Crecimiento poblacional y conflicto social

Las guerras civiles generan costos económicos enormes y, más importante, un sufrimiento humano incalculable. Usando las medidas estándar en la literatura, se calcula que aproximadamente la mitad de las naciones del mundo han sido afectadas por conflictos violentos desde 1960 (Blattman y Miguel, 2010). Por este motivo, entender las causas de las guerras civiles es fundamental y, justificadamente, este asunto ha despertado la atención de muchos científicos sociales. En esta entrada, presentaré algunos resultados de un trabajo de investigación con Daron Acemoglu y Simon Johnson (ambos del MIT), en el que exploramos empíricamente una posible causa del conflicto violento: el crecimiento poblacional.

La idea según la cual el crecimiento poblacional puede generar violencia no es, por supuesto, novedosa. Por el contrario, en su versión más simple es una idea Malthusiana bien conocida la de que la presión por los recursos provocada por el crecimiento poblacional puede generar pugnas que deriven en violencia (violencia que, a su vez, pone un freno al crecimiento poblacional).

La dificultad está, más bien, en verificar si existe en la práctica una relación causal de crecimiento poblacional a conflicto civil. Es clara la imposibilidad (¡Y la inconveniencia!) de hacer un “experimento controlado” en el que incrementamos artificialmente la población de una muestra aleatoria de países para comparar sus niveles de violencia con los de otros países sin dicho incremento. Debemos, necesariamente, apoyarnos en un “experimento histórico.”

En esta investigación, el experimento histórico lo brinda el conjunto de innovaciones en el campo de la medicina, la química, y las prácticas de salud pública que, circa 1940, generaron una reducción sustancial en la mortalidad mundial a causa de ciertas enfermedades. Esta transición epidemiológica internacional, significó que algunos países cuyos habitantes morían por enfermedades que se volvieron tratables o controlables (como malaria, tuberculosis, neumonía, fiebre amarilla, entre otras) experimentaron un incremento sustancial en el tamaño de su población.

Para capturar la medida en la que cada país podría beneficiarse de las innovaciones, construimos entonces una variable que es mayor cuanto mayor la tasa de mortalidad inicial (en 1940) por estas enfermedades.  Me referiré a esta variable como mortalidad predicha, siguiendo la terminología del trabajo de Acemoglu y Johnson (2007) en el que se ideó esta medida y se empleó para evaluar el impacto de la salud sobre el desarrollo. La medida en 1940 para cada país se construye como la suma de las tasas de mortalidad observadas en su territorio para un conjunto de 15 enfermedades. El adjetivo “predicha” hace referencia a que, para las décadas posteriores, si ha existido una intervención mundial que ataque alguna de las enfermedades, la tasa de mortalidad empleada en la suma es sustituida por la observada en el país del mundo con las mejores prácticas en salud.

La lógica de esta variable es simple: países que experimentaron una mayor caída en la mortalidad predicha debieron observar un mayor incremento en su población. Dados sus patrones iniciales de mortalidad, estos países se pudieron beneficiar más con las innovaciones en salud y, por ende, observaron una mayor caída en la mortalidad predicha y un mayor incremento en su población. Esta relación se constata en la figura 1, que presenta un diagrama de dispersión en el que es evidente una relación negativa entre el cambio del logaritmo de la población entre 1940 y 1980 (eje vertical) y el cambio en la mortalidad predicha en el mismo período (eje horizontal) para los países incluidos en nuestro estudio.

Figura 1

Cambio en mortalidad predicha (eje horizontal) versus cambio en el logaritmo de la población (eje vertical) entre 1940 y 1980

La pregunta clave es la siguiente. ¿Además de incrementos en su población, vivieron estos países incrementos en sus niveles de violencia? Para contestar esta pregunta, recurrimos a varias de las bases de datos disponibles sobre incidencia de guerras civiles y construimos una medida muy simple de conflicto: el porcentaje de años por década, desde 1940 hasta 1990, en que cada país enfrentó una guerra civil. La figura 2 da una respuesta clara y afirmativa a la pregunta planteada: en un diagrama de dispersión para el cambio en la mortalidad predicha y el cambio en el porcentaje de años en guerra entre 1940 y 1980, la relación resultante es negativa.

