Mi primer trabajo, allá en los albores de los 90, fue en Barcelona. Fue amor a primera vista. Luego de unos años, me volví al pago, aunque no del todo – me quedé en el puerto en vez de seguir al jardín de la república.
Desde entonces, no dejé de pasar por lo menos unos días en Barcelona todos los años. Los proyectos de investigación con mi amigo y co-autor Albert Marcet, que me enseñó a poner verduras en la parrilla, han sido la columna vertebral de mi relación de amante furtivo con la ciudad. El año que viene, cumplimos las bodas de plata, Barcelona y yo.
Hace una semana empezamos con Anabella (que se nos sumó hace más de una década ya, en un triángulo que funciona de maravilla) la estadía de esta año. Sí, ayer estuvimos allí cuando Luisito le marcó el pase a Dani y con ese movimiento mágico quedó cara al gol. Y no perdonó. «Uruguayo, Uruguayo…» gritaba yo, recordando la magia Francescoliana, pero los de aquí prefieren el «Suaaaaarez, Suaaaarez…»
En unos días, cuando las conversaciones sobre la fiesta en el Nou Camp se vayan diluyendo, volverán las discusiones sobre los dos temas que hoy ocupan el centro de la escena: el futuro del Euro y de la Unión Europea por un lado y el futuro de una Catalunya quizá independiente (?) y España por el otro.
Cuando yo llegue en el 91, los independentistas catalanes eran unos cuantos chicos que vendían remeras provocativas en la rambla. Ningún partido que tuviera representación relevante tenía la independencia en la agenda. Por otro lado, el tratado de Maastricht, que definía el camino hacia el Euro, hacía sonar a muchos españoles que pagaban tasas hipotecarias de 12% a una futuro mejor. La pertenencia a Europa era un carnet que se hacía lucir. La fila de países que querían entrar era larga y el orgullo de pertenecer era palpable.
A principios de este siglo, todo había funcionado muy bien. Los países más pobres habían seguido creciendo, la inflación era muy baja, al igual que las tasas de interés. Los dirigentes europeos se pavoneaban, y tenía todo el sentido, de haber transformado un espacio que había visto morir millones en una guerra que muestra lo peor de nuestra especia, en un crisol de culturas, idiomas y religiones, donde todo el mundo tenía su lugar bajo el sol. Aquellos nacidos a principios de los años 30, y que todavía caminaban nuestro planeta habían vivido la transición más espectacular que uno podía imaginar, conociendo la historia de la humanidad. Al mismo tiempo, los catalanes discutían su estatuto de autonomía, que generó mucha polémica, pero que se negociaba con el gobierno socialista en Madrid de entonces. Todavía, la discusión de la independencia estaba fuera la mesa donde se tomaban las decisiones.
Hoy, enfrentamos la posible salida de varios países del Euro. En el Reino Unido, el partido que propone abandonar la Unión Europea gana votos rápidamente. El sentimiento contra Alemania gana fuerza en toda la Unión. Francia, el tradicional aliado Alemán a favor de la Unión, no termina de resolver sus propios problemas y aparece cada vez más débil. El fastidio con Alemania en el resto de los países sube a la misma velocidad que el fastidio alemán con el resto de los países.
Al mismo tiempo, los partidos tradicionales catalanes están mayoritariamente a favor de la independencia de Catalunya. A un punto tal, que la marcha atrás parece muy difícil. La intransigencia que se emana de Madrid no ayuda.
¿Es posible una Europa rota y una España rota en el 2025? Pareciera que sí. ¿Es posible que sea con alguna cuota de violencia inimaginable hace apenas 7 años? Pareciera que sí. ¿Qué paso con el milagro de la política, ese que transformo las trincheras oliendo a gas mostaza y los campos de concentración con cadáveres caminantes en una tierra de movilidad, convivencia y progreso? ¿Qué pasó con el milagro español, ese que puso a una tierra arrasada por peleas entre hermanos en el lugar donde los latinoamericanos que no encontraban lugar deseaban vivir?
Tuvimos una crisis fuerte que no se va. ¿Será la economía?
Creo, modestamente, que hay que huir de los denominados «milagros» en materia política y más aún en materia económica, y que, por lo tanto, triunfará la sensatez y la Eurozona triunfará, contra todas las predicciones de los «apresurados» por obtener resultados palpables.
¿Acaso era mejor lo anterior?
Supongo que las posibilidades de tener una España rota en unos años depende de las posibilidades de éxito de experimentos como el de Podemos o similares. Me da la impresión de que lo único que frenó realmente el «referéndum» -o lo que haya sido- fue la falta de apoyo de la clase empresaria catalana; apoyo que no retaceará si Madrid empieza a hablar de legitimidad de la deuda, de castas políticas y «panesycircos» por el estilo.