Hay momentos excepcionales en la historia de un país. Dice un mito urbano, que al rozar la muerte, en segundos, se ve pasar la vida entera como una película. Hoy, colectivamente, reconocemos la singularidad, el fin de una era, y en la anticipación de un nuevo ciclo, nuestra historia es el subtexto de cada marcha, de rieles que se sumergen en el mar de una playa del norte a cuarenta años de profundidad, del cambio de nombre de una avenida que esperó el 5 de octubre veinticinco años, o el discurso de una universitaria chilena en la ONU. La intuición de un futuro distinto, incierto, entretiene y confunde. No sabemos si la bailarina que ensaya una tarde cualquiera en el ventanal del GAM, de puntillas sobre un bus en movimiento, podrá sostener el paso, ni si la integración social en el metro de Santiago es ensayo o simulacro.
A diferencia del metro, la historia no tiene un destino predeterminado. El materialismo histórico de Marx se quedó corto en cultura, en subjetividad, en democracia, en complejidad. ¿La desigualdad de hoy, es un pronóstico de mayor igualdad o bien de persistencia como lo ha sido los últimos doscientos años? ¿La crisis de representación presagia un nuevo sistema político o el divorcio definitivo entre ciudadanía y política partidista? Este Aleph histórico en que nos encontramos, este “punto donde convergen todos los puntos”, tiene tantos pasados como futuros posibles.
Hay quienes plantean una refundación, cambiar el rumbo: nueva Constitución, transformación radical de la educación, un nuevo trato social, laboral y ambiental. Avanzar con decisión hacia una sociedad más inclusiva, más ciudadana. Otros defienden ponerle freno a las expectativas de cambio argumentando que las condiciones macroeconómicas, el desequilibrio fiscal que deja esta administración, sumado al fin del ciclo dorado del cobre, no aconsejan una agenda refundacional. La respuesta a la indignación sería entonces el ajuste de un modelo con más éxitos que fracasos y que los ecos de la calle son signos de populismo, que hay que ponerse serios. Están también los que dicen apoyar cambios sustanciales, pero argumentan que es poco realista alcanzar las supra-mayorías necesarias para las grandes reformas o apelan a sus culpas y pesadillas para no repetir el trauma del golpe.
¿Será posible encontrar una dirección y un barco al que nos subamos todos? Todo indica que en la polis chilena parece no existir un diagnóstico compartido sobre las bondades del “modelo”, ni consenso sobre definiciones sustanciales del contrato social. Tal vez ni siquiera hemos acordado las preguntas.
El Orden Neoliberal
Cualquier diagnóstico compartido comienza por reconocer la revolución institucional implementada por la dictadura. La vía chilena al neoliberalismo fue una de las transformaciones más radicales de una sociedad del último cuarto del siglo XX. Entender y evaluar el carácter de esta revolución importa, tanto si aspiramos a construir un sentido de futuro relativamente compartido, como para dimensionar la conveniencia de cambios radicales en ciertas dimensiones y la continuidad en otras. Pero también es importante porque las ansiedades que provocan las expectativas de cambio dependen de su interpretación. Es distinto pasar de un extremo del péndulo a un punto de balance -recuperar una suerte de normalidad–, a pendular hacia otro extremo o perderse en una dirección desconocida.
El orden neoliberal se constituye a partir de dos desplazamientos. Por una parte, está la transformación económica y la limitación del rol del Estado. Reducción del gasto público, privatización de activos y funciones, minimización del rol productivo del Estado, reducción del poder sindical, liberalización comercial. El segundo desplazamiento es la implantación de un sistema político que, aún hoy, superados la tutela militar y los enclaves autoritarios de la transición, resguarda esa estructura económica y social. El orden constitucional, los quorum supra-mayoritarios, el sistema binominal, el lobby desregulado, la opaca relación entre dinero y política, actúan como un aislante entre la voluntad popular y aspectos centrales del orden institucional, incluyendo la modificación del propio orden político. Aunque “neoliberalismo” refiere principalmente a un sistema económico y social, esta segunda pieza, el orden, la democracia con sordina, cristaliza un ingrediente importante en la tradición neoliberal, supeditar la evolución de la sociedad al libre mercado.
