coalición.
En conclusión, lo que me interesaba discutir en estas páginas era si en efecto el presidencialismo es incompatible con las coaliciones de gobierno. Pues bien, la respuesta es no sí se dan otros requisitos. Y el más importante de todos es la vocación de poder.
La tiene el FAU?
Muy buena la exposición del tema, y más aún, la pregunta final.
Creo que sería saludable que los líderes de los partidos que integran el FAU lean este artículo, lo mediten y lo confronten
dentro de cada partido para saber si realmente el FAU inicia en Argentina una experiencia tan exitosa como las comentadas por el autor, en paises vecinos como Chile, Uruguay y Brasil. Los integrantes del FAU deberian sellar, antes de las elecciones de 2015, un compromiso o acuerdo formal de anteponer los intereses y necesidades del pais a las naturales ambiciones partidarias y
personales de sus integrantes. Solo así se logrará mejorar lo que hemos «sufrido» los argentinos en los últimos treinta años de democracia, durante los cuales parecería que un sólo partido político es capaz de conducir los destinos polícos de Argentina.
El resultado está a la vista.
El Frente Amplio uruguayo no es una coalición tradicional, es un partido de partidos. Como bien expone Sergio, la lealtad a la «fuerza política» es más fuerte que la pureza ideológica. Antes que socialistas, comunistas o socialdemócratas, sus políticos son frenteamplistas.
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