En cada campaña presidencial, la reforma del Estado se vuelve parte de la discusión publica, especialmente para la tecnocracia. Mejorar la gestión, reformar el empleo publico, flexibilizar la organización estatal, transparentar las decisiones publicas, simplificar su contenido y observar las experiencias comparadas -como la neozelandesa, una vez mas- se han transformado en temas habituales desde inicio de los 90. Este año no es la excepción.
Desde entonces todos los presidentes de la República han tenido oficinas o comités de ministros destinados a este propósito, condenados a mostrar acotados resultados -por la brevedad del período presidencial- y, en contados casos, reformas sustantivas alcanzadas en el contexto de crisis de mayor profundidad , como fueron los sistemas de Alta Dirección Pública, de compras del Estado o de probidad publica.
El principal error de estas agendas ha sido no detenerse en resolver la interrogante de cómo llegamos a un sistema de organización y gestión administrativa inflexible, que es el principal obstáculo para los procesos de reforma estatal. Curiosamente, la respuesta está en el desarrollo de la administración publica chilena del siglo XX.
Como está ampliamente documentado, desde 1910 todos los gobiernos, así como las editoriales de los principales periódicos, han planteado la necesidad de reformar el Estado. Pero fue en el período entre 1930 y 1970 en el que esos cambios se notaron con mayor profundidad. ¿La razón? El Congreso sistemáticamente delegó en el Presidente de la República las facultades para reestructurar la administración publica y su sistema de empleo. Esta flexibilidad -que es razonable reivindicar hoy- tuvo un custodio en la Contraloría, la que mediante diversas decisiones informó el sistema de la organización pública, limitando la flexibilidad pretendida. Esto condujo a que la Comisión de Reforma Administrativa del gobierno de Pinochet promoviera una organización estatal rígida, que restringía las posibilidades de organización delegadas en el Presidente. Ello implicó que, desde entonces, cada nueva reestructuración debiera ser aprobada por el Congreso incluso en sus detalles. El último intento de cambiar esta situación fue de Ricardo Lagos con la modernización del MOP, pero el Tribunal Constitucional fue leal a la rigidez promovida por la Constitución de 1980, bloqueando esa transformación.
La reforma del Estado en nuestro país es, como en la película de Bill Murray, una nueva versión del Día de la Marmota: cada cuatro años volvemos sobre el mismo libreto, con los mismos protagonistas y citando idénticas experiencias, en parte porque la tecnocracia aún no entiende bien que resulta necesario modificar la Constitución para realizar una reforma que genuinamente valga la pena.