Publicado por El Mostrador, 25 de febrero de 2013
Sorpresa causó la elección del ex general Juan Emilio Cheyre como presidente del Consejo del Servicio Electoral. Se trata de una instancia nueva, colegiada, de cinco miembros que supervigilará al director de dicho servicio. Estos cinco consejeros escogen un presidente, y en esta ocasión por 3 votos contra 2, lo eligieron a él. El rol asignado para estos consejeros no es menor. Entre otras materias, este consejo deberá designar a los miembros de las Juntas Electorales, dar instrucciones generales sobre la aplicación de las normas electorales, aprobar los padrones electorales y nómina de electores inhabilitados, y designar y remover al director y subdirector del Servel a propuesta de la Alta Dirección Pública.
¿Cómo pudo pasar inadvertida esta nominación? ¿Debió el Congreso deliberar sobre la pertinencia de nombrar a un ex militar que tuvo una activa participación en la dictadura para el cargo de velar por la transparencia y pulcritud de los procedimientos electorales? Uno de los problemas de nuestra democracia se refiere al procedimiento mediante el cual nuestros representantes designan cargos de alta responsabilidad pública. Sucede con ministros de la Corte Suprema, del Tribunal Constitucional y, ahora, Consejeros del Servicio Electoral.
Examinemos este caso. Por ley, le corresponde al Ejecutivo proponer al Senado una nómina de cinco integrantes que debe ser ratificada por los parlamentarios por una mayoría significativa. Como el Presidente no desea enfrentar un fracaso, realiza consultas informales con los jefes de partidos generándose lo que se denomina un consenso prelegislativo. De esta forma, lo que sucede en el Senado es simplemente la ratificación de un acuerdo que sucede en los pasillos del palacio presidencial.
¿Podría ser diferente? Ciertamente. Un cambio muy modesto en las legislaciones sobre nominaciones tendría un efecto significativo en la calidad de nuestra democracia. Imagínese que el Senado tuviese que realizar audiencias públicas, televisadas, con cada uno de los candidatos y candidatas a cargos de alta responsabilidad. Los senadores podrían inquirir la opinión de los postulantes sobre su trayectoria, sus posturas y visión para el país y el cargo al que desean aspirar. Se produciría un instante deliberativo en el seno del Congreso Nacional donde, de cara al país, se examinaría el perfil del aspirante y se expondrían las argumentaciones a favor y en contra.
Imagínese que el ex general Cheyre hubiese concurrido a esta audiencia pública. Alguna senadora podría haberle consultado sobre su ecuanimidad y neutralidad dada su trayectoria durante la dictadura militar. Otro senador hubiese preguntado sobre su experiencia con procedimientos electorales. Algún otro osado senador hubiese inquirido sobre la ausencia de mujeres en la nómina que envió el Ejecutivo. Y también el ex general Cheyre hubiese podido responder y hacer públicas sus argumentaciones de por qué aspira a tal Consejo y su familiaridad con los asuntos de votaciones y escrutinios. Esta sola audiencia hubiese llamado la atención de los medios. Los senadores se hubiesen esmerado en informarse sobre la trayectoria de los aspirantes. Este mecanismo hubiese permitido anticipar la discusión que hoy tenemos sobre la pertinencia que un ex militar asuma en un Consejo Electoral.
Esta misma lógica se aplica con las designaciones que hace el Senado de ministros de la Corte Suprema o integrantes del Tribunal Constitucional. El poder presidencial debe reducirse, pero a favor de un procedimiento más informado y pulcro de designaciones políticas donde el consenso prelegislativo abriera pasos a mayores niveles de transparencia y deliberación de los órganos de representación.
Entonces, el problema hoy es mucho más profundo que Cheyre. Tenemos un sistema de designaciones políticas que responde a un presidencialismo exacerbado centrado en acuerdos realizados de espaldas a la ciudadanía. Pequeñas reformas podrían cambiar esta lógica, generando incentivos para que los senadores realicen un trabajo mejor, que los postulantes sean objeto de un escrutinio político, y que la ciudadanía se informe respecto de estas decisiones. Nuestra democracia se fortalecería y de paso eventualmente encontraríamos a las mejores personas para cargos de responsabilidad pública.