Como es bien sabido, este año se cumple un siglo de una de las peores catástrofes de la historia. La guerra que estalló en el verano boreal de 1914 arrastró a Europa a una carnicería humana sin precedentes, destruyó imperios, arruinó economías y puso en entredicho la religión del progreso. Lejos de quedar resueltos, muchos de los problemas que habían conducido a la guerra se agudizaron, abonando el terreno para una nueva y más brutal tragedia dos décadas más tarde.
Después de un siglo la I Guerra Mundial sigue alimentando polémicas, no sólo entre los expertos que buscan dilucidar la cadena de responsabilidades y el momento preciso del cruce del Rubicón, después del cual no hubo retorno; sino también entre aquellos que la ensalzan como una epopeya emancipadora y los que la evocan como un trauma colectivo. La conmemoración del centenario de la l Guerra Mundial también ha dado lugar a reflexiones sobre el mundo actual, cuyos múltiples escenarios de crisis ofrecen inquietantes semejanzas con los años anteriores a 1914. El escritor norteamericano Mark Twain decía que la historia no se repetía, pero a veces “rimaba”. Permítanme tomar esta idea y sugerir tres aspectos del mundo de hoy que “riman” con el de un siglo atrás.
1.- El primero de ellos son los cambios en la estructura del sistema internacional. Hoy como hace un siglo, el mundo carece de un centro de poder, un hegemón o gendarme mundial. En 1914 la primacía mundial de Gran Bretaña se vio desafiada por la emergencia de nuevos actores, económicamente pujantes y políticamente ambiciosos, como Alemania, los Estados Unidos y Japón. Hoy la libertad de acción de los EEUU se ha visto severamente limitada y Washington debe ahora tener en cuenta los puntos de vista e intereses de potencias emergentes, en especial China y Rusia. En 1914 la rivalidad entre las dos principales potencias económicas, Gran Bretaña y Alemania, sacó a la guerra de su ámbito regional (balcánico y europeo) para transformarla en un conflicto mundial. Hoy muchos ven a China en el espejo de la Alemania imperial, dos potencias en ascenso insatisfechas con un status geopolítico cuyas elites perciben no está a la altura de su poderío económico y poco predispuestas a aceptar las pretensiones imperiales de un hegemón debilitado (ayer GB, hoy los EEUU). Aún cuando las relaciones entre estos actores siguen siendo enormemente dispares en términos económicos y militares la fragmentación del poder mundial ha creado un escenario mucho más complejo e imprevisible. Hoy como en 1914 hay más intereses en juego, más voces que exigen ser escuchadas y una interdependencia que puede facilitar la comunicación y la negociación tanto como acelerar una reacción en cadena o un efecto dominó que precipite lo impensable.
- El segundo aspecto está referido a la globalización. Los años anteriores a 1914, esa “edad de oro de la seguridad”, como la recordaría con nostalgia el austríaco Stefan Zweig, fueron el reflejo de las ambigüedades y contradicciones de un mundo cada vez más interdependiente. Para comienzos del siglo XX la revolución de los transportes y las comunicaciones, las migraciones, el comercio y el nuevo imperialismo produjeron un achicamiento dramático de las distancias; el mundo se empequeñeció. Horizontes lejanos comenzaron a volverse más familiares. Esta mayor interdependencia creó oportunidades de progreso para muchos, pero para otros significó incertidumbre y miseria. El arribo de granos de las Américas y otras materias primas importadas socavó la posición social de las viejas élites agrarias europeas al tiempo que pauperizó a millones de campesinos, artesanos y pequeños comerciantes. La respuesta a la liberalización de los flujos internacionales anticipó en las primeras décadas del siglo XX lo que se volvería moneda corriente durante la Gran Depresión: por arriba, la “unión del hierro y el centeno” (el consenso proteccionista entre la gran industria y la agricultura latifundista), por abajo, la movilización de los “perdedores” de la mundialización detrás de consignas xenófobas y antiparlamentarias. Hoy como hace un siglo atrás la intensificación de la circulación de personas y bienes alimenta expectativas de ascenso social y crecimiento, pero también ahonda las desigualdades y vuelve anacrónicas a formas de vida y superfluas a las personas mismas. Las dimensiones simbólicas de una globalización experimentada como pérdida, no ya de la capacidad de asegurarse el sustento, sino de las referencias o “mapas mentales” que permiten orientarse en un mundo cambiante, encuentran su expresión en las actitudes de rechazo a influencias consideradas corruptoras, las más de las veces percibidas como externas a la propia cultura amenazada. Hace un tiempo el crítico Edward Said acuñó el término “orientalismo” para dar cuenta de los estereotipos y fórmulas deshumanizantes por medio de las cuales los europeos del siglo XIX imaginaron las diferencias que los separaban de las culturas “exóticas”. La re-islamización de las comunidades musulmanas dispersas por el mundo y la expansión de la cruzada jihadista sugieren que estamos en presencia de una inversión del fenómeno descrito por Said. El fenómeno talibán en Afganistán, el Estado Islámico en Siria e Iraq, los miles de jóvenes europeos que parten a Medio Oriente para sumarse a las milicias del islamismo radical se nutren de una visión “occidentalista” que construye a Europa y los EEUU a partir de una serie de atributos negativos cuyos fundamentos deben ser extirpados desde la raíz.
