Las recientes protestas en Brasil, a comparación de las de Europa y al movimiento Occupy Wall Street en los EE.UU., no contaban con motivaciones económicas definidas, al menos no aquellas que se observan frecuentemente en las manifestaciones a lo largo de todo el mundo, tales como la crisis económica, las altas tasas de desempleo y la desigualdad de los ingresos. Aunque la política económica, especialmente desde 2008, ha sido equivocada, mal ejecutada y muy probablemente sea el factor desencadenante del reciente aumento de la inflación y la desaceleración del crecimiento, el desempleo siguió siendo muy bajo, la pobreza se redujo fuertemente en los últimos 15 a 20 años y el consumo creció de manera exponencial. En contraposición con las protestas en Europa, aquí no había afiches o lemas en contra de las políticas de estabilización o la desigualdad, por no mencionar los recientes aumentos en las tasas de interés.
Sumado a esto, la popularidad de la presidenta Dilma Rousseff hace dos meses era superior al 60%, y lo más probable es que esto se debiese, una vez más, al bajo desempleo, la reducción de la pobreza y a los programas de asignación tales como Bolsa Familia. Por lo tanto, si uno busca los motivos económicos y políticos habituales de las manifestaciones callejeras, no los encontrará en las recientes protestas de Brasil. La relación es más indirecta. Es más, es una de las muchas razones por las que los ciudadanos tomaron las calles de Brasil.
Todo comenzó con una pequeña manifestación contra el aumento de tarifas de los autobuses en São Paulo. La reacción de la policía fue muy violenta y desmedida, y avivó un sentimiento de revuelta e indignación entre la población – «vivimos en una democracia, tenemos el derecho a protestar en las calles». Las próximas manifestaciones en todo el país fueron mucho más grandes y organizadas mayoritariamente a través de redes sociales y no mediante los canales habituales, tales como los partidos políticos, estudiantiles y los sindicatos. Este es el elemento en común con las manifestaciones ocurridas a nivel global.
Los manifestantes comenzaron reclamando una reducción de las tarifas de autobús, pero pronto el reclamo se hizo expansivo hacia una mejora en los servicios de transporte, educación y salud, así como quejas contra la brutalidad policial. También hubo muchos planteos de carácter «existencialista» y cuestiones sociales, como la libertad sexual. Por otra parte, la protesta contra la corrupción fue muy fuerte y constituyó una temática que se hizo presente en todas las manifestaciones. Nunca la percepción de la corrupción fue tan generalizada como durante la renovación de los estadios de fútbol y en casi todo lo relacionado con la Copa del Mundo, y esto constituyó un tema central de las protestas. En oposición a los «Estadios de fútbol Fifa-Standard», había muchos carteles y pancartas en las calles con las leyendas «Hospitales Fifa-Standard» o «Escuelas Fifa-Standard».
Aquí es donde la relación indirecta entre la protesta y la economía entra en juego. La recaudación de impuestos en Brasil hoy es de alrededor de un 40% del PIB, con creces, el más alto de América Latina. Una gran parte, tal vez su mayoria, del aumento de la carga fiscal se debe a los gastos incluidos en la Constitución de 1988 y los planes de asignaciones sociales, que fueron muy populares. Sin embargo, especialmente en las grandes áreas metropolitanas, los servicios públicos son muy pobres – no son raros los trayectos de 4 horas en autobuses y trenes atestados- y los gastos en este sector fueron modestos en comparación con las necesidades de la población.
A esto se añade el hecho de que el gobierno en los últimos cinco años trató de llevar a cabo un intento fallido de «cambio de modelo económico», como ellos dicen, que acabó por aumentar la inflación y la disminuir del crecimiento. Esta resurrección del estructuralismo típico de los años cincuenta, priorizó ciertos objetivos que estaban muy lejos de las aspiraciones y las necesidades de la población. Basándose en la lógica de la reindustrialización, se realizaron enormes transferencias y subvenciones a los llamados «national champions enterprises» y a algunos sectores estratégicamente seleccionados, al mismo tiempo que desgravaciones fiscales a la industria del automóvil fueron enormes. Había todo tipo de incentivos a la fabricación, pero muy pocos destinados a los servicios. El gobierno gastó billones en la renovación de los estadios de fútbol – la Copa del Mundo en Brasil costará más que las 3 anteriores juntas – pero muy poco en la infraestructura urbana. Las regulaciones se modificaron en varias ocasiones, al igual que las reglas de la subasta pública y concesiones, pero el hecho es que las rutas en estos países son aún muy pobres, los puertos son caros e ineficientes, los aeropuertos son un desastre y, como se ha dicho antes, el transporte público en las grandes ciudades es caótico.
No se ha hecho mucho en pos de mejorar los servicios públicos, en parte porque nunca constituyó una verdadera prioridad en todos los niveles de gobierno, en parte debido a una deficiente gestión y operación, y por otro lado a causa de la corrupción. Asimismo, existe la percepción de que la administración de los hospitales públicos es mediocre cuando mucho, en muchos casos carecen del equipamiento adecuado, y los médicos son frecuentemente acusados de corrupción. Lo que supone ser un sistema universal, sólo funciona (mal) en la actualidad debido a que los ricos y la clase media abonan una cobertura de salud privada y sólo los pobres y la clase media baja lo usan. No es muy difícil comprender la insatisfacción.
Parte de la sorpresa generada por la rapidez con la cual las protestas crecieron, puede adjudicarse al hecho de que las organizaciones que habitualmente están a la cabeza de este tipo de movimientos (por ejemplo, sindicatos) fueron cooptadas y se unieron, de una forma u otra, al gobierno. En lugar de dar voz al descontento, trataron de contenerlo y controlarlo. Sin embargo, esto no significa que la gente se encontrase feliz y satisfecha; simplemente se encontraban acallados, no tenían una voz. Ahora la tienen, y la reacción de la presidenta Dilma Rousseff frente esto fue, cuando menos, confusa y sin duda no dió respuesta a las principales demandas expuestas. Por ejemplo, ahora está tratando de aprobar un plebiscito para una reforma política, algo que ningún manifestante pedía, pero es conveniente para su partido político. El gobierno aún debe articular una propuesta convincente para enfrentar los problemas que revolucionaron las calles, como una mejor educación y un sistema de salud decente. La popularidad de la presidenta es ahora de sólo el 30%, una señal de que la gente, al menos en parte, la culpan a ella y a su coalición por los problemas que están atravesando.
El crecimiento de Brasil en la última década se debió, en gran parte, a tres factores: 1) las reformas económicas e institucionales implementados durante el mandato de Fernando Henrique Cardoso y durante el primer mandato de Lula, 2) los términos de intercambio, y 3) el aumento de la consumo debido a las reformas, a la expansión del crédito y la reducción de la pobreza. El gobierno de la señora Rousseff ha ido destruyendo debidamente estas reformas (por ejemplo, mediante la imposición de barreras comerciales, el vertido de metas de inflación y la responsabilidad fiscal), los términos de intercambio dejaron de ser favorables y el crecimiento del consumo parece haber tocado su techo, por lo que las perspectivas para la economía no son muy buenas, por decir lo menos.
Por lo tanto, si bien es cierto que no fueron las razones macroeconómicas habituales las que condujeron a la población a manifestarse, el bajo crecimiento y la alta inflación en el futuro cercano junto con la incapacidad del gobierno para responder debidamente a las protestas, probablemente mantengan a la gente en las calles y un alto grado de insatisfacción. Sin duda, esta perspectiva continuará dañando las posibilidades de reelección de la presidenta Dilma Rousseff, las cuales se vislumbran mucho menos solidas que hace unas semanas.