Figura 2

Cambio en mortalidad predicha (eje horizontal) versus cambio en el porcentaje de años de la década en guerra (eje vertical) entre 1940 y 1980

En el trabajo, revisamos si la evidencia de la figura 2 sobrevive a un análisis estadístico más cuidadoso. Empleando la mortalidad predicha como un “instrumento” para el cambio poblacional en nuestra muestra de países, nuestras estimaciones sugieren que un incremento en el logaritmo de la población de 0,65 entre 1940 y 1980 (correspondiente al cambio promedio en nuestra muestra de países) produce aproximadamente 4,3 años adicionales en guerra civil en 1980 en comparación con 1940. Cuando examinamos el impacto sobre conflictos civiles de menor intensidad, el efecto es similar, de unos 4,1 años adicionales de conflicto en 1980.

Esto constituye evidencia muy contundente de un efecto causal de incrementos en la población sobre el conflicto social. Además, el resultado es robusto a un conjunto grande de ejercicios adicionales.

En primer término, el experimento histórico es válido sólo en la medida en que los países con altos niveles de mortalidad predicha en 1940 sean comparables a aquellos con bajos niveles de mortalidad. De lo contrario, lejos de imitar un experimento controlado, podría más bien estar contaminado por otras diferencias entre los países que influyan sobre sus niveles de violencia. Esto no es muy plausible a priori. En efecto, como las innovaciones tecnológicas en las que nos apoyamos fueron exógenas para la mayoría de los países, y como la mortalidad predicha no depende de la aplicación de las prácticas médicas por cada país en particular, es improbable que el cambio en la población atribuible a cambios en la mortalidad predicha dependa de características propias de los países.

Adicionalmente, podemos verificar que la conexión entre mortalidad predicha y conflicto no está explicada por una tendencia de largo plazo que diferencie a países con diversos niveles de mortalidad en 1940. Concretamente, podemos hacer una prueba de “placebo,” examinando si cambios en los niveles de conflicto antes de 1940 están correlacionados con los cambios en mortalidad predicha post-1940. La figura 3 muestra que no existe relación alguna entre el cambio en el conflicto (medido como antes, la fracción de años de la década en guerra civil) entre 1900 y 1940, y los cambios posteriores, entre 1940 y 1980, en la mortalidad predicha. Esta prueba simple de placebo da sustento adicional a nuestra estrategia, puesto que descarta que nuestros resultados estén determinados por una correlación espuria entre conflicto y población que refleje una relación de largo plazo entre mortalidad predicha y conflicto causada por un tercer factor.

Figura 3

Cambio en mortalidad predicha entre 1940 y 1980 (eje horizontal) versus cambio en el porcentaje de años de la década en guerra entre 1900 y 1940 (eje vertical)

Otros ejercicios que reafirman la validez de nuestras conclusiones (sin entrar en los detalles, para no aburrirlos) son, entre otros, los siguientes: (i) los efectos se presentan para diversas medidas de guerras civiles, no sólo la de Correlates of War (empleada en las figuras presentadas atrás) sino para otras como las del Uppsala Conflict Data Project/International Peace Research Institute y la propuesta por Fearon y Laitin (2003), que difieren en el punto de corte sobre el número de muertos para definir guerras civiles o en el tratamiento de los conflictos en colonias; (ii) los resultados se observan tanto para la medida simple de incidencia de guerras civiles, como para medidas de intensidad basadas en el número de muertes violentas; (iii) la evidencia también indica que la relación no está explicada por tendencias diferenciales causadas por variables omitidas, pues las regresiones controlan por tendencias según diversas características observables iniciales de los países; y (iv) por ser la década de los 40 una década de grandes guerras, verificamos que los cambios no dependen del comportamiento específico de esta década o de los países más afectados por la Guerra Mundial.

Ejercicios adicionales indican que el efecto encontrado opera a través de cambios en el tamaño agregado de la población, y no a través de cambios en la composición etaria de la población. En efecto, no existe correlación entre composición de la población y conflicto en nuestra muestra de países. Esto puede deberse a que el conjunto de enfermedades que consideramos incluye algunas que afectan tanto a los adultos como a los niños. Además, para 1980, cuando observamos el impacto más importante sobre el conflicto, los cambios en la estructura demográfica causados por la transición epidemiológica ya están muy atenuados.

Es importante resaltar que los incrementos en la población que nos atañen son grandes cambios abruptos en la población, y no aquellos cambios graduales que están acompañados por mejoras simultáneas en la tecnología y productividad agregadas.

