Publicado por La Nación, 16 de septiembre de 2012
En innumerables análisis de la Gran Recesión que comenzó con la crisis hipotecaria, se globalizó tras la quiebra de Lehman Brothers, siguió con la crisis de deuda de la Europa periférica y aún nos persigue como una gripe mal curada, es común referirse a una nueva normalidad en la que el sobreendeudamiento, el desempleo y la aversión al riesgo se traducen en tasas deprimidas, crecimiento modesto y alta volatilidad. En el peor de los casos, un Lehman europeo que nos lleve a 2008; en el mejor y más probable, una aterrizaje chino a tasas de 6 o 5%, un crecimiento modesto en Estados Unidos y una «japonización» europea. En suma, poco viento de cola para que los emergentes surfeen la bonanza sin preocupaciones.
En este contexto, se menciona que estamos ante un brave new world, en alusión a la célebre distopía de entreguerras de Aldous Huxley. Esta referencia es curiosa e iluminadora. En las crónicas de esa crisis el brave new world es literal: remite a un mundo nuevo, desafiante, peligroso. En Huxley, en cambio, el título es irónico: alude a La Tempestad de Shakespeare y a la felicidad ilusoria de Miranda en su vida insular, engañosamente armónica, alejada de la realidad. La misma ironía está presente en el título en castellano: Un mundo feliz. Esta interpretación menos literal permite una analogía con la crisis global: no son éstos los años difíciles y desafiantes, sino que aquéllos, los de la Gran Moderación y el boom de las commodities, fueron los años felices. Felices en el sentido distópico de Huxley: una felicidad Prozac, artificial. Según esta segunda interpretación, el mundo no estaría atravesando una tormenta temporaria antes de regresar a la senda virtuosa de los 2000 sino que estaríamos volviendo, luego de una larga fiesta, a algo más parecido a los no tan felices 90 de bajo crecimiento.
Esta distinción es esencial para las economías emergentes. Si esta evolución marca el fin del viento de cola, surgen varias preguntas. En nuestro caso, no sólo cuál es la verdadera inflación o el verdadero crecimiento sino en qué se fueron estos años dorados: cómo mejoró la distribución de la riqueza, cuánto crecieron el capital físico y humano y la productividad. En fin, cuánto de lo anunciado existe por fuera de la TV Pública o de Fútbol para Todos. O qué pasó en el mundo mientras los escribas oficiales soñaban el fin del capitalismo y la decadencia del imperio americano.
Pero para los menos nostálgicos, aquellos que no se preocupan tanto por la historia clínica del paciente como por su diagnóstico y tratamiento, la pregunta es otra, más básica: ¿cómo seguimos de ahora en más?
Lo primero que salta a la vista es la necesidad de barajar y dar de nuevo. Más allá del mensaje equívoco de blandir una BlackBerry ensamblada en Tierra del Fuego como señal de industrialización, ese proceso idealizado de sustitución de importaciones, frontera tecnológica y manufactura compleja y masiva, que enamora a gran parte de la profesión y a no pocos líderes políticos es hoy -y posiblemente siempre- un sueño imposible.
Argentina (como Brasil o Chile) tiene ingresos medios altos con mano de obra más cara que la de Corea al inicio de su industrialización y menos productiva que la de los industrializados con salarios altos. Somos caros para ensamblar BlackBerry y para producirlas. Y si bien los países tienen sectores subsidiados, no se puede subsidiar todo el tiempo porque no hay recursos para hacerlo.
No estamos solos en esta encrucijada. En los 2000, la bonanza de la protección cambiaria, el crecimiento mundial y el boom de las commodities disfrazaron esta falta de modelo. Bastó con corregir los desequilibrios macrofinancieros para alcanzar récords de crecimiento y alimentar expectativas de una década latinoamericana. Pero crecimiento no es desarrollo: con monedas apreciadas y una demanda mundial letárgica, los 2010 no serán nuestra década.
A los historiadores económicos les queda la tarea de dirimir en qué medida la falta de reformas y el resultadismo económico de los 2000 se debió a la maldición de los recursos naturales. Si hay que escoger historias que ayuden a repensar el modelo de desarrollo que permita preservar y elevar salarios, los nombres que vienen a la mente son ejemplos de desarrollo que explotaron la renta de los bienes primarios: Canadá, Australia o Noruega agregaron valor a las commodities, desarrollaron servicios y facilitaron y regularon la actividad privada. Los insumos del desarrollo de países de ingresos alto son educación, infraestructura, financiamiento, reglas de juego justas y transparentes. La mayoría de los países de la región tiene pocos progresos en estos frentes y, en nuestro caso, hay un retroceso.
Muchos políticos y economistas del mundo desarrollado miran la poscrisis mundial como una dura transición hacia el crecimiento. Les prenden velas a Bernanke, Draghi y China para que terminen con la pesadilla. Sin embargo, ya es hora de aceptar que los buenos años no volverán, que si con el viento de cola desandamos las penurias de las crisis y ganamos equidad y estabilidad financiera, el desarrollo económico sigue siendo una asignatura pendiente. Y que, más allá de viejas recetas y nuevos slogans políticos, nuestro modelo de desarrollo aún está por escribirse.
La profesión lleva mucho tiempo desorientada. Ha dejado de verse como arquitecto para tratar de alcanzar fortuna como fontanero.
De ahí la freudiana expresión de «tool box», la caja del fontanero que no cuestiona el edificio pero cobra por los arreglos. A veces estupendamente.
Hay dos cuestiones que la ortodoxia no se plantea y son fundamentales.
1. ¿Por qué no hay suficiente trabajo remunerado?
2. ¿Cuáles son las bases intelectuales de la globalización?
Y mientras no lo haga seguirá el declive intelectual y la deriva escatológica.
Saludos
[…] que, como destacábamos en un reciente post, la naturaleza de la oferta laboral argentina, de salarios medios altos y productividad modesta, en […]