Un sentimiento invade a un puñado de chilenos: difuso, atávico y extravagante. Es ese sentimiento el que se puede leer en muchas partes, partiendo por el discurso aterrorizado del ministro de Hacienda, Felipe Larraín, y concluyendo con varias declaraciones de dirigentes de derecha: si considerar que las demandas opositoras en materia tributaria y educacional son la causa de un eventual estancamiento del crecimiento parece exagerado, la afirmación de que una asamblea constituyente estaría provocando un declive de la inversión es definitivamente extravagante.
Hay dos maneras de explicar estas extravagancias neoliberales: o son expresiones de oportunismo político con el fin de difundir temor en medio de una campaña electoral, o son síntomas de malestares más profundos ante lo que parecen ser verdaderas promesas de cambio del “modelo” de parte de la candidata presidencial M. Bachelet. En ambos casos, es un mismo sentimiento el que se encuentra involucrado, en el primero por difusión deliberada y en el segundo por expresión ingenua del miedo. Es esta segunda acepción la que tomaré seriamente en consideración, desacreditando la primera por ser demasiado burda y ordinaria (en el sentido popular de ordinariez): ¿Cómo podría yo calificar de oportunista la postura del ministro Larraín, sin percatarme de que ella acarrea para él mucho desprestigio académico de parte de sus pares, salvo si se toma en serio que lo que la explica es un genuino sentimiento de miedo?
Si se puede hablar de este sentimiento, es por dos razones. En primer lugar, porque no es primera vez que este sentimiento emerge en Chile por motivos políticos. Si de rastreo histórico se trata, es posible constatar que el miedo se difunde periódicamente en las élites y las clases altas chilenas en coyunturas que prefiguran cambios profundos, desde la Unidad Popular hasta el plebiscito del No, sin siquiera citar el ejemplo del Frente Popular o del primer Alessandri. ¿Por qué tanto miedo en esta ocasión? Porque, ante una promesa de cambio profundo, se ven amenazados intereses, posiciones y creencias dominantes (y para las mentes más afiebradas, hasta estilos de vida), los que pocas veces son desafiados abiertamente (en este caso, por los movimientos sociales y por una candidata que genuinamente se muestra disconforme con el orden establecido). Pero, en segundo lugar, porque en Chile se abrió en 2011 una brecha que permite disputar con claridad la hegemonía en el mundo de las ideas y creencias. Si algún sentido tiene hablar de un “derrumbe” del modelo, es precisamente éste: no porque el modelo económico y de coexistencia política se esté cayendo a pedazos ante nuestros ojos, sino simplemente porque la oportunidad intelectual y política de su transformación es real.
Ese es el sentido profundo del libro, que, con buenas razones, hemos llamado El otro modelo, que publicaremos en un mes más F. Atria, G. Larraín, J. Couso, J.M. Benavente y yo mismo, el que no habría sido posible escribir íntegramente a diez manos sin la presencia de esta brecha hegemónica y el miedo que ella provoca. Lo paradójico es que este miedo no es muy distinto al que embarga (desde siempre, a decir verdad) a un O. G. Garretón o a J. A. Viera-Gallo, quienes se acostumbraron a lo largo de dos décadas a negociar sin franquear jamás los límites del modelo, y a desconocer lo que Cocteau llama —en Opium— el “principio de novedad”: ¿Por qué? Simplemente —y es entendible que así sea— por el imperio de un hiper-realismo acerca de lo que es posible hacer y emprender, y probablemente porque un puñado de dirigentes concertacionistas terminó encantado con este modelo de libre mercado, elecciones individuales a destajo y un Estado con capacidad regulatoria insípidamente liliputiense. ¿Las razones de este encantamiento? El haber reducido drásticamente los niveles de pobreza y conseguido elevar los niveles generales de bienestar. ¿El problema? La desigualdad dejó de hacerles sentido, como también dejó de ser un problema el actuar en un juego regido por normas que impiden triunfar seriamente en él: las trampas constitucionales que siempre hemos conocido y que tan bien explican —si se quiere pensar con la cabeza y no con el corazón monitoreado por un electrocardiograma— la necesidad de cambio de Constitución, lo que permite entender el hastío de quienes abogan —y me incluyo allí— por una asamblea constituyente.