Unos cuantos ejemplos resaltan la importancia de estos incrementos abruptos de la población que siguieron a la transición epidemiológica. Ecuador, por ejemplo, más que triplicó su población entre 1940 y 1980, pasando de unos 2,5 millones a cerca de 8 millones de habitantes. Aunque importante, el crecimiento entre 1900 y 1940 fue mucho menor, de cerca del 75% (desde un nivel de unos 1,4 millones en 1900). Y este no es un caso aislado. Otros países en la muestra triplicaron aproximadamente su población, incluyendo El Salvador (de 1,6 a 4,5 millones), Honduras (de 1,1 a 3,6 millones), Filipinas (de 16,6 a 51 millones) y Tailandia (de 15 a 47 millones). Como en Ecuador, cuando tenemos datos, estas tasas de crecimiento son mucho mayores que las de las décadas precedentes. En promedio, los países en nuestra muestra más que duplicaron su población. En 1940, aproximadamente 1,1 miles de millones de personas vivían en los países del tercio más pobre de nuestra muestra, y en 1980 este número se había multiplicado por un factor de 2,26, alcanzando los 2,5 miles de millones de personas.

Contrastemos estos aumentos con el muy discutido baby boom de los Estados Unidos después de 1945. Allí, la población creció “sólo” en un 70% entre 1940 y 1980, pasando de 130 a 228 millones de personas. Quizás aún más sorprendente es la comparación con el incremento en la presión poblacional sobre la tierra en el Reino Unido entre los 1500s y los 1800s, un tema muy discutido entre historiadores económicos por sus implicaciones sobre el cercado de campos abiertos (enclosures) y sobre la Revolución Industrial. La población en el Reino Unido pasó de 3,94 millones en 1500, a 6,17 millones en 1600, a 8,6 millones en 1700, y alcanzó finalmente los 21 millones en 1820. En tres siglos, la población se quintuplicó, y examinando los 120 años previos a 1820, el incremento poblacional fue del 220%. En suma, muchos de los países más pobres en nuestra muestra vivieron en unas cuantas décadas incrementos en su población que en el Reino Unido tardaron un siglo o más.

En línea con lo anterior, una segunda implicación importante del efecto del crecimiento poblacional sobre el conflicto es que puede explicar un hecho paradójico, documentado en la investigación de Acemoglu y Johnson (2007). En particular, aunque la transición epidemiológica internacional generó una convergencia importante en los resultados en salud entre países (medidos, por ejemplo, por la expectativa de vida al nacer), no existe tal convergencia en términos del PIB per cápita. Esto, a pesar de la abundante evidencia microeconómica sobre los efectos positivos para la productividad de las mejoras en salud. Una posible explicación de este resultado es simplemente los efectos de equilibrio general que los estudios microeconómicos no pueden capturar. Pero una explicación alternativa que surge de nuestros resultados es que, si bien los países más pobres del mundo se beneficiaron más con las innovaciones tecnológicas en salud, también experimentaron grandes incrementos en el conflicto violento, con efectos contraproducentes sobre su productividad.

Para concluir, parece pertinente pensar en los mecanismos que deben diseñarse para evitar que la presión poblacional redunde en mayor conflicto social violento. Nuestros resultados así lo indican y, dicho sea de paso, lo confirma también un trabajo reciente de Bruckner (2010), empleando una estrategia empírica y una muestra de países distintas a las nuestras. Desde nuestro punto de vista, una importante implicación de que crecimientos abruptos de la población generen violencia es que debe entenderse cuáles instituciones permitirían manejar el mayor nivel de disputas distributivas por recursos que acompañan a mejoras en salud que, de otro modo, serían sólo positivas para el bienestar.

Referencias

Acemoglu, D., & Johnson, S. (2007). Disease and development: The effect of life expectancy on economic growth. Journal of Political Economy, 115(6), 925-985.

Blattman, C., & Miguel, E. (2010). Civil war. Journal of Economic Literature, 48(1), 3-57.

Bruckner, M. (2010). Population size and civil conflict risk: Is there a causal link? Economic Journal, 120(544), 535-550.

Fearon, J. D., & Laitin, D. D. (2003). Ethnicity, insurgency, and civil war. The American Political Science Review, 97(1), pp. 75-90.