3.- Finalmente, la cuestión de la guerra. Hace poco la historiadora británica Margaret Macmillan comparó los estadistas europeos en 1914 con el presidente norteamericano John F. Kennedy en 1962. En octubre de ese año el mundo se asomó una vez más al abismo luego de que la URSS desplegara misiles nucleares en Cuba. El año anterior un intento de derrocamiento de Fidel Castro orquestado por la CIA había terminado en fracaso estrepitoso. Prácticamente toda la cúpula militar y buena parte de la administración civil norteamericana urgieron al joven presidente a recurrir a la fuerza e invadir la isla, arriesgando con ello una guerra nuclear. Sin embargo, Kennedy optó por negociar con su par soviético, el premier Nikita Jruschov. El fiasco de la fracasada invasión de Cuba le había enseñado que no había tal cosa como una “guerra fácil”. Pero Macmillan señalaba además que por esos días Kennedy estaba leyendo Los cañones de agosto, la obra de la célebre historiadora norteamericana Barbara Tuchman sobre el desencadenamiento de la Primera Guerra Mundial. Según algunos testimonios fue tal la impresión que causó en el mandatario el análisis de las decisiones que desembocaron en la guerra que hizo distribuir copias del libro entre los miembros del gabinete y sus principales asesores militares. En 1914 militares y civiles malinterpretaron la naturaleza de la guerra que estaban a punto de desencadenar. Pese a que los conflictos precedentes (Guerra de Secesión norteamericana, Guerra Franco-Prusiana, Guerra Ruso-Japonesa, Guerra Italo-Turca) habían dado algunas muestras al respecto, no se percataron que la moderna tecnología bélica había convertido la guerra de movimiento basada en la ofensiva—la doctrina favorecida en ese entonces por los estados mayores—en una estrategia suicida. Hoy la sensación de omnipotencia basada en la superioridad tecnológica vuelve a alimentar la quimera de una “guerra fácil”, o por lo menos políticamente aceptable, ahora librada casi exclusivamente con medios que expanden la distancia entre el atacante y su objetivo, despersonalizan el acto de matar al tiempo que amplía a niveles sin precedentes la disparidad del costo humano y los “daños colaterales” de uno y otro lado. Como en los trasplantes de órganos, las intervenciones militares que buscan implantar un régimen saludable no pueden ignorar los problemas asociados a la aceptación o rechazo de un cuerpo extraño y su grado de compatibilidad con el organismo social. Las guerras de Afganistán e Iraq son hoy la muestra más palpable de una lección que muchos creían aprendida cuarenta años atrás en Vietnam.
Para concluir. En un polémico libro publicado hace poco y titulado Los sonámbulos el historiador australiano Christopher Clark sostenía que los líderes europeos caminaron a la catástrofe del 14 como seres conscientes sólo a medias de sus actos. La cadena de acontecimientos que condujo de un hecho puntual (el asesinato del heredero del trono del imperio austro-húngaro) a una conflagración general debería servir de advertencia sobre la forma en que se encaran las crisis y las consecuencias que pueden derivarse de decisiones tomadas de manera intempestiva y sobre la base de una apreciación errónea de las intenciones del adversario. Interrogado más tarde sobre el significado de un título que parecía sugerir que la guerra había sido “un accidente” o descuido, el autor se vio obligado a aclarar que el sonambulismo debía entenderse como una metáfora aplicable a cualquier situación de crisis de envergadura, en la cual hay muchos factores que no son ni controlables ni previsibles. Si la historia sirve como maestra para la vida pública y si hay alguna lección que ha dejado la tragedia de 1914 es, precisamente, la de advertirnos que ante la complejidad del mundo actual no podemos conformarnos con caminar a tientas, a actuar sobre la bases de prejuicios, clichés y verdades a medias. Debemos, y me permito aquí retomar el aforismo de Twain al que hice alusión al comienzo, aprender a reconocer en la melodía de los acontecimientos actuales aquello que rima con el pasado.
Tal vez otra analogía, pero inversa a la de 1914, es que hoy el conflicto armado (por ejemplo en Irak o Siria), a pesar de desarrollarse lejos de la «metrópoli» (Europa o EEUU), podría encender la mecha en casa. Porque ya hay signos de agotamiento de la sociedad civil ante la continua presión del islamismo radical en casa.
Excelente artículo, muchas gracias!