La naturaleza de los defaults: lecciones de la historia

En cuestiones de deuda soberana, la palabra “D” es el cuco más temido. Default, y luego el abismo. Como la experiencia argentina nos enseña, los defaults no son cosa de risa. En economías pequeñas y abiertas, las suspensiones de pagos generalmente van acompañadas de fuertes devaluaciones, una caída del poder adquisitivo de la moneda, una contracción del producto, un aumento del desempleo, y la quiebra de empresas incapaces de hacer frente a sus obligaciones en moneda extranjera. Los defaults son algo a evitar, a toda costa.

Para las calificadoras de riesgo, un país (o una empresa) está en default en el mismo momento en que se salta un solo vencimiento de intereses o capital sobre la más pequeña de sus deudas. Si el pago del cupón de cualquier bono se retrasa un día – default. Simple y claro. Sin embargo, en el punto más álgido de la crisis del euro, tanto la Unión Europea como las calificadoras de riesgo se esforzaban en aclarar que Grecia no estaba en default, a pesar de que los tenedores de bonos griegos habían aceptado una reestructuración que equivale a una quita de casi el 70% del valor presente de la deuda. El argumento es que los acreedores se acogieron “voluntariamente” al programa – aunque leyendo las declaraciones de los banqueros alemanes a la prensa, uno pensaría que entre el Bundesbank y el ECB les pusieron un revolver en la sien.

Los defaults no fueron siempre vistos en blanco y negro. En nuestro libro “Lending to the Borrower from Hell” (http://press.princeton.edu/titles/10084.html Princeton University Press, 2014) Hans-Joachim Voth y yo hemos explorado la naturaleza de las primeras suspensiones de pagos “modernas” – las cuatro bancarrotas de Felipe II de España entre 1557 y 1596. Felipe II fue el primer monarca capaz de endeudarse en una magnitud similar a las economías modernas. Sus deudas eran equivalentes a sus ingresos multiplicados por seis; de acuerdo a algunas estimaciones tentativas, podrían haber llegado al 60% del PBI. Sus crédito se basaba en la pujante economía castellana, y en las remesas de plata que año tras año llegaban a Sevilla en los galeones de las Indias.

Los

defaults de Felipe II representan una paradoja para la teoría de la deuda soberana. El rey suspendió pagos cuatro veces, y sin embargo siempre logró retornar al mercado en menos de dos años. Los mismos banqueros que le habían prestado antes de cada default –pertenecientes a casas internacionales que no estaban bajo la jurisdicción del monarca– volvían a prestarle después. Las tasas de interés que debía pagar prácticamente no variaban. En otras palabras, los acreedores no le imponían “castigos” al rey.

Analizando cada uno de los 434 contratos de deuda suscrito entre Felipe II y sus banqueros, pudimos, primero, documentar que las finanzas del rey eran sustentables. Los defaults no ocurrían porque el crecimiento de la deuda excedía la capacidad de repago; en valor presente, los ingresos de la corona eran más que suficientes para hacer frente a las obligaciones futuras. También demostramos que las bancarrotas no tenían carácter expropiatorio. El rey no se aprovechaba – no podía aprovecharse – de su condición de soberano porque los banqueros habían conformado una coalición muy estrecha que les habría permitido excluir a la corona de los mercados de crédito indefinidamente si así lo hubieran querido. Las suspensiones obedecían a crisis de liquidez, no a problemas de solvencia o de política.

Aún así cabe preguntarse por qué los banqueros continuaban prestándole a un rey con un historial de repago tan pobre. La respuesta, como siempre, es porque les convenía. Agrupando los contratos por familias de banqueros, vimos cómo las pérdidas ocasionadas por las bancarrotas se veían más que compensadas por las ganancias en tiempos tranquilos. De hecho ninguna familia que le prestó a Felipe II durante los 30 años en que analizamos el mercado salió perdiendo dinero.

¿En qué consistían, entonces, los repetidos defaults? Una clave la ofrece la naturaleza de los contratos, que contenían una gran cantidad de cláusulas contingentes. Algunos especificaban que si la flota de Indias se demoraba, el rey podía posponer algunos pagos. Otros vinculaban el repago a la performance de ciertos impuestos. Algunos daban al rey la opción de demorar el pago unilateralmente, a cambio de un incremento en la tasa. Otros le permitían al rey no pagar en efectivo, entregando a cambio activos menos líquidos.

Si el rey y los banqueros se esforzaban tanto en contratar sobre todos estos posibles estados de la naturaleza, es altamente probable que comprendieran que existían otras posibilidades sobre las cuales no era posible escribir un contrato. Por ejemplo, los banqueros sabían perfectamente que el dinero prestado se usaría para financiar las múltiples guerras que Felipe II libró durante su reinado. No podían ignorar, entonces, que en caso de una derrota desastrosa, el rey necesitaría recursos adicionales y bien podría no pagar sus deudas. Aún así, no podían contratar sobre esta eventualidad; resultaba impensable que un contrato especificara lo que ocurriría en caso de una debacle militar. Sin embargo, todos sabían muy bien lo que ocurriría. En términos técnicos, el contrato estaba “incompleto”, ya que no especificaba lo que ocurriría en un determinado estado de la naturaleza. Pero lo cierto es que tanto el rey como los banqueros sabían que ocurriría; nadie se sorprendería si una derrota fuera seguida de un default, y el riesgo estaba implícito en la tasa de interés.

Pensada de esta manera, la deuda soberana se transforma en un instrumento de seguro. El rey pagaba una tasa de interés alta por sus deudas. El exceso sobre la tasa de mercado constituía una prima de riesgo – equivalente a la prima de un seguro. Cuando ocurría un evento adverso, el rey podía “cobrar el seguro” – es decir, no pagarle a sus banqueros – sin que esto desatara un castigo por parte de los mercados de capitales. Conviene resaltar que la dinámica es distinta de la que gobierna el conocido “riesgo país”. Si bien el spread de la deuda soberana de un país con respecto al activo libre de riesgo puede ser interpretada como una prima, no da derecho a entrar en default sin consecuencias.

Felipe II y sus banqueros lograron diseñar un sistema que permitía a la corona posponer sus pagos en tiempos adversos. Cuatrocientos años después, no disponemos de un mecanismo similar. Los países que atraviesan crisis financieras generalmente tienen que optar entre duros ajustes, o las aún más duras consecuencias de un default. Parte de la razón es que los defaults de Felipe II ocurrían sólo en respuesta a eventos exógenos que claramente no estaban en el interés del rey – derrotas militares y demoras en las flotas de Indias. Hoy la razón más común de crisis de liquidez es un desequilibrio en las finanzas públicas, que conlleva un alto grado de riesgo moral. Sin embargo, en la época de los galeones y los mensajeros a caballo, un grupo de banqueros genoveses logró resolver el problema de cómo manejar situaciones inciertas – e incluso impensadas – en los mercados de deuda soberana. Tal vez la era del big data y la comunicación instantánea aún esté a tiempo de encontrar su solución.