Cuatro para Michelle

Las próximas semanas serán las más importantes del gobierno de Michelle Bachelet. Esto, claro, es una paradoja, ya que hasta el 11 de marzo el Presidente de Chile es Sebastián Piñera. Pero así y todo, el

futuro del nuevo gobierno dependerá de lo que la presidenta electa haga en los próximas 80 días. La razón de esto es simple: dadas las altísimas expectativas que Bachelet ha generado, es esencial que empiece su mandato con un enorme dinamismo; con iniciativas y proyectos de ley que muevan al país hacia esa modernidad, de la que tanto se habló durante la campaña.

Pero aquí hay un problema: Chile es un país lento; lento en la política, en los negocios, en los trámites, en las comidas, en los deportes. La parsimonia es parte del ADN nacional, de ese “no sé qué” que hace que Chile sea un país encantador y atractivo. Pero en esta oportunidad, la lentitud jugará en contra. Mientras más demoren los cambios, más decepcionada estará la gente. Y con la decepción vienen la impaciencia y las demostraciones, las movilizaciones estudiantiles y el escepticismo.

Aquí van cuatro propuestas inmediatas que marcarían con fuerza el temperamento del nuevo gobierno y que confirmarían su compromiso con la modernidad. La clave de ellas es su inmediatez, su simplicidad y, especialmente, su potencia.

Una semana laboral de 40 horas

En ningún país moderno la semana de trabajo supera las 40 horas. En Chile, sin embargo, es de 45 horas.

Durante el 2012, los chilenos trabajaron, en promedio, 2.029 horas; entre el 2011 y el 2012, el promedio de horas trabajadas fue de 2.154. En Nueva Zelandia, en contraste, en el 2012 el número de horas fue 1.739; en Holanda, 1.381, y en Portugal, 1.691. En EE.UU., un país considerado trabajólico, el número de horas trabajadas fue, en 2012, tan sólo de 1.789.

Reducir la semana laboral a 40 horas sería una indicación clara de que el compromiso con la modernidad va más allá de las frases rimbombantes de campañas. Esta medida sería particularmente beneficiosa para las mujeres, quienes tendrían casi 300 horas adicionales, cada año, para estar con sus familias.

Más de alguien podría argumentar que una semana laboral más corta tendría un efecto negativo sobre la producción nacional. Es posible que así sea, pero no creo que el efecto sea demasiado alto. Más aún, es posible atenuarlo por medio de dos medidas tan simples como contundentes.

La primera es reducir el número de feriados. Chile es uno de los países con el mayor número de asuetos en el mundo entero: 14 cada año. Esto es el doble que México y más que en Argentina, Brasil y Perú. Suprimir tres o cuatro feriados religiosos -especialmente los decretados por Pinochet- sería un paso importante. No sólo paliaría los efectos de una semana laboral más corta, sino que además confirmaría el compromiso de la nueva administración con un Estado laico, respetuoso de todas las religiones.

La segunda medida paliativa sería una flexibilización de las regulaciones laborales, que permitiera que empleadores y empleados lleguen a acuerdos sobre cómo distribuir las 40 horas semanales. En la mayoría de los casos se continuará con el arreglo convencional de ocho horas al día; pero habrá situaciones donde los arreglos serán diferentes, como por ejemplo, cuatro días de 10 horas. Medidas dentro de estas líneas fueron anunciadas el martes pasado por François Hollande, otro presidente socialista desesperado por mover a su país hacia la modernidad.

Eliminar el IVA al libro

En Chile se lee muy poco. Y los que lo hacen no entienden lo que leen o, según me aclararon una vez, no entienden la primera vez que leen un texto. Y un país sin lectores o con lectores iletrados no puede progresar. Entre las muchas razones por las que la gente no lee está el altísimo precio de los libros.