El cuadro es una privatización de la sociedad, desde de la privatización económica y haciendo prevalecer el mercado por sobre las decisiones colectivas de la política. Esta privatización ha sido subsidiada por el Estado de múltiples maneras. Directamente, a través de subsidios como ocurre en el caso de la educación subvencionada y, especialmente desde esta administración, en la salud, pero también en la asignación de derechos de propiedad sobre el uso de recursos naturales como ha ocurrido en los sectores forestal, minero, pesquero o energía.
Son muchas las dimensiones del neoliberalismo que se consolidaron durante los gobiernos de la Concertación. Algunas, de primerísimo orden: la ausencia de un política de recursos naturales en una economía intensiva en su uso, no-política energética, mercantilización de la educación escolar y universitaria, desarrollo urbano y políticas de vivienda, desmovilización social, cultura del consumo. ¿El veto de la minoría, la medida de lo posible, hegemonía cultural del neoliberalismo, adoctrinamiento de la tecnocracia, la creencia en la igualación a través del consumo, los conflictos de interés, el demonio, dios?
Por otra parte, el extraordinario cambio de la infraestructura nacional entre 1990 y el 2006, revela un Estado muy activo en esa materia. Aunque es fácil argumentar que es necesario aumentar los recursos para la salud pública y que el AUGE fue una reforma incompleta, es paradigmática porque estableció garantías universales de cobertura, un paso decisivo en el establecimiento de la salud como un derecho. Recuerdo a un amigo izquierdista –de esos en serio- que con cierta desazón comentaba tras aprobarse el AUGE, “Se acabó la lucha, compañero, los viejos tienen salud”. Pocos años más tarde, suena divertido, pero no deja de ser cierto que los viejos –y cualquier persona- tienen mucha más salud. La reforma de pensiones y el giro hacia la universalidad de la educación preescolar en la administración Bachelet son, también, un avance importante en la construcción de una sociedad más solidaria.
La crítica al orden neoliberal suele centrarse ya sea en su legitimidad de origen, o bien en sus consecuencias distributivas, sociales y culturales. Sin embargo, parte del disenso sobre el curso a seguir, es que para algunos “neoliberal” es un insulto mientras que para otros es motivo de orgullo. ¿Qué hay de malo con privatizar la sociedad y reducir el rol del Estado? ¿Acaso no hay enormes beneficios asociados al dinamismo de la economía de mercado? ¿No es posible obtener fines públicos a través de medios privados?
Tal vez superar el neoliberalismo en forma más o menos compartida pase por apreciar el poder de sus ideas y enfrentarlas a la realidad. Después de la Gran Depresión, el liberalismo se desprestigió por su asociación con ellaissez faire y la desregulación, para muchos, causas centrales de una crisis financiera y económica brutal que puso en jaque el orden social y la paz. El programa de Hayek y otros, especialmente desde la segunda guerra mundial, fue reposicionar el liberalismo para hacerle frente al surgimiento de sistemas totalitaristas –el comunismo soviético, los nazis, el fascismo. Hayek fue capaz de elaborar una doctrina social atractiva con el objetivo declarado de diluir la concentración del poder en la sociedad, algo que asociaba principalmente con el riesgo de la concentración excesiva de poder por parte del Estado. Es notable que el objetivo histórico de la izquierda clásica, no sea muy distinto. La emancipación socialista pasa por diluir relaciones de poder coercitivas, que emanan por ejemplo, de desigualdades o la propiedad de los medios de producción. Si el rol del Estado para la izquierda puede ser liberador –redistributivo, igualador- para Hayek el Estado es una fuente de coerción y dependencia, la amenaza de un hombre esclavizado por un Leviatán, la negación de la autonomía y la libertad.
La sociedad de libre mercado con un Estado minimalista se presenta entonces como un orden social que tendría a lo menos tres grandes virtudes. En primer lugar, ampliar la extensión del mercado en la sociedad permitiría diluir el poder del Estado. Segundo, los mercados generarían un orden social a partir de la auto-organización: el intercambio voluntario de agentes, en forma descentralizada, en base a los objetivos .que ellos mismos definen y precios que equilibran ofertas y demandas sin la intervención de un planificador. Tercero, el libre mercado constituye un sistema de aprendizaje social que permite que la sociedad progrese, resuelva sus problemas y mejore las condiciones de vida en base a los esfuerzos, innovaciones y conocimientos individuales potencialmente distribuidos en un gran número de agentes.
