En el balance del último año hay dos hechos relevantes que, aunque aparentemente contradictorios, juntos ayudan a entender la disyuntiva que está enfrentando Chile en la actualidad. El primero es el desgaste en la aprobación del Gobierno, a pesar de las mejores cifras económicas y de un clima social más bien tranquilo, al menos hasta la muerte de Camilo Catrillanca. El segundo es que hay claras señales de que si se repitiesen ahora las elecciones de 2017 el resultado sería el mismo: una victoria de Sebastián Piñera. ¿Cómo se compatibilizan estos dos hechos? Dilucidar este aparente dilema es un paso decisivo para la construcción de alternativas efectivas de desarrollo para el país.
La actual administración ha perdido en diez meses más de un tercio de la aprobación que alcanzó en sus inicios, una suerte de descapitalización política. ¿La razón? Algunos análisis señalan que las promesas de campaña y las cifras de crecimiento del primer semestre, contrastadas con una base de comparación poco exigente, generaron una «inflación» de expectativas en el ámbito económico, que luego se fueron enfriando. El cierre de empresas, la pérdida de puestos de trabajo y el aumento del desempleo ayudaron al contraste. Sin embargo, todo indica que sus causas van más allá de la economía e incluyen la evaluación ciudadana en materia de delincuencia y de la calidad de los servicios sociales (pensiones, salud y educación).
Hay varios indicios que respaldan el segundo componente mencionado. Por ejemplo, la última encuesta CEP confirma que las promesas de la campaña presidencial siguen alineadas con las aspiraciones de lo que puede denominarse la nueva clase media: empleo, ingresos, seguridad y mejores servicios sociales. Además, un 30% considera que Chile está progresando, lo que contrasta con el 16% que respondía en el mismo sentido en los dos años previos. También, la evaluación neta del Presidente (evaluación positiva menos negativa) era de 11 puntos porcentuales a fines de 2018, mientras el promedio de los dirigentes de la ex Nueva Mayoría estaba en terreno negativo.
El primero de estos hechos refleja el desgaste de la estrategia política del Gobierno y el segundo evidencia la desorientación que vive la oposición. La lamentable consecuencia es que el Gobierno se resigna a medir su desempeño con la vara que dejó la administración anterior, más que con metas o visión de futuro.
Lo que en realidad muestran estos dos hechos es que tanto la administración de Bachelet como la de Piñera no han sido capaces de encontrar el tono que requieren las políticas públicas en el contexto del siglo 21. Los enfoques que subyacen a las estrategias de la «retroexcavadora» de 2014 o a la del «Comando Jungla» de 2018 son muy diferentes si se comparan utilizando la métrica del eje izquierda-derecha. Sin embargo, en ambos enfoques el esfuerzo del Gobierno se dirige más a imponer que a convencer, las políticas se ejecutan desde arriba hacia abajo y la comunidad involucrada juega un rol secundario.
Las políticas en este eje tradicional utilizan una combinación de Estado y de mercado, en una proporción que depende del bloque que está en el gobierno. Sin embargo, ambos tipos de instrumentos han dejado de manifiesto sus limitaciones para resolver las necesidades o exigencias de una vida mejor, por lo que los enfoques que se ubican en estas coordenadas han perdido efectividad. Las dos últimas administraciones se equivocaron al interpretar el respaldo ciudadano a sus promesas de campaña como una adhesión al estilo de «mando y control» en las políticas públicas, lo que les generó un prematuro desgaste político.
Cada vez es más claro que la efectividad de las políticas públicas para avanzar hacia un desarrollo integral depende de la capacidad de los gobiernos para construir un nuevo eje, que considere la generación de un entorno positivo en las comunidades locales, apoyado en el Estado, en los mercados y también en las relaciones de colaboración entre distintos actores sociales.
Esto se logra con una gobernanza abierta, donde existe un espacio amplio para la articulación público-privada, y en la que las acciones colectivas se someten a los criterios de prueba y error. Los líderes locales tienen un rol central en este enfoque, porque permiten movilizar las capacidades y los activos de la comunidad, generar compromiso en los actores relevantes y construir posibilidades concretas de futuro.
Organizar este entorno va más allá de la entrega de un conjunto de «derechos sociales» o de ampliar el acceso a bienes de consumo. Se trata de construir un tejido social que integra distintos ámbitos de la vida en común, incluyendo la producción, el desarrollo personal, la vida familiar, la educación y la seguridad en los espacios públicos. Todos estos elementos son esenciales para lograr el desarrollo integral en el siglo 21 y muy pocos de ellos se logran con políticas que se restringen a los instrumentos del Estado y del mercado.
Hay abundante evidencia de que las políticas públicas que se ubican en el eje tradicional están lejos de aportar soluciones efectivas en este nuevo contexto social, marcado por las exigencias de un nuevo ciudadano, más vigilante y altamente sensible. Por tanto, si el sistema político se mantiene anclado en este enfoque, seguirá distanciado de la ciudadanía y abrirá espacios a liderazgos más extremos, de lado y lado.
En síntesis, el prematuro desgaste político del Gobierno refleja que el enfoque basado únicamente en el eje tradicional izquierda-derecha, o Estado-mercado, dejó de ser efectivo para orientar el camino a un desarrollo integral. La alternativa consiste en generar entornos de colaboración en todas las comunidades en que sea posible como un nuevo pilar, que complementa a los anteriores y que aporta un sustento más sólido para el avance de los países.