La propuesta concreta es esta: el gobierno emite vales que cubren el IVA de los libros. Todo lo que el comprador tiene que hacer es presentar el vale en la librería y con ello su compra estará exenta del 19%. El librero, por su parte, entrega los vales a Impuestos Internos; por esas compras no debe enterar el IVA.

¿Cómo se reparten los vales? En los colegios, en los centros comunitarios, en los clubes de lectura, en los talleres de creación literaria, en las universidades.

Los vales serían, en general, un premio a quienes participan en iniciativas culturales o de lectura. Al entregarlo se estaría dando un pequeño “empujoncito” -como los sugeridos por Thaler y Sunstein en su libro Nudge- encaminado a fomentar estas actividades relacionadas con la cultura.

Los opositores a esta idea -me imagino que casi todos serán economistas- argumentarán que aquí hay posibilidades de hacer trampas, de aprovechamiento por parte de libreros inescrupulosos. Mi respuesta tiene tres partes: con la tecnología actual es posible reducir las posibilidades de fraude al mínimo; los vales deben tener fecha de vencimiento, digamos seis meses, después de los cuales caducan; y debiéramos estar dispuestos a aceptar la posibilidad de un poquitín de trampas si el resultado es un aumento en la lectura.

Reducir el arancel de las universidades públicas

En los países modernos las universidades públicas tienen un costo de colegiatura significativamente inferior al de las universidades privadas. En mi propio estado de California, Berkeley y Ucla -ambas estatales- tienen un costo anual de 13 mil dólares; Stanford, una universidad privada, tiene un arancel de 43 mil dólares. En estas instituciones -todas entre las 15 mejores del mundo- la relación entre el costo de las privadas y públicas es de tres a uno.

Esto no sucede en Chile, donde universidades privadas y públicas tienen un costo similar -en la Universidad de Chile, la carrera de Ingeniería Comercial tiene un arancel de $ 4.400.000, mientras que en la Adolfo Ibáñez cuesta $ 4.890.000.

La propuesta es muy simple. Reducir, de inmediato, la colegiatura de las universidades públicas en un tercio de su valor actual. El costo de esta iniciativa sería cubierto por el Estado a través del presupuesto general de la nación. Pero yo iría aún más lejos: reduciría, también de inmediato, el arancel de las universidades públicas de provincias a la mitad del de las de Santiago.

Esta iniciativa tiene varios fundamentos: en primer lugar, sella un compromiso con la educación pública, compromiso que existe en todos los países modernos. En segundo término y nuevamente en el espíritu del “empujoncito” de Thaler y Sunstein, esta medida incentivaría la descentralización, al motivar a que muchos jóvenes estudien en provincias; además, reduciría la creciente y preocupante segregación nacional al incitar a estudiantes que hubieran ido a un establecimiento privado a matricularse en una universidad pública.

Alargar la jornada escolar

Los países modernos tienen educación pública de calidad, algo que Chile no tiene. Esta propuesta es también simple y poderosa: alargar la jornada escolar de los colegios públicos -especialmente en los vulnerables- en una hora diaria. Estas cinco horas adicionales corresponderían a una nueva materia. Los alumnos podrían elegir entre cinco horas adicionales, por semana, de matemáticas, o cinco horas adicionales de inglés.

Al principio, al menos, la participación en estos cursos sería voluntaria. Pero los alumnos que se enrolan y aprueban la nueva materia tendrán un reconocimiento especial, que sería considerado al momento de postular a la universidad -nótese que otra vez estamos usando la teoría del empujoncito del “liberalismo paternalista”, de Thaler y Sunstein. Hay, desde luego, antecedentes internacionales sobre este tema: los cursos AP (Advanced Placement) en los EE.UU., por ejemplo.

Las cuatro propuestas presentadas aquí son ambiciosas y quizás difíciles de implementar desde un punto de vista político. Pero también son audaces y concretas. Ponerlas en marcha significaría un paso firme y resuelto hacia la modernidad; una demostración de que la nueva administración “se las trae”, un indicio del temperamento y personalidad del gobierno que viene.