El reciente rechazo en la Cámara de Diputados de la parte más relevante de la Ley Nacional de Medicamentos no constituyó sino un episodio más en que intereses particulares, muy bien organizados, ejercieron una efectiva presión sobre nuestros parlamentarios para obtener una ley acorde con sus preferencias. El triste espectáculo de acusaciones cruzadas entre el ministro Mañalich y los opositores a su iniciativa legal –de ser meros testaferros de intereses corporativos– no hace sino poner de relieve el peligro de captura de nuestras autoridades públicas por poderosos intereses privados, así como la inevitable y severa erosión de la fe pública que ello genera en una democracia que ya sufre de una aguda crisis de representatividad y de confianza en sus instituciones.
Más allá de las acusaciones cruzadas, sin embargo, no cabe duda de que el miércoles ganaron los lobbistas que representan intereses de grandes empresas y perdieron los ciudadanos. Porque los lobbistas influyen en las decisiones de los parlamentarios sin que podamos saber a quiénes representan ni el modo en que, con sus acciones, afectan la votación de un proyecto de ley, ellos se han convertido en unos verdaderos encapuchados de cuello y corbata de nuestro sistema político.
Necesitamos en Chile una política a rostro descubierto.
La necesidad de regular las formas de acceso a nuestras autoridades públicas y de transparentar las influencias que sobre ellos se ejercen se vuelve así más urgente que nunca. Un primer paso en dicha dirección –sólo el primero– sería la aprobación de una ley de lobby que norme y transparente las interacciones entre nuestras autoridades y los representantes de intereses particulares.
En Chile, sin embargo, llevamos más de 10 años intentando sin éxito la aprobación de una ley de lobby. El problema de fondo ha sido –era que no– que buena parte de las personas y organizaciones que hacen lobby se han opuesto a la creación de una normativa que regule y transparente su quehacer. Así, tanto la iniciativa de 2003 propuesta por el gobierno de Ricardo Lagos, como aquella propuesta en 2008 por el gobierno de Michelle Bachelet, fracasaron en el Congreso al ser víctimas, paradójicamente, del lobby de los lobbistas.
Así las cosas, el gobierno del Presidente Sebastián Piñera optó por revivir dicha ley en mayo de 2012 mediante un cambio de enfoque: en vez de regular a los lobbistas (los ‘sujetos activos’ de lobby), optó por obligar a las autoridades públicas (los ‘sujetos pasivos’ de lobby) simplemente a publicar toda reunión o audiencia concedida a lobbistas o gestores de interés particulares de toda especie. En rigor, el proyecto ya no es una ley de regulación del lobby propiamente tal, sino una ley de transparencia de éste. El enfoque es políticamente astuto y todo indica que podría viabilizar, finalmente, la aprobación de la ley. No obstante, el cambio de enfoque tiene también costos.
La OECD ha sugerido que toda regulación del lobby debe preguntarse por el ámbito de aplicación de la ley, por la información que obliga a revelar, por su forma de regular la conducta de sujetos activos y pasivos del lobby, y por su manera de asegurar el cumplimiento de la misma ley.
Respecto a su ámbito de aplicación, el proyecto actualmente en trámite es extraordinariamente amplio en cuanto a las autoridades que quedan calificadas como sujetos pasivos de lobby —en el Congreso, en toda la administración centralizada y descentralizada, en los municipios, y en organismos autónomos como el Banco Central, el Ministerio Público y la Contraloría, entre muchos otros— , y esta amplitud es sin duda una de sus fortalezas. No obstante, al no establecer un registro de lobbistas sacrifica en buena medida la posibilidad de regular a éstos. Adicionalmente, una falencia central del proyecto es que omite enteramente la obligación de registrar reuniones con lobbistas en instancias sociales o bien por todo medio no presencial de comunicación. Ello hace que haya maneras simples para el sujeto pasivo de evadir la obligación de registro, amenazando así la efectividad y relevancia de la ley.
En cuanto a la información que revela, el proyecto establece la obligación a lobbistas de informar oportuna y verazmente respecto al interés que representan y si reciben remuneración por ello, así como obliga a los sujetos pasivos a informar la fecha, asistentes y materia tratada en la reunión. Ello constituye un piso mínimo, pero razonable, de exigencia. Sin embargo, al no pedir información respecto al gasto en lobby que realizan los lobbistas o sus clientes, no se podrá avanzar en conocer la magnitud de los esfuerzos que las empresas realizan para influir sobre las autoridades. Por otra parte, al establecerse que la Secretaría General de la Presidencia listará semestralmente a todos los sujetos que hicieron lobby durante dicho período (y frente a quién), se transparentará en buena medida quiénes han sido los lobbistas más activos en el período por medio del registro ex post.
En tercer lugar, el proyecto es débil en la regulación de las conductas de los lobbistas al no exigírselas ningún estándar en este sentido, como por ejemplo, la prohibición a las empresas de lobby de financiar campañas políticas, o la prohibición a ex sujetos pasivos de ejercer el lobby por un período de tiempo determinado una vez que abandonan su cargo público.
Por último, dada la gran cantidad de sujetos pasivos que la ley establece, así como de las decenas de registros que se crean, se abren dudas respecto a la capacidad de hacer cumplir la ley por parte de Contraloría. Al fin y al cabo, la ley requerirá de una alta dosis de cooperación voluntaria por parte de las autoridades del Estado.
Es por eso que en Horizontal, junto a la Escuela de Gobierno de la Universidad Adolfo Ibáñez, nos hemos embarcado en un proyecto de investigación conjunto que recoja estudios legislativos comparados y las exigencias de la OECD en esta materia, el cual deberá contener los lineamientos específicos que conduzcan a la redacción de un buen proyecto de ley del lobby para nuestro país.
En suma, no cabe duda que el proyecto actual constituye un avance respecto al “salvaje oeste” en que estamos hoy. No obstante, constituye sólo una modesta contribución a la tarea más grande de transparentar las formas de influencia que unen el dinero y la política en nuestra democracia, la cual requerirá de esfuerzos legislativos ulteriores en múltiples ámbitos. En ese sentido, es urgente comenzar por levantar el velo de oscuridad que hasta hoy cubre al ejercicio de esta práctica en Chile.
Una solución es implementar la obligatoria bilateralidad del lobby. O sea que el parlamentario o funcionario deba conceder audiencia a ambos intereses al mismo tiempo (a las empresas petroleras y a las ONG defensoras del medio ambiente por ejemplo)