La enfermedad y la salud

El problema de la financiación y la universalización de la salud y la educación son en el fondo el mismo problema. En ambos casos se trata de servicios más o menos públicos cuya cobertura y calidad se consideran menos que adecuados. En ambos casos se contraponen dos posturas simplistas sobre lo que se debe hacer: por un lado están los que aparentemente albergan una fe ciega en que una vez se garantice la financiación, los mercados mágicamente se encargarán de producir los servicios que se demanden. Por otro lado están los que aparentemente albergan una fe ciega en que una vez se establezca el “derecho”, el estado podrá mágicamente producir todos los servicios que se demanden.

Ambas posturas están igual de equivocadas, porque ambas posturas ignoran una restricción fundamental tecnológica y de recursos que enfrentan las “industrias” de la salud y la educación. Si en una sociedad hay, por ejemplo, 100 médicos bien capacitados o hay 100 profesores con PhD, el número de pacientes y estudiantes que se puede atender con una calidad aceptable es limitado y más o menos fijo. Dada esta restricción, atender un número mayor es imposible o implica necesariamente la disminución de la calidad del servicio.

El origen de esta restricción es tecnológico: se trata en ambos casos de un servicio cuya producción depende de un recurso humano escaso y relativamente insustituible cuya oferta, al menos en el corto y mediano plazo, no puede aumentar significativamente. Dicho de forma más técnica: los servicios de salud y de educación superior tienen una oferta que está determinada por la oferta inelástica de su insumo fundamental. Las políticas que de una u otra forma aumenten la demanda, en el corto plazo sólo sirven para aumentar su precio –o disminuir su calidad, que es lo mismo.

Los dogmas del mercado y el estado benefactor funcionan cuando los insumos productivos son sustituibles o ya existen o pueden ser producidos rápidamente. En los casos de la educación y la salud el recurso fundamental es un recurso humano altamente calificado que es muy escaso y que toma décadas para producirse.

En el caso del sistema de salud, el crecimiento de su cobertura ha sido mucho mayor que el crecimiento del número de médicos altamente calificados y, por lo tanto, ha estado acompañado de una disminución de la calidad promedio del servicio. Esto es lógico e inevitable: de cierto modo es una consecuencia del éxito de la política de ampliación de la cobertura. Aumentar la cobertura manteniendo la calidad del servicio depende de la capacidad de la sociedad de producir más médicos buenos, que es más difícil que inventarse las maromas financieras o legales que permitan atender a los usuarios con los recursos que hay hoy. En el caso de la educación superior, multiplicar ciegamente la financiación de las matrículas universitarias o promulgar el “derecho” a la educación superior es igual de inútil. Ambas políticas se basan en la esperanza de que las presiones que ambas medidas generen sobre el sistema educativo permitan que en el largo plazo se formen más y mejores profesores universitarios, que son los que permitirán que en el largo plazo haya educación superior de calidad adecuada para todos.

Basar una política pública en esta esperanza no es responsable y puede ser dañino: por un lado, subsidiar a la población pobre para que “compre” una educación que la sociedad es incapaz de producir es un uso ineficiente de los escasos recursos públicos y crea una expectativa que no se puede cumplir. Por otro lado, extender ciegamente un “derecho” a una educación que no se puede garantizar puede minar la calidad de la educación que hay hoy, hasta el punto de hacer imposible la formación de esos profesores e investigadores que son los que en el largo plazo harán que ese “derecho” sea posible.

La verdadera ampliación de la cobertura de los servicios de educación y salud en el largo plazo dependen de lo mismo: de la capacidad de la sociedad de formar el recurso humano necesario para su producción. Independientemente de cómo se financie, si en el país tuviéramos el doble de médicos y PhD altamente calificados trabajando en hospitales y universidades, la cobertura de los sistemas de salud y educación superior de calidad sería el doble.

Históricamente las instituciones colombianas que han sido capaces de formar este recurso humano han sido un grupo selecto de universidades públicas que además ha hecho posible el desarrollo de unas cuantas universidades privadas de alta calidad que de una u otra forma se han alimentado de ellas. Estas instituciones son las únicas capaces de ofrecer educación superior de alta calidad en las cantidades que se requieren y el apoyo que reciben del estado les dificulta sostener su calidad aún con los insuficientes niveles actuales de cobertura.

Para la muestra un botón: por cuenta de la crisis financiera de los hospitales públicos, las facultades de medicina de la Universidad Nacional y la Universidad del Valle no cuentan hoy en día con hospitales universitarios de primer nivel donde entrenar a los futuros médicos del país. Mientras tanto, cunde la preocupación por la cobertura de la educación y la salud que, como vamos, seguirá siendo como es: mala o poca.