Históricamente, dos tradiciones han buscado explicar el crecimiento de los países en desarrollo.
La primera es la estructuralista (o dualista), según la cual los países en desarrollo muestran dualidad: tienen un sector tradicional y uno moderno.
El sector moderno (especialmente la manufactura) tenía una productividad relativamente alta, experimentaba economías de escala y “learning by doing”. Permitía la generación de “capacidades” que con el tiempo permitían la expansión hacia productos cada vez más sofisticados y en una gama cada vez mayor.
El sector tradicional (agrícola/informal), siempre según esta visión, tenía métodos de producción anticuados que no permitían generar capacidades. Al contrario, implicaban actividades repetitivas, muy específicas del sector y no generalizables hacia otros.
Dentro del sector moderno, el manufacturero tenía ventajas evidentes. Primero, presentaba convergencia incondicional: su productividad convergía a la frontera mundial independientemente del nivel de las variables fundamentales (institucionalidad, capital humano, etc.). Segundo, tenía la capacidad de generar amplio empleo para mano de obra no calificada, abundante en países en desarrollo. Tercero, era exportable (no limitado por el tamaño del mercado interno).
Para los estructuralistas, la manera más eficiente de elevar la productividad de la economía en su conjunto es la transformación estructural: la movilización de trabajadores del sector tradicional (baja productividad) al moderno (alta productividad). Es, además, un canal muy prometedor debido a dos características de los países en desarrollo: (a) gran diferencia de productividad entre sectores y (b) alto porcentaje de trabajadores en sectores de baja productividad. Y como hay fallas de mercado, gatillar la transformación estructural requería política industrial.
En sus versiones más modernas, la visión estructuralista implicaba una clara secuencia. La transformación estructural sería crucial en las etapas iniciales del desarrollo, cuando los países tienen niveles relativamente bajos en las variables fundamentales. No se necesitan instituciones suecas para iniciar el desarrollo. A medida que el proceso de desarrollo avanzara, los países acumularían capacidades y fortalecerían sus fundamentos. Esto permitiría ganancias de productividad dentro de cada sector. Así, en etapas posteriores del desarrollo, las ganancias de productividad en la economía provendrían menos de movilizar trabajadores hacia sectores de alta productividad (transformación estructural) y más de las ganancias de productividad dentro de cada sector.
La segunda tradición (e históricamente alternativa al estructuralismo) para explicar el crecimiento de los países en desarrollo es la neoclásica. Suponía que los sectores eran bastante homogéneos. No diferenciaba entre los sectores que generaban capacidades y los que no. Lo importante era la dotación de factores de la economía y los incentivos para acumularlos.
Se puede intentar combinar ambas tradiciones: pensar, por ejemplo, que la visión estructuralista prima en las etapas iniciales del desarrollo y la neoclásica en las posteriores; o que la estructuralista se centra en las ganancias de productividad resultado de movilizar trabajadores hacia sectores de alta productividad, mientras la neoclásica se centra en aquellas producidas dentro de cada sector.
En esencia, sin embargo, enfatizaban cosas distintas. El estructuralismo diferencia entre la generación de capacidades de los sectores y, además, señala la necesidad de una política industrial. En la tradición neoclásica no se necesita política “industrial”: como los factores de producción de los países en desarrollo tienen niveles relativamente bajos, su rentabilidad sería alta y habría incentivos para su acumulación, por lo que convergirían naturalmente a los niveles de ingreso de los países desarrollados.
Pero la diferencia histórica de estas tradiciones quizás sea obsoleta. La manufactura ya no parece ser única. Los métodos de producción avanzados en sectores históricamente tradicionales (como fruticultura, acuicultura o ganadería) se asemejan a los de la manufactura moderna. Tienen ciclos de aprendizaje cortos y mejoras continuas y graduales.
Como dice Sabel (2012), lo importante no es tanto qué se produce sino cómo se produce. La división ya no es entre manufactura y sectores tradicionales, sino entre firmas con métodos de producción avanzados y aquellas con métodos tradicionales, independientemente del sector.
La diferencia entre transformación estructural y ganancias de productividad dentro de cada sector es también menos clara. Si el empleo de las firmas que utilizan métodos de producción modernos crece relativamente al de las que utilizan métodos tradicionales dentro del mismo sector, se verá un crecimiento de productividad del sector, pero en realidad se está dando una suerte de transformación estructural.
Un ejemplo ayuda. Históricamente, el Perú ha tenido un sector agrario rezagado que empleaba a amplios segmentos de la población con bajos niveles de productividad. En los últimos 20 años, en terrenos previamente desérticos ahora irrigados, ha aparecido un sector agroexportador moderno con niveles altísimos de productividad. Hoy somos el primer exportador mundial de espárragos, el segundo de paltas, el tercero de arándanos y el quinto de uvas. Las agroexportaciones pasaron de menos de US$ 400 millones (2000) a US$ 4.700 millones (2016). Según mediciones convencionales, ha habido un crecimiento de la productividad de la agricultura. Pero lo que ha ocurrido es una movilización estructural de recursos de la agricultura tradicional a la agroexportación moderna. Son, para todo fin práctico, dos sectores distintos.
En esta realidad, no puede haber convergencia incondicional en manufactura (ni en ningún sector). El crecimiento de la productividad usando métodos avanzados de producción no puede ser (casi por definición) independiente de las “capacidades” y de los “fundamentos” en general. Para aumentar la productividad se requieren altas capacidades desde el principio.
Visto esto último, ya no es evidente que el modelo neoclásico sea la alternativa al estructuralismo. Ambas visiones enfrentan los mismo problemas: cómo fortalecer las instituciones, cómo cerrar la brecha del conocimiento, cómo mejorar el capital humano, etc.
La pregunta es cómo lograrlo. La visión neoclásica ha enfatizado políticas horizontales, y la estructuralista, política industrial manufacturera. En este punto también debería llegarse a una convergencia. Debería ser evidente que los problemas de coordinación (público-privada, público-pública y privado-privada), necesaria para que los sectores logren su potencial, son muy específicos al contexto y deben resolverse a nivel de cada sector. Los permisos fitosanitarios necesarios para la apertura (para exportación) de los mercados de arándanos a China, de uvas a Corea del Sur o de langostinos a la Unión Europea se tienen que negociar uno a uno. El capital humano necesario para la acuicultura es muy distinto del que necesita el sector textil. Y para demostrar la trazabilidad y legalidad de la madera, entidades públicas y privadas deben coordinar. Estos problemas no se pueden resolver simplemente con políticas horizontales. Se necesitan políticas sectoriales. Sin embargo, ello no significa escoger sectores ganadores (preferentemente manufactura) y subsidiarlos. Debe significar, más bien, identificar y remover los obstáculos a la productividad de todos los sectores, para que logren su potencial.