La importancia de llamarse Ernesto

Los nombres propios siempre suscitan curiosidad. Todos tenemos alguna opinión o relación (no siempre fácil) con nuestros nombres. Muchos deben cargar el pesado fardo de un nombre atípico, singular o ridículamente conspicuo. En algunos países latinoamericanos, Colombia y Venezuela entre ellos, los nombres atípicos son paradójicamente bastante comunes. Hace unos meses el diario El Tiempo (el principal diario colombiano) publicó un editorial que planteaba una pregunta extraña: “¿tienen derecho los padres a adjudicar al hijo el nombre que se les ocurra?”. El mismo editorial insinuaba una respuesta: “Nuestra Constitución defiende el libre desarrollo de la personalidad, pero siempre y cuando lo ejerza el sujeto titular del derecho. Una cosa es que un adulto resuelva llamarse Deportivo Independiente Medellín (lo que ya es bastante esperpéntico) y otra muy distinta, que los progenitores condenen a una criatura indefensa a sobrellevar la gracia de Cabalgatadeportiva”.

La evidencia anecdótica sugiere que los nombres propios son usados con frecuencia por los empleadores para seleccionar o filtrar aspirantes. Las razones son en esencia dos: (i) los empleadores tienen preferencias de raza o de clase y asocian algunos nombres atípicos con afiliaciones raciales o socioeconómicas y (ii) los empleadores tienen información imperfecta sobre los aspirantes y utilizan sus nombres propios como una forma sencilla para inferir ciertos atributos relevantes (las conexiones sociales, por ejemplo). Este comportamiento ha sido confirmado por varios estudios basados en experimentos ficticios con hojas de vida, realizados en los Estados Unidos y otros países. Uno de los estudios más conocidos comenzó por asignar aleatoriamente nombres típicamente negros (Lakisha o Jamal) y nombres tradicionalmente blancos (Emily o Greg) a un conjunto de hojas de vida en esencia idénticas. Una vez asignados los nombres, las hojas de vida se enviaron por correo a miles de potenciales empleadores. El estudio mostró que los candidatos con nombres “blancos” debían enviar, en promedio, diez hojas de vida para recibir una llamada a entrevista, mientras que los candidatos con nombres “negros” debían enviar casi 20 en promedio.

En Colombia algunos jefes de recursos humanos dicen abiertamente que discriminan según el vecindario o la universidad o el colegio de los aspirantes. Otros manifiestan que descartan las hojas de vida que usan formas estandarizadas. Uno de ellos me dijo recientemente que los nombres eran su primer filtro: “miro los nombres y descarto los más extraños de una vez”.

Este comportamiento, sobra decirlo, puede verse reflejado en los salarios y otros indicadores del mercado laboral. En un artículo publicado recientemente para el caso de Colombia, estudiamos cuantitativamente el posible impacto de un nombre atípico sobre el ingreso laboral. Los nombres atípicos están asociados con  salarios hasta 20% inferiores: las inferencias causales no son definitivas pero son sugestivas.

El estudio compara parejas de individuos del mismo origen social (la misma educación de los padres, la misma región de nacimiento, la misma raza, la misma edad, el mismo sexo, etc.) pero con una diferencia aparentemente insignificante: una de ellos tiene un nombre atípico (defino como aquel que no se repite en la muestra) y la otra un nombre repetido. Para los individuos con cinco o más años de educación, los “agraciados” con un nombre atípico ganan 10% menos en promedio. Para los individuos con educación superior, 20% menos. El efecto parece ser mucho mayor en las mujeres que en los hombres.

En Colombia, los nombres raros son cada vez más populares. En la Costa Atlántica, 12% de los jefes de hogar tienen nombres únicos. En la Costa Pacífica, 11% no tienen tocayos. En Bogotá, el porcentaje está cercano a 5%. Pero la tendencia es creciente. Dos generaciones atrás, los nombres religiosos primaban. Ahora la originalidad es cada vez más frecuente. Y creativa.

Nombres atípicos
Hombres Mujeres
Adulsimenes Adripina
Brocardo Belkyss
Cervulo Cilenia
Delford Deyanire
Ederson Eduviges
Filiperto Flaxila
Globys Glenis
Heliodoro Hernecinda
Indalecio Inilquis
Jerson Jeanny
Leusson Lisinia
Mercedario Magnory
Neidilio Nubis
Ortencio Ofelmina
Praxedis Prixila
Rodier Rosadelia
Sinibaldo Saida
Teodosio Tarciza
Vespaciano Villely
Wensislao Wualdetrudis
Zaddyel Zulima

 

Muchos padres no son plenamente conscientes de los costos de sus decisiones. Otros sí los son pero deciden ignorarlos. Con frecuencia los padres escogen los nombres de sus hijos con el fin de afianzar sus identidades ideológicas o raciales. Otras veces simplemente desean expresar sus expectativas o aspiraciones con respecto a sus hijos (Yesaidú por “Yes, I Do” y Juan Jondre, por “One Hundred” son ejemplos extremos). Otras más, las escogencias son caprichosas. Los nombres mezclados o invertidos son comunes. Lo mismo que las elaboraciones sobre los nombres de personajes famosos o sobre temas recurrentes de la cultura popular. Recientemente, The New York Times reseñó el caso de Gilberto Vargas, un vendedor ambulante venezolano, quien les dio a sus cuatro hijas los nombres de Yusmary, Yusmery, Yusneidi y Yureimi, y a sus dos hijos los nombres de Kleiderman y Kleiderson. Los nombres de los niños fueron tomados del pianista francés Richard Clayderman (originalmente Phillip Pages), y los de las niñas, según el testimonio del mismo padre, fueron completamente caprichosos: ocurrencias de ocasión que podrían resultar bastante costosas. Para las hijas, por supuesto.

En suma, los nombres atípicos no sólo señalan una pertenencia social específica, sino que pueden también contribuir a deprimir las oportunidades laborales y por ende a afianzar las brechas sociales. Hay una especie de círculo vicioso en todo esto. Las distancias sociales se reflejan en los nombres pero los nombres, a su vez, amplían las brechas socioeconómicas. Los nombres son un destino. Pero sí pueden ser un lastre significativo al ascenso social. En Colombia al menos.