El apoyo de Hayek a la democracia liberal fue débil, siempre subordinada al libre mercado. Argumentó, por ejemplo, que un riesgo de la soberanía popular es que las masas favorezcan opciones que perjudiquen el emprendimiento en su incapacidad de reconocer el valor social de la empresa y el hecho que la riqueza permite tomar los riesgos de innovar. En una entrevista en 1981 sobre la dictadura chilena: “Mi preferencia personal se inclina a una dictadura liberal [libremercadista, habría que suponer] y no a un gobierno democrático donde todo liberalismo esté ausente”. Ni Margaret Thatcher -una de las principales impulsoras de reformas neoliberales en el mundo- se bancó el apoyo de Hayek a la dictadura chilena, expresándole en una carta de reciente publicación, “Estoy segura que estará de acuerdo en que, en Gran Bretaña con las instituciones democráticas y la necesidad de un alto grado de consenso, algunas de las medidas adoptadas en Chile son absolutamente inaceptables.”
El caso chileno, ilustra las debilidades de la doctrina neoliberal desde sus propios objetivos. Desde comienzos de los 70s y hasta 1990 la desigualdad del ingreso subió considerablemente. Hoy en Chile, el 0,01% de la población -300 familias- recibe más del 10% del ingreso anual del país. Se estima que el 1% más rico recibe cerca de un 30% del ingreso (los países nórdicos este número es 5 a 10%, para un país desigual como Estados Unidos, el número es 18%). Un 50% de los gerentes de las 100 compañías chilenas de mayor valor bursátil y un porcentaje aún mayor de los ministros del actual colegio se educaron cinco colegios privados. Desconocemos hasta qué punto la relación entre dinero y política via el financiamiento de campañas o el lobby, distorsiona el principio “un hombre, un voto” al sobre-representar a los financistas. Cuesta creer que sea posible una mayor concentración del poder económico y político en democracia, al punto de ponerla en riesgo. No sorprende que algunos consideren la implantación del orden neoliberal en Chile como un reset contemporáneo del régimen oligárquico.
La reciente crisis financiera mundial y el aumento de las desigualdades en los últimos cuarenta años en muchos países, sugieren que el capitalismo de la era neoliberal puede producir severos desequilibrios sociales. Las causas humanas del calentamiento global y casos como el accidente ambiental de la petrolera BP ilustran el potencial de un colapso ambiental a escala planetaria en ausencia de regulaciones y coordinación. El orden social a escala nacional y global del capitalismo desregulado plantea desbalances sociales y ambientales de la mayor gravedad.
Quizás si el argumento más recurrente de aquellos que defienden el neoliberalismo es que el libre mercado se asocia con innovación y crecimiento económico sostenido, con progreso social. Aunque fuera cierto –lejos de obvio- el problema es el contrafactual. El auge del neoliberalismo se produce al término de la Guerra Fría, en el período de declive y colapso del bloque soviético. Sin embargo, ¿es apropiado usar el los socialismos reales como punto de comparación? El contrafactual del neoliberalismo son sociedades como las nórdicas o el centro de Europa. Democracias con economías mixtas, con significativa presencia del Estado, derechos sociales garantizados, con niveles de crecimiento y competitividad altos, niveles de desigualdad mucho menores, alta cohesión social.
La evidencia es consistente con la visión de que el ideal neoliberal es una fábula. Pero podríamos ignorar que el paradigma neoliberal ha fracasado en lograr parte central de sus propios objetivos; o que existen otras visiones de mundo y otros modelos de desarrollo que, en muchas dimensiones, parecen haber logrado mayor progreso. (Después de todo, quién dice que –por inspiradoras que sean- estas experiencias sean replicables.) Bueno, ¿qué puede ofrecer el neoliberalismo para transformar los grandes problemas de nuestra sociedad hoy: desigualdad, segregación social, desbalance ambiental, la inclusión plena en la sociedad de minorías históricamente discriminadas? Por ejemplo, ¿A qué argumento puede apelar esta doctrina para lidiar con la segregación si esta es el fruto de decisiones libres en el mercado? ¿Es posible reducir las desigualdades disminuyendo la participación del Estado y el poder de los sindicatos?
Para ser franco, en lo personal me bastan argumentos más emocionales.Me cuesta creer que no haya muchos que se rebelen a heredarle a nuestros nietos una cultura en que todo es susceptible de transformarse en mercancía, en que el dinero determina las capacidades, la decencia, en que el intercambio social prevalente es una transacción y la vida cotidiana atrofia la capacidad de cooperar.