10 de enero de 2016. Por Sergio Berensztein para Perfil.
Marcelo Mallo es un exponente cabal de la marginalidad de la política del Conurbano y de sus complicidades con el mundo del fútbol, el clientelismo más venal y las redes del crimen organizado, el típico polirrubro que se expandió durante la década ganada y estuvo al servicio de cualquiera que estuviera dispuesto a poner algo de plata. Volvió a los primeros planos a comienzos de semana, luego de su infausto paso por Hinchadas Unidas Argentinas, cuando la investigación no le encontraba la punta al ovillo. Es cierto que, dado su perfil y conexiones, perfectamente podría haberlo estado. O si no fuera él, seguramente personajes parecidos podrían ser parte de esta siniestra trama. La ausencia de la mano justa y firme del Estado ha generado un entorno ideal para que se nutran y consoliden las mafias más rústicas y brutales que hayamos conocido jamás en la Argentina.
Es difícil defender a un personaje tan funesto como Mallo, que incluso guardaba una picana como hobby o, aun peor, para defensa propia, como sugirió su peculiar abogado. Por suerte funcionaron las instituciones y quedó en libertad por falta de pruebas, luego de haber sido detenido algunas horas. Aprendamos la lección: la Justicia debe actuar con profesionalismo y seriedad. De lo contrario, todos podemos ser Mallo.
Tampoco nos sorprendamos tanto de la existencia de estos personajes. Acabamos de tener a Alberto Samid como uno de los principales consejeros de Scioli y a Guillermo Moreno como secretario de Comercio y luego diplomático. Podrían haber sido protagonistas de un cuento de Borges o alguna novela de Osvaldo Soriano.Sobre este universo orillero y patoteril solía explayarse Juan B. Justo en el periódico socialista La Vanguardia, cuando denunciaba a radicales y conservadores por las violentas prácticas de la “política criolla”. Y claro, todos los caminos conducen a Sarmiento: estos herederos no reconocidos de Facundo abrazan las banderas de la barbarie para seguir conspirando contra la utopía de la civilización.
Justo ahora la Argentina parece vivir el sueño burgués largamente postergado de ser un país moderno e integrado al mundo, de no regresar más a la pesadilla reciente del populismo radicalizado. Esta pulsión por zafar incluso de la inevitabilidad del peronismo parece frenada por el legado de CFK, en particular por la ignominia de un Estado inmenso, inútil, corrupto y quebrado, que supo cobijar durante demasiado tiempo esa novedosa casta de privilegiados que parecían haber alcanzado el ideal de vivir bien sin trabajar (marajáes, los llamaban en Brasil en la década del 80). Ese mismo Estado incubó y colaboró activamente con el desarrollo de aquellas mafias del crimen organizado que supuestamente debía combatir. Las élites políticas que lo dirigieron son las verdaderas responsables del papelón inigualable de que tres reos se escapen como panchos por su casa de una cárcel de máxima inseguridad y que cueste tanto agarrarlos. A pesar del alivio, el costo político de la ineficiencia acumulada lo pagan ahora las nuevas autoridades.
La utopía de la Argentina moderna queda entonces obstaculizada por la falta de un aparato estatal a la altura de las circunstancias: su reformulación casi total constituye, evidentemente, un prerrequisito fundamental para impulsar el proyecto transformador que tanta ilusión genera en un sector de la Argentina y en una creciente parte de los países democráticos de la región y del mundo. Aquella Semana de Mayo de 1810 culminó con un acontecimiento histórico que cambió para siempre lo que luego se dio en llamar la Argentina. Esta Semana de Mallo debería disparar un proceso no menos trascendental: la conformación de un Estado moderno, democrático, capaz, eficiente, transparente y profesional. Enorme asignatura pendiente que tiene este país justo cuando está por celebrar el Bicentenario de su Independencia.
Para que esa utopía comience a parecerse a un proyecto de país, resulta clave dilucidar otros interrogantes no menores: qué modelo de democracia habrá de desarrollar Macri (más allá del abuso inicial de las facultades hiperpresidencialistas avaladas por la Constitución) y qué clase de capitalismo quiere impulsar dadas las restricciones que en ese sentido suele imponer la sociedad argentina. Es cierto que este país de hoy no se parece en nada al que teníamos hace apenas unas semanas, todavía impregnado por la impronta singular que le imponía CFK y sus acólitos. Al margen de las eventuales resistencias a la apertura comercial, tampoco queda claro qué sectores apalancarán el crecimiento económico, ahora que, finalmente, aquella reiterada máxima de CFK parece haberse comprobado: el mundo finalmente se nos cayó encima.
En efecto, la crisis en China no tiene precedentes (George Soros ha llegado a compararla con la debacle de 2008), con la devaluación del yuan y el impacto negativo en los mercados bursátiles en todo el mundo, a la vez que se desplomaron aún más los precios de las commodities, en particular el petróleo. Las autoridades, que por las dudas persiguen y hasta hacen desaparecer a los principales empresarios, no parecen encontrarle la vuelta a un episodio que negaría la idea de que los chinos podrían alcanzar la ansiada meta del desarrollo evitando no sólo una apertura democrática sino una de las crisis típicas que traen consigo los procesos de crecimiento y transformación acelerado (vieja pretensión de los regímenes autoritarios de lograr el desarrollo de forma ordenada, sin conflictos ni tensiones).
Para colmo, tembló uno de sus principales aliados, Corea del Norte, e hizo temblar a todo el planeta: lo que parecía un sismo relativamente potente en realidad fue, según declaró su presidente, Kim Jong-un, una prueba con una bomba H. Muchos no le creen, pero una vez más las supuestas potencias demuestran su incapacidad para limitar la capacidad de disrupción de actores relativamente menores. Como viene ocurriendo también con EI, antes con Al Qaeda e incluso con Saddam. Esos Mallo globales que se ocupan de romper las ilusiones de estabilidad y prosperidad con que nos entretenemos en Occidente.
Aquella Semana de Mayo de 1810 fue el resultado de la lectura que los actores locales hicieron del escenario internacional, no menos turbulento e incierto que el actual. Esta Semana de Mallo debiera encontrar a las élites y a la sociedad argentinas particularmente atentas al desarrollo de esta nueva crisis. El Estado, la democracia y el capitalismo que construyamos deberán estar delineados a partir de una visión estratégica y sofisticada de las oportunidades y los desafíos que ese entorno global complejo y cambiante nos habrá de presentar.
Fuente: http://www.perfil.com/columnistas/La-Semana-de-Mallo-20160110-0005.html
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Imagen: ‘Bachecito, viejo nomás…’ Aníbal Fernández. Por Pablo Temes.