Las negociaciones comerciales entre Estados Unidos y China están en pleno desarrollo. Aunque una conjetura sobre los resultados es aventurada, todo parece encaminado hacia un acuerdo antes del 2 de marzo. Transitorio, frágil y circunstancial, pero acuerdo al fin. No es que Donald Trump haya modificado su visión de fondo sobre las amenazas de China ni que Xi Jinping se haya convencido de introducir modificaciones a la intervención estatal en su economía. La explicación parece más simple: ambas potencias enfrentan dificultades económicas que han minado su capacidad de lucha. Por ello, la lógica parece indicar que la primera partida terminará en tablas.
En China, la debilidad económica se ha acentuado, amenazando con mandar el crecimiento de este año bajo 6%. El gobierno está decidido a proveer los estímulos necesarios para evitar cruzar esa barrera, como si un abismo existiese al otro lado, pero reconoce los límites. Los instrumentos monetarios han sido usados intensamente y los planes de impulso fiscal a diferentes sectores pueden terminar agrandando los bolsones de endeudamiento existentes.
El gobierno del Presidente Xi sabe que si impulsa agresivamente políticas para evitar el ajuste de corto plazo puede terminar en un gran pantano de deuda y empresas zombis hacia adelante. La guerra comercial no es la causa fundamental de la desaceleración en China, pero los ruidos que introduce están empujando al gobierno a un callejón al que no quiere entrar. Por ello su disposición a un acuerdo.
Estados Unidos, en cambio, cuya economía continúa fuerte, comienza a mostrar síntomas de desaceleración. En buena parte, esto es esperable, pero la fuerte caída de la bolsa de los últimos meses ha incrementado el desasosiego. Nerviosismo que se ha manifestado en fuertes ajustes de precios y también en la aparición de algunos gurúes que viven anticipando grandes crisis, quizá reflejando que el beneficio de pasar a la historia como el predictor de una es mucho mayor que el costo de apostar por una crisis que nunca ocurrió.
El Presidente Trump está irritable. Su ataque a la Reserva Federal -a la que culpa de aguarle la fiesta del crecimiento y de no dar soporte a la bolsa- es señal de esto. Con las acciones cayendo y la economía creciendo más cerca de 2% que de 3% en 2019, Trump sabe que su músculo frente a China se debilita, y está dispuesto a un acuerdo.
En ocasiones, las dificultades económicas agudizan los populismos. En esta oportunidad, la macroeconomía está hablando y empujando hacia un acuerdo. En un mundo integrado, el espacio para que las grandes potencias se enfrasquen en un conflicto económico mayor sin autoinfligirse una herida es limitado. Esta es una buena noticia.