El país está al borde de la ingobernabilidad nos dijo Eduardo Frei. Más allá de la retórica usual de las vocerías públicas, tenemos que reconocer que el Presidente Frei expresó lo que sienten muchos chilenos. ¿Para qué vamos a decir una cosa por otra? Es inviable que se desplome la institucionalidad democrática, porque en un país de ingresos medios como el nuestro son muchos los que tienen que perder y porque es esperable que la clase dirigente esté a la altura de las innovaciones institucionales que se requieren. Pero no reconocer que hay una crisis de gobernabilidad es de una miopía o cinismo que raya en lo contumaz.
Si no acaba el régimen binominal, la falta de legitimidad puede dar pie a una democracia paralela, informal, legítima, joven y con alta capacidad de organización, gracias, en parte, a las nuevas tecnologías. Esta “joven repúlica independiente” coparía las calles con frecuencia, usando los medios y las redes para activarse cada vez que sea necesario; llamaría a consultas populares cada vez que quiera mostrar que las decisiones gubernamentales son minoritarias. La repúlica paralela no tendría los medios de coerción necesarios para cobrar impuestos o garantizar el cumplimiento de leyes alternativas, pero su popularidad radicaría precisamente en eso. Manifestádose en paz, el poder de la calle, no las armas ni la imposición binominal, instaládose en las conciencias con una sinfónica de cacerolas.
Hoy, en Chile, se ha vuelto imaginable un poder paralelo y con arrastre multitudinario que ponga permanentemente en tela de juicio cualquier decisión de los poderes del Estado. Se ha vuelto imaginable la desobediencia ciudadana en democracia como una forma de ingobernabilidad pacífica, pero ingobernabilidad al fin. Por cierto, tendría serias repercusiones sobre la inversión.
Es cierto que la indignación ciudadana tiene aspectos globales, que las redes sociales han disminuido radicalmente los costos de la acción colectiva y tienen la capacidad de coordinar conciencias en proporción a la justicia de una causa. Eso se manifiesta en el norte de Ámerica, España, Israel y Chile. Lo que no es cierto es que este sea un fenómeno cuya fuerza y profundidad sea independiente de las circunstancias específicas de cada país.
Chile tiene las condiciones perfectas para que las movilizaciones se transformen en una constante si no hay reformas políticas sustantivas –no menos que el fin del binominal, posiblemente una nueva Constitución. Por un lado, nuestra democracia no es una democracia avanzada. Es difícil diseñar un sistema democrático menos meritocrático y menos representativo de las preferencias ciudadanas que nuestro orden binominal. Por otro, a diferencia de un régimen con tutela militar como ocurre en Egipto, en Chile hay democracia y muchos, pero muchos estudiantes -cerca de un 10% de la población- con gran capacidad de movilizarse, con bajo costo de oportunidad y necesidades básicas satisfechas. A la concentración del poder político se suman desigualdades sociales y niveles de segregación inaceptables.
Las redes y la calle -hoy complementos- son expresiones de una horizontalidad que rechaza la concentración del poder político y económico por una razón bien simple: la gente quiere participar de un país que le pertenece.
La derecha chilena defendió la dictadura y justificó sus abusos durante gran parte de la transición. La derecha –no los militares- dejó instalado un sistema político que la ha sobre-representado en el parlamento por más de dos décadas (incluso hoy con lo desgastada que está la Concertación). Más allá de palabras de buena crianza, muchas veces parte de una persuasión estéril, el binominal jamás fue considerado virtuoso por alguien fuera de la derecha. Hubo dos intentos concretos de la Concertación por cambiar el binominal, uno durante el gobierno de Lagos y otro durante el de Bachelet, ambos rechazados por la derecha. Esa es la realidad, mirémosla de frente. Siempre hubo descolgados y oportunistas en la Concertación, pero el hecho estilizado central es que el binominal no se cambió en Chile por una postura doctrinaria y estratégica de la derecha. Es quizás oportuno que sea un gobierno de ese signo el que enfrente el desafío de cambiar esto.
¿Está agotada la república binominal? ¿Estamos al borde de la ingobernabilidad? Así lo siente la gente, hay que hacerse cargo y dejar de tapar el sol con un dedo. Nadie le agradecerá a la derecha frenar el reemplazo del binominal por un sistema proporcional o mayoritario (o uno que combine lo mejor de ambos), poniendo en riesgo la democracia y la paz social. Es tiempo que la derecha entienda que tiene una responsabilidad y oportunidad para avanzar el desarrollo de nuestra democracia. Pueden legitimarse como constructores de la democracia o retroceder una vez más hacia los autocomplacientes instintos conservadores de la fronda aristocrática que tan elocuentemente se han expresado en el último tiempo.
Necesitamos una democracia cuya inspiración sea el fin del miedo al pueblo, cuya utopía sea la eliminación en el abuso en la representación democrática, cuyo eje estratégico sea el fomento de la competencia electoral y cuyo orden táctico sea el fin del sistema binominal. La democracia se cuida con